Patrick Genard
Fotografia cedida
TH, 9è VOLUM. Biografies rellevants dels nostres arquitectes

Patrick Genard

Entrevistado el 14-02-2018.

Defiende una Arquitectura alejada de excesos egocéntricos y creadora de entornos amables en los que la persona pueda dialogar en armonía consigo misma. “Si nuestro proyecto no va a enriquecer el lugar con su presencia, no va a emocionar ni va a tener una justificación social, prefiero no llevarlo a cabo” afirma. La constante atracción por la dualidad de nuestra existencia -lo etéreo y lo tangible, lo intuitivo y lo racional, la física y la metafísica-, lo llevó de la mano hacia su profesión: ¿Qué es sino la Arquitectura: no es el arte de la contradicción? Representa la oposición entre el vacío y el lleno, la luz y el hormigón.”

 

De niño, tuve la suerte de crecer en un ambiente humanista

Me considero afortunado: tanto mi infancia como mi juventud transcurrió feliz. Vivía con mis padres y mis cuatro hermanos en Flawinne, un pueblo belga francófano cercano a Namur. Pese a que Paul, mi padre, siempre fue muy exigente con nuestro nivel académico, en casa también había espacio para el amor, la sensibilidad y la fantasía; crecimos en un ambiente humanista. Asimismo, tuve la suerte de disfrutar durante muchos años del cariño de mis abuelos maternos; eran fantásticos, y vivían muy cerca de nuestra casa. Por otro lado, el contexto histórico nos rodeaba de entusiasmo: a finales de la década de los cincuenta, así como durante los años sesenta, vivimos en Bélgica un periodo de esperanza y de renovación de ideas. Nuestro país dio un salto en progreso y bienestar, reflejado en el Atomium de la Exposición Universal de 1958 celebrada en Bruselas. Creo que este ambiente familiar e histórico me influyó y conformó mi personalidad: siempre he sido muy optimista.

Mi padre era de aquellos médicos entregados que ya no existen

De pequeño, lo vi muchas veces levantarse de madrugada, ponerse la chaqueta encima del pijama y abrir la consulta para atender una urgencia; era un misionero que vivía entregado a su profesión, y sabía hacer de todo: tan pronto extraía un diente como practicaba un neumotórax o te recetaba un ungüento para tratar alguna dolencia. Ya no existen médicos como él. Además, en aquella época, aún no se había organizado con otro colega para repartirse los festivos, así que las guardias no existían; estaba disponible las veinticuatro horas del día. Era como tener dos padres: uno de semana, al que veíamos muy poco, y otro, de domingos. Ese día festivo le gustaba tocar el piano. Se sentaba frente al teclado, recién levantado y aún con el pijama puesto, e interpretaba alguna pieza de Schubert, un compositor que le encantaba. No sé por qué tenía el piano instalado en la habitación destinada a recibir a sus pacientes; así que nos deleitaba con una curiosa estampa: ofrecía su concierto matutino ante la media docena de sillas vacías dispuestas en la sala de espera. Por otro lado, su entrega y dedicación al trabajo hubiera sido una misión imposible sin la inestimable ayuda de Marie-José, mi madre; sin ella no podía funcionar: su mujer practicaba curas en la consulta, fabricaba diversas pomadas en casa, esterilizaba el instrumental en la cocina, atendía el teléfono, organizaba la agenda, se encargaba de la economía, cuidaba a su familia numerosa y un sinfín de tareas más. Mi madre siempre dice, con toda la razón del mundo, que era una multiempleada.

Una frustración infantil transformada en ilusión y aventura

Cuando tenía seis años viví, gracias a mi padre, una pequeña aventura que quedó para siempre grabada en mi retina. Todo empezó en el camino de vuelta del colegio. Las madres se organizaban para que los niños que vivíamos cerca fuéramos todos juntos; así pues, solo se requería la vigilancia rotativa de un adulto en el cruce de una carretera. Un día, durante uno de estos trayectos, le propuse a uno de mis amigos que cada uno fabricara un avión a reacción para poder ir y regresar de la escuela en nuestro propio vehículo. Nada más llegar a casa, comencé ilusionado a confeccionarlo: cogí la silla de muñecas de mi hermana, la tumbé y le inserté una plancha; ya tenía mi aparato dispuesto para despegar pero, para mi decepción, ese artilugio no funcionó como yo esperaba. Mi padre, que me observó, debió de emocionarse con mi gran decepción, así que ese mismo día, durante la cena, me propuso una magnífica solución: “No te preocupes. No haremos un avión a reacción, construiremos un cohete”, me anunció. Comenzamos a crearlo en el taller que Franz -un señor que trabajaba en casa ayudando a mi padre-, tenía instalado en la bodega de nuestra casa. Para mí, ese taller, era un lugar mágico e inaccesible impregnado de olor a cola; era como la cueva del personaje mágico de Alí Baba. Aunque lo cerraba con llave, podía admirar a través de la puerta toda su colección de herramientas. Franz creó un cohete verde, tan alto como el del cómic de Tintín, que, para más inri, aquel mismo año 1959 había conseguido llegar a la luna en el decimosexto álbum de Hergé: Objectif Lune. Cuando llegó el esperado día del lanzamiento de nuestro cohete, mi padre se inventó un requisito: “Para elevarse hacia el espacio, necesita que estés completamente dormido”. Antes de ir a la cama, y durante todo un mes, me encargaba de colocarlo en su área de lanzamiento, una vez dormido, mi padre se apresuraba a situarlo cada día en lugares diferentes: un día en el cerezo, otro en el tejado de la cabaña del jardinero o en el Rododendro… y lo primero que hacía cuando me despertaba era abrir las cortinas de mi habitación, que daban al jardín, para observar adónde había aterrizado. Mi padre, que siempre estaba tan ocupado, supo captar mi frustración y entendió perfectamente mi ilusión. Decidió compensar el choque de un niño con la realidad a través de una vivencia: una aventura que me ha quedado para siempre grabada en la memoria. Yo he intentado hacer lo mismo con mi hija Tehja: para mí ha sido importante ofrecerle estos momentos mágicos que perduran en el tiempo.

Mi abuelo materno era nuestro héroe; un mago que creaba cosas

Se llamaba Alberic y vivió hasta los ochenta y ocho años. Su infancia comenzó con mal pie: aunque pudo disfrutar de cierta fortuna inmobiliaria -ya que mi bisabuelo era constructor y se dedicó con su padre a la construcción-, de niño se quedó cojo y huérfano: su madre murió cuando él acababa de superar una poliomielitis; tenía tan solo siete años. Su padre también falleció cuando era un adolescente. Así pues, sus primeros pasos en la vida fueron duros e inciertos; sin embargo, supo forjarse un futuro: estudió mecánica, trabajó como agente de seguros, cultivó una plantación agrícola de manzanos, fue alcalde del pueblo durante cuarenta años, y continuó aprendiendo siempre de manera autodidacta; se convirtió en un self-made man. Recuerdo verle conducir por su plantación con un Citroën de antes de la Segunda Guerra Mundial, que logró transformar en un vehículo futurista que nada tenía que envidiar  al coche de la película Regreso al Futuro: lo cortó, lo montó sobre una plataforma de camión y le instaló diversos artilugios útiles para trabajar en su plantación. Pero lo más emocionante para mí era su enorme taller, allí podía hacer de todo: soldar, cortar, pegar, diseñar, fabricar… Era fantástico, como tener al mago Merlín en la familia; cuando le miraba, mi ojos chispeaban de admiración. Mi abuelo tuvo, además, la fortuna de conocer a Blanche, mi abuela: el amor personificado en persona, y una artista anónima que descubrí hace poco: pintaba divinamente, pude admirar hace poco los cuadros guardados por un familiar; sin embargo, nunca me comentó que poseyera este don; en aquella época, las mujeres se casaban, se dedicaban a la familia  y dejaban a un lado sus logros personales. Creo que mi parte sensible la he heredado de mi madre y de mi abuela; en nuestra casa, siempre te sentías amado.

Un circuito de carreras entre árboles frutales 

Tenía catorce años cuando un tío de mi padre nos regaló, a mi hermano y a mí, un viejo Volkswagen que ya no utilizaba. Se nos ocurrió montar un circuito para aprender a conducir en la propiedad de mi abuelo; era una autoescuela fantástica porque nos obligaba a rodar sobre tierra o incluso barro, cuando llovía. Mi abuelo nos vio tan entusiasmados que un día nos anunció: “Os voy a hacer un coche de carreras”. En aquella época, se organizaban competiciones de fórmula V de Volkswagen, con vehículos monoplazas; era como una categoría de aprendizaje previa a la Fórmula 3. A partir del viejo Volkswagen nos construyó un pequeño monoplaza, súper ligero, con el que disfrutamos muchísimo. Recuerdo que, por las tardes, mientras hacía los deberes de la escuela, tomaba una pequeña pausa para ir a casa de mis abuelos y dar unas vueltas por el circuito, ubicado entre árboles frutales. Cuando mi abuelo nos veía disfrutar tanto, se le encendían los ojos, como a un niño; creo que con sus nietos revivió la infancia que no había podido disfrutar de pequeño. Empezó su vida en las peores condiciones, pero finalmente murió pleno y feliz; tuvo la suerte de encontrar a una mujer y a una familia fantástica.

Descubrí con seis años la belleza del juego entre la luz y la sombra

Acababa de entrar en los Boy Scouts. Durante una de nuestras excursiones por el bosque, me alejé un poco del resto del grupo y me topé con una escena que me impactó, fue una experiencia metafísica, impactante, de una belleza indescriptible, que me cautivó: estaba solo y, ante mí, los rayos del sol se colaban por entre las ramas de los árboles y descendían dibujando una hermosa composición de luces y sombras. La dualidad, la atracción por la ambivalencia, me ha perseguido desde niño; siempre me he sentido seducido por las dos caras, por los dos hemisferios de una misma realidad: la luz y la sombra, la física y la metafísica, la intuición y la lógica, lo racional y lo inconsciente… Evidentemente, ni en mi infancia ni en mi adolescencia me percataba de ello; ha sido ya de adulto que he percibido que muchas de las decisiones que he tomado en mi vida han sido motivadas por esta búsqueda constante de la contraposición. De hecho, ¿qué es sino la arquitectura? La profesión que escogí es el arte de la contradicción: representa la oposición entre el vacío y el lleno, la luz y el hormigón. En otras expresiones artísticas, como en la pintura, también me siento atraído por el contraste. Francisco de Zurbarán, por ejemplo, es uno de mis pintores favoritos: en sus retratos prescinde de fondos decorativos e incide, con gran fuerza y modernidad, en el juego de la luz y la sombra.

De niño tenía facilidad para crear ambientes

De pequeño no soñaba con ser arquitecto; sin embargo, cuando mis padres organizaban fiestas en casa, me encantaba crear ambientes, con colores, luces, tejidos, fotografía, música… Disfrutaba con la puesta en escena, y los invitados solían apreciarlo. Y por otro lado, también me sentía atraído por el perfil artesano y constructor de mi abuelo; de nuevo, dos ámbitos opuestos: lo etéreo y lo manual. Asimismo, opté por estudios en los que se conjugaban conocimientos contrapuestos: cuando acabé Primaria no elegí ni ciencias ni letras puras, sino que me decanté por una opción mixta que me atrajo más. Lo mismo me ocurrió cuando me matriculé en la universidad: no opté por Arquitectura sino por una carrera muy exigente que ofrecía a los alumnos conocimientos conjugados tanto de Arquitectura como de Ingeniería.

El décano de Arquitectura me convenció

Antes de matricularme en la facultad, dudaba entre elegir Física o Arquitectura. Para entrar a la universidad bilingüe de Louvain, debíamos examinarnos de Matemáticas y pasé un año estudiando un curso preparatorio con el que obtuve una especialización en esta materia. Fue un tiempo que aproveché para decidirme entre las dos especialidades. Quería poner fin a mi dilema, así que solicité una entrevista con los deganos de las dos facultades. Primero, me citó el responsable de la Facultad de Arquitectura. Cuando salí por la puerta de su casa ya sabía que quería ser arquitecto; así que cancelé la entrevista con el degano de la Facultad de Física. Me inscribí finalmente en los estudios universitarios de Ingeniero Civil Arquitecto.

Acabé mis estudios en la universidad de Louvain-la Neuve

El 5 de noviembre de 1967, treinta mil flamencos desfilaron por las calles de Amberes para exigir, bajo el lema “Walen buiten”(“¡Valores fuera!”), la partida de los estudiantes francófonos de la Universidad de Lovaina. Comenzaba ese día una crisis política y lingüística que sacudió Bélgica, entre el 5 de noviembre de 1967 y el 31 de marzo de 1968, y que ocasionó finalmente la escisión de la facultad católica de Lovaina (UCL): la comunidad flamenca consiguió expulsar a los profesores y estudiantes francófonos de la institución. Fue entonces cuando el poder político tomó una sabia y visionaria decisión: la construcción de una nueva y moderna ciudad universitaria, Lovaine-le-Neuve, para alojar a la sección francófona. Hoy en día es la ciudad más próspera de Bélgica: tiene trenta mil habitantes y es un destacado centro económico y de investigación. Yo fui uno de esos primeros estudiantes francófonos desplazados, que debían ir a las clases con botas para no mojarme los pies ya que casi todo estaba en obras y embarrado. Pasé allí mis últimos tres años de carrera; fue una época maravillosa e inolvidable.

Doce roulottes alrededor de un fuego: mi mejor residencia universitaria

Un grupo de estudiantes decidimos que no queríamos alojarnos en el típico edificio residencial que la universidad ya estaba construyendo, así que limpiamos un terreno, que estaba rodeado de abundante vegetación, y compramos una docena de viejas roulottes, que aparcamos en forma de estrella y dispusimos alrededor de un roble centenario y de una fogata central. Restauramos, además, un viejo autobús, destinado a zona comunitaria, con baño y cocina, y cada estudiante arregló a su gusto su propia caravana; hace poco supe que la mía todavía existe, aunque ahora está en otro emplazamiento. Residí en este alojamiento alternativo y comunitario durante cuatro años: había un compañerismo excelente, vivíamos en comuna y nos hicimos todos muy amigos. Fue una experiencia edificante que pudimos llevar a cabo gracias a la mentalidad abierta y liberal de los responsables universitarios: pese a que el ayuntamiento, propietario del terreno, se opuso en un principio a este tipo de ocupación, el rector lo presentó ante las autoridades del Consistorio como una joven experiencia piloto de autoconstrucción que valía la pena respetar, así que nuestra edificante experiencia de emancipación continuó adelante. De hecho, se convirtió en mi residencia habitual; a mis padres, les iba a visitar de vez en cuando.

Inventamos un sistema para compartir apuntes

La carrera era muy exigente: sobrepasábamos las cuarenta horas de clases a la semana, más el tiempo que debíamos dedicar a la realización de los proyectos y al estudio de las materias. Y, como siempre sucede, había algunos profesores que impartían clases pesadas y opacas, que no nos eran de ningún provecho; así que inventamos un sistema para rentabilizar nuestro escaso tiempo. Estábamos muy bien organizados: nos repartíamos la asistencia a algunas clases, y después quedábamos todos los jueves y compartíamos los apuntes y nuestro conocimiento. Ahora bien, nunca nadie se saltaba ni una clase relacionada con la Arquitectura. Era nuestra pasión.

Lo aprendí todo con el profesor Yves Lepère

Tuve mucha suerte, ya que pude disfrutar de sus clases magistrales de Arquitectura durante tres años. Ejerció sobre mí una notable influencia académica y siempre se lo agradeceré; considero que en la vida de un profesional es muy importante poder contar con un un gran profesor que te guíe. Lepère fue alumno a su vez de Louis Isadore Kahn, arquitecto que junto con Frank Lloyd Wright, se convirtió en uno de los grandes maestros de la arquitectura del siglo XX. Recuerdo con cariño un viaje que compartí con Yves Lepère, y seis compañeros más de la facultad: fuimos en el coche de mi padre hasta París para ver una exposición en el Louvre; en aquella época existía una enriquecedora camaradería entre alumnos y profesores.

Quince años de “postgrado” con Ricardo Bofill

Todavía estudiaba en la universidad cuando cayó en mis manos un número de la revista L’Architecture d’Aujourd’hui, en el que leí un reportaje sobre el arquitecto español Ricardo Bofill, que no conocía. Fue una especie de iluminación, quedé prendado con sus obras, como la Muralla Roja (1972). Y decidí viajar a España en autostop, quería admirar in situ todos sus edificios. Me presenté en su magnífico edificio La Fábrica (1973) y pude hablar con su secretario, que fue muy amable y me acompañó a visitar todo el inmueble. Cuando le pregunté cómo podía conseguir hacer un stage con Bofill, me aconsejó que escribiera a su hermana. Y así lo hice, pero no obtuve respuesta. Aun así, seguí escribiendo, y, al tercer año de mandar cartas, recibí una respuesta: me invitaba a hacer prácticas no retribuidas durante seis meses. Al final, trabajé en su despacho un total de quince años. Su estilo había derivado hacia una etapa más neoclásica, con la que no me sentía tan identificado, pero tuve la oportunidad de participar en diversos proyectos en los que se conjugó la arquitectura Hig Tech con las reminiscencias clásicas de Bofill, y disfruté mucho con esta dualidad, representada en creaciones como el Casablanca Twin Center (1999) o la Terminal 1 del aeropuerto de Barcelona (1992); una magnífica piel de dos kilómetros de vidrio sobre una estructura de columnas. En aquella época, aún no utilizábamos el fax, ni el teléfono móbil ni el ordenador, y llevábamos los planos de nuestros edificios en la mano, en un tubo. Tenía solo unos treinta años, pero Ricardo delegó en mí una enorme responsabilidad, tanto como Director de Concepción de su Taller de Arquitectura y, más tarde, como Director Asociado: me mandaba a defender sus proyectos a países tan diversos, y con normativas y filosofías tan variopintas, como Japón, Marruecos, Francia o Suecia. Fue una escuela fantástica, quince años intensos de “postgrado”, de musculación mental, en la que aprendí a dialogar y a adaptarme a diferentes realidades e idiosincrasias. Le estoy profundamente agradecido.

Fundé mi propia Agencia de Arquitectura, Urbanismo y Diseño en 1994

Actualmente, en Patrick Genard & Asociados, trabajamos un total de quince arquitectos; es la medida idónea para establecer una buena relación con tus colaboradores. Prefiero seleccionar perfiles de profesionales muy competentes; de esta manera, con quince personas somos capaces de hacer el trabajo de treinta. Sin embargo, cuando surge un gran proyecto, estamos abiertos a la posibilidad de asociarnos con otro despacho o hacer una joint venture con colaboradores técnicos, como ingenieros o paisajistas. En mi equipo, se aúnan diversas procedencias, incluso muchos de ellos tienen un origen bicultural. Así ocurre con mis tres socios, como Dariela Hentschel, que tiene padres mejicanos y abuelos alemanes; Ron Calvo, que nació en Estados Unidos pero tiene progenitores españoles, y Bruno Conigliano, que es un arquitecto francés con antecedentes italianos. También, contamos con cubanos, argentinos, italianos, vascos, catalanes, franceses y japoneses. No ha sido una multiculturalidad intencionada, pero el destino lo ha conformado así, y es una mezcla que nos enriquece.

Nos interesa la globalidad de toda la obra

En nuestro despacho somos conscientes de que la persona que va a habitar nuestro edificio también va a convivir con el color de la pared, el material de la silla en la que se sienta, así como con el paisaje del árbol que ve desde su ventana. Por este motivo, nos interesa abarcar el proyecto en su totalidad: es decir, no solo creamos el edificio, también nos gusta tener en cuenta el diseño urbano y la decoración. En este sentido, hemos sido afortunados porque hemos trabajado con clientes que han entendido esta globalidad y nos han permitido que la llevemos a cabo; no siempre es así, pero cuando ocurre, es fantástico. De hecho, en la actualidad estamos desarrollando en Marruecos diversos proyectos de alto nivel en el sector de la hostelería, tanto de obra nueva como de restauración, en los que podemos aplicar una mirada global. Hace más de treinta años que operamos en este país y hemos llevado a cabo más de veinticinco proyectos de todo tipo: residenciales, hoteleros, oficinas, centros comerciales e incluso, fábricas. Marruecos es ahora como la Suiza de Africa; en las últimas décadas ha experimentado un positivo crecimiento.También, hemos trabajado en Francia, Bélgica, Italia, Andorra, Costa de Marfil y por supuesto España.

Pabellón belga de la Exposición Universal Milano 2015

Ganamos el concurso para la realización del pabellón belga de la Exposición Universal Milano 2015. El proyecto, basado en el tema de la exposición: “Alimentando el planeta, Energía para la vida”, fue concebido como un “pabellón escaparate de la identidad belga”, sostenible y tecnológicamente innovador. Asimismo, fue inspirado en el concepto urbanístico de la “Lobe City”, que propone inserciones verdes dirigidas al centro de la ciudad, separando los barrios residenciales y oxigenándola. Según este principio, las “masas construidas” en madera del pabellón, entre las que circulaba la luz y que permitían la vista hacia la vegetación circundante, eran como los barrios residenciales; y el “Atrio”, corazón del proyecto, formalizado a través de una gran estructura geodésica vidriada, era como el centro histórico. Además, estos volúmenes fueron dispuestos sobre una suave pendiente de ambientes campestres y florales que reconstruían los paisajes belgas a pequeña escala. A partir del « Decumanus » de la Expo, era posible visualizar una gran cantidad de escenarios, tanto de día como de noche. La “Granja”, un diáfano volumen alargado de madera y vidrio, reinterpretaba la morfología tradicional de la granja belga. La rampa del futuro desembocaba en la penumbra de la “Bodega”, en donde se presentaba la parte más experimental e innovadora del pabellón; el visitante podía experimentar con las soluciones a la producción alternativa de alimentos. Y una escalera monumental le conducía al corazón del pabellón: al “Atrio”, inundado de luz cenital, que era el espacio de disfrute, de los sabores, del gusto, de la “convivencia al estilo belga” que seducía al público, con su múltiple oferta gastronómica, desde la más refinada hasta la más experimental.

Trabajamos siempre con una premisa: mejorar el lugar

Es una exigencia que nos autoimponemos en nuestro despacho: después de nuestra intervención, la zona en la que hemos construido tiene que haber mejorado, debe ser más rica, más interesante, más excitante para el visitante; si preveemos que esto no va a ocurrir, es mejor no llevar a cabo la edificación. Un ejemplo lo encontramos en Cadaqués: existe una cala cercana que posee las mismas características que el lugar en el que se instaló esta población costera, así que esto permite imaginar cómo era antes, hace dos mil años, cuando aún no había nada. Nadie en su sano juicio diría que la cala en la que está Cadaqués es menos interesante o excitante que la no edificada. Esto es lo que pretendemos.

Estéticamente deseable, constructivamente razonable y socialmente justificable

Es una definición sobre la arquitectura, originada en la región austríaca de Vorarlberg, pioneros en Europa en construcción sostenible, que comparto absolutamente. Considero que un edificio que no tiene una justificación social es un error. Un gran arquitecto es necesariamente un gran humanista que ha entendido que su obra debe rendir cuentas con una innegable responsabilidad social, ya que está concebida para permanecer en pie mucho tiempo y, por lo tanto, está escribiendo historia, está marcando una época; al mismo tiempo, debe ser capaz de emocionar y servir al ciudadano.

La buena arquitectura permite conectar con tu espacio interior

El arquitecto maneja siempre la posibilidad de ayudar o castigar, es decir, posee el poder de generar, o bien un lugar incómodo o, por el contrario, un entorno amable. En un espacio mal concebido, la gente malgastará su tiempo en protegerse de la adversidad que le rodea. Por el contrario, en un espacio amable y afectuoso, permitirás que el visitante conecte con su espacio interior. Afortunadamente, hemos contado con grandes arquitectos que han sido muy conscientes de este poder; no es casualidad que todos ellos sean también grandes humanistas. Entre ellos, figuran maestros internacionales como Renzo Piano, Norman Foster, Tadao Ando, Ricardo Legorreta, Glen Murcut, Zumthor, etc… Pero también existen otros creadores, menos famosos, con una ética personal y una línea coherente en su obra, que nunca se han interesado en diseñar edificios con el único fin de salir en los periódicos. Asimismo, en España existen excelentes profesionales, como Carlos Ferrater, Francisco Mangado o Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta, de RCR Arquitectes, etc…

En desacuerdo con los creadores de egos desmedidos

Hay profesionales que están siempre a la moda y llenan grandes titulares de los medios de comunicación; sus obras están realizadas únicamente para alimentar su ego y, lo peor de todo, descuidan absolutamente su responsabilidad social. Para mí, este tipo de creadores carecen del más mínimo interés.

El mejor premio lo recibo cuando me dicen que mi obra crea felicidad

Evidentemente, es gratificante recibir un reconocimiento público, así que cuando he ganado algún premio, lo he agradecido. Sin embargo, la mejor distinción para mí llega cuando un cliente se me acerca y me dice: “Gracias, Patrick. No sabes lo feliz que me siento en la casa que me construisteis”. Esta es la gratificación más grande de mi profesión; me llena de satisfacción crear edificios, ya sean viviendas, hoteles u oficinas, en los que la gente se siente dichosa.

Una prioridad: compartir mi visión con el cliente

Hoy en día contamos con numerosas herramientas de diseño que nos permiten visualizar nuestra idea y compartirla con el cliente. Asimismo, nos ayudamos de las palabras, de las anécdotas, de las ideas colaterales o de los esbozos para hacerle partícipe de nuestra visión, para seducirlo; pero no en un sentido maquiavélico, sino desde la intención de hacerle ver lo maravilloso que va a ser habitar en este lugar que hemos creado especialmente para él. No podemos olvidar que, al final, nuestra obligación es ofrecerle aquello que el cliente desea: si solicita cinco habitaciones, no le diseñaremos una vivienda solo con tres. Ahora bien, el “cómo” lo concebimos nos incumbe a nosotros.

Conjugando la tradición y la modernidad

Una buena arquitectura debe tener en cuenta el lugar en el que se asienta: va a estar ubicada en un emplazamiento del planeta tierra, en un hemisferio, sea norte o sur, en un continente, en un país con su propia idiosincrasia, y en una época determinada, es decir, en un contexto histórico, social, político y cultural. Y no podemos pasar por alto ninguno de estos factores, desde los que parte necesariamente nuestra obra. También, debemos ser capaces de saber conjugar lo mejor de la tradición con lo mejor de la modernidad: por ejemplo, en Marruecos, hoy podemos diseñar ventanas panorámicas cuando el paisaje lo merece, porque los materiales con los que contamos nos lo permiten. Ahora bien, sin descuidar los requerimientos bioclimáticos; para evitar que el cliente tenga que gastarse una millonada en aire acondicionado.

Una casa centenaria y moderna en medio del bosque

Nos encargaron restaurar una masia centenaria en un entorno fantástico de les Gavarres, en el Baix  Empordà. La finca nos ofrecía un entorno inigualable: una extensión de quinientas hectáreas pobladas de alcornoques. Decidimos conservar lo mejor de la tradición, que se manifestaba con todo su potencial en el exterior de la masía, e introducimos la modernidad en su interior. Además, construimos una piscina desbordante que te traslada al típico paisaje de las playas de la Costa Brava, en el que se unen las lineas del agua y el cielo en el horizonte; además, no retiramos las rocas del terreno sino que las concentramos alrededor de la piscina, creando una interesante semejanza con el litoral marítimo: es como estar en una cala de la Costa Brava, pero inmerso en el bosque.

Precursores en sostenibilidad

Hace veinte años todavía no se hablaba de la arquitectura ecosostenible: ni existía la palabra ni se practicaba. Sin embargo, nuestro despacho ya la aplicaba en sus proyectos sin que los clientes fueran conscientes. Un buen arquitecto integra de manera instintiva estos conocimientos en su práctica diaria. Por eso me cuesta tanto comprender que se construya, en un país mediterráneo, un edificio lleno de paredes acristaladas que va a requerir un costoso y nada sostenible sistema de aire acondicionado. Afortunadamente, hoy en día son los clientes los que solicitan a los arquitectos diseños ecodurables; existe una mayor conscienciación sobre el tema.

Siempre intentamos dar más de lo que se espera de nosotros

Desde el principio, tuve claro que si quería mantenerme en esta profesión debía fidelizar a mis clientes. Un hijo de un médico belga en un país extranjero, sin una red que lo sostuviera, no podía permitirse el lujo de descuidar a sus contactos. Tras cuarenta años de práctica profesional, me enorgullece comprobar que he repetido con casi todos mis clientes y, a su vez, he sido recomendado por muchos de ellos: en mi despacho, siempre ofrecemos más de lo que se espera de nosotros. La mayoría de nuestros clientes son privados. Respecto a la obra pública, puedo citar el encargo que nos hicieron para construir la sede la televisión vasca en Bilbao.

No me arrepiento de ninguno de mis trabajos

Nos tomamos muy en serio todos los trabajos que llevamos a cabo; no podríamos edificar un edificio con el que no me sintiera completamente a gusto, antes preferiríamos retirarnos del proyecto. Con esto no queremos decir que seamos perfectos o que no cometamos errores, pero es cierto que no hemos firmado nunca nada con lo que no estuvieramos satisfechos; de ninguna de nuestras obras nos avergüenzamos.

Louis Isadore Kahn: “La arquitectura es el arte de la luz y del silencio”

No puedo estar más de acuerdo con esta afirmación; la luz necesita siempre de la materia para existir y, a su vez, la materia también requiere de la luz para hacerse visible. Asimismo, la Arquitectura es el arte de crear el espacio vacío. Y para crear este espacio necesitas de los límites. De nuevo, topamos con la paradoja que tanto me atrae. Recuerdo una gran frase con la que otro profesor  de la facultad nos instruía: “La arquitectura empieza cuando acaba la construcción”, es decir, la puerta tiene que abrir y cerrar, la norma tiene que ser respetada, la estructura debe cumplir con sus funciones, como protegernos de la intemperie, pero esto no es la  Arquitectura, son conceptos que solo atañen a la construcción. La Arquitectura es justo lo que empieza después: cuando la materia se transforma, se desdibuja y pasa a formar parte de otro concepto en el que entra la emoción, y también la poesía; esto es el arte, esto es la Arquitectura, capaz siempre de transformar la materia en algo más. Los arquitectos no solo construimos los muros, no solo damos forma a las piezas; lo que pretendemos comunicar está en la propia materia, es algo intangible.