MITXEL UNZUETA UZCANGA
MITXEL UNZUETA UZCANGA
TH, 3r VOLUM. El estado de derecho después de 1978

MITXEL UNZUETA UZCANGA

Texto del 30-12-2008 .
Fotografía cedida por Mitxel Unzueta.

Protagonista de la Transición desde el Senado, Mitxel Unzueta Uzcanga recuerda, como uno de los impulsores de la Disposición Adicional Primera de la Constitución, que algunos artículos de la misma se aprobaron por el sistema del rodillo, y que por ello no debemos santificarlos. Propone que la Cámara Alta tenga una función de arbitraje previa al Tribunal Constitucional. Asimismo, no duda en afirmar que la generalización del Estado de las Autonomías fue un error concebido para neutralizar los Estatutos catalán y vasco.

Artículos de la Constitución aprobados mediante el sistema del rodillo

Me asusta que las nuevas generaciones desconozcan lo ocurrido durante la Transición. Pero sobre todo temo esa misma ignorancia entre muchos integrantes de la clase política actual con los que he hablado. Algunos tienen una imagen idílica que es del todo errónea. Entonces era senador por Vizcaya por el PNV. Recuerdo muy bien cómo muchos artículos de la Constitución se redactaron en reuniones nocturnas celebradas en restaurantes y despachos, fuera de las cámaras, y que luego se aprobaron mediante el sistema del rodillo. Aunque ahora no se hable de ello, es parte de la historia y no debe esconderse. Por las circunstancias del momento, preferiría aplicar un atenuante a este modo de proceder; pero lo que no se debería haber hecho nunca es olvidarlo.

 

Políticos de antaño y ogaño

Durante la Transición, la clase política mantuvo una cierta lealtad para conseguir la democratización del país, sacrificando muchas cosas: quizá demasiadas. Cometimos la ingenuidad de pensar que España iba a transformarse más de lo que al final ha hecho: viejos demonios han vuelto a aflorar y campean a sus anchas. Hoy tenemos una clase política que, en general, recibe el calificativo de mediocre, favorecida por un sistema electoral que garantiza dicha mediocridad y que ninguno de los implicados se plantea seriamente cambiar. Los poderes ya no están en las instituciones, sino en las ejecutivas de los partidos, que a menudo se rigen por organismos autoritarios. Este contexto favorece comportamientos de escasa calidad democrática, como, por ejemplo, cuando el PP y el PSOE, arrogándose el papel de únicos custodios de la Constitución, pactan acuerdos que inciden directamente en la gestión de aquélla, degradando el papel de las Cámaras. Defender la democracia exige tomar buena nota de estas perversiones del sistema.

 

Una legislación mediatizada desemboca en leyes populistas

Las dos virtudes básicas del legislador son la serenidad y la prudencia. Por desgracia, hoy ambas brillan por su ausencia. Muchas leyes son reformadas al poco de ser publicadas, sin darles ocasión de madurar. Ello genera una gran inseguridad jurídica. El principio de que “el conocimiento de la ley se presume” es una ficción que debe desaparecer, porque es materialmente imposible, para los propios expertos, conocerlas todas. Por poner un ejemplo: alguien que quiera instalar un gallinero en el huerto de su casa debe tener en cuenta una maraña de normas urbanísticas, medioambientales, sanitarias, etc., una locura que sólo favorece la corrupción. Otro problema es el de la mediatización de la legislación, que suele desembocar en leyes populistas, con las que los partidos intentan autoidentificarse y distinguirse a través de los medios de comunicación.

Establecer unas bases para reformar la Administración judicial

En la Administración de Justicia hay jueces que son espléndidos, pero no pueden subsanar las deficiencias del sistema. Ni el aumento de sus sueldos ni la implantación informática, introducida en un buen número de juzgados, han sido suficiente para mejorar la Administración judicial; en general, seguimos donde estábamos. Se dice que hay escasez de medios y plantilla judicial, pero el problema es más profundo: falla el propio sistema, la forma en cómo se gestionan los pleitos. En mi opinión, convendría establecer unas bases para reformar la Administración de Justicia y unos programas específicos que se vayan adaptando a la realidad paulatinamente. Jueces y abogados tendrían que involucrarse conjuntamente para superar las carencias y errores del sistema, frente a una sociedad que no renuncia a la litigiosidad.

 

Peligroso beaterío constitucional

Una Carta Magna se puede modificar por principio. Me parece muy peligroso el beaterío constitucional organizado que sufrimos últimamente. La Constitución no puede ser consagrada como las Tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés. Entender así la vigencia constitucional es absurdo, pues olvida que el texto fue fruto de unas circunstancias muy concretas, de manera que no se ajustaba a la plurinacionalidad sociológica existente en el Estado. Fue una forma razonable y prudente de pasar página a la historia, y sus virtudes y defectos deben entenderse en este contexto. No se creó una verdad absoluta (que, en política, es inexistente). También se olvidan los cambios sociales de las últimas tres décadas. Es una necedad negar estas evidencias. Una Constitución como la de los Estados Unidos, muy breve y de grandes principios, se puede mantener 200 años a base de enmiendas. Pero una Constitución compleja como la que tenemos vigente se tiene que adaptar. De hecho, se han producido cambios constitucionales por la vía de las mutaciones; tal es el caso de la forma en cómo se ha prescindido del mandato constitucional de distinguir entre nacionalidades y región.

 

Una Cámara sin cometidos definidos

Si tenemos una Cámara de segunda lectura como el Senado es porque durante el proceso constituyente el espectro de centro-derecha quería una segunda Cámara para poder frenar posibles excesos surgidos del Congreso de los Diputados. No había experiencia. La izquierda, por el contrario, tenía la idea unicameral muy propia del estilo ideológico de la Revolución Francesa, con una visión más jacobina, en el terreno de los principios. En este panorama, el texto constitucional se fue desarrollando sin regular el Senado. Y al final, la Constitución no precisa claramente los cometidos de la Cámara Alta. Es un contrasentido que en el Estado autonómico, una Cámara que se define como territorial sea de base provincial. Después, no ha habido voluntad de arreglar este tema. Se le podría haber dado una función en política exterior; o dotarla de un poder mediador en los conflictos de constitucionalidad, como paso previo al Tribunal Constitucional, por ejemplo. Pero lo cierto es que no se ha hecho nada.

 

Estado de las Autonomías, un mal invento

La Constitución debe reformarse en lo tocante a la cuestión territorial. La unidad nacional, entendida en la expresada forma jacobina, es una ficción, porque hay dos colectividades humanas, Cataluña y Euskadi, que tienen una identidad distinta de la unidad nacional española. Y esto, en 1978, había que abordarlo. Por ello se hicieron dos estatutos, el catalán y el vasco, como paso previo a la reforma del Estado. El texto constitucional, cuyo Título VIII constituyó el difícil parto que todos conocemos, no habla del Estado de las Autonomías; es un invento posterior, consecuencia de diversos pactos extraparlamentarios como son los autonómicos. Luego vino la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico para neutralizar aquellos estatutos; la interpretación desmesurada de las Leyes de Bases, etc. El dislate autonómico actual no responde a unas demandas históricas sino a una finalidad espuria. Resultado: nadie ha conseguido su objetivo. Ni catalanes ni vascos han logrado crear un espacio que sea verdaderamente autonómico, que puedan desarrollar con libertad, ni los promotores del café para todos han acabado con los problemas catalán y vasco. El concepto de “nacionalidades”, que aparece en el artículo 2 gracias a Miquel Roca, tiene un significado que hasta ahora se ha querido ignorar. Es un tema difícil pero algún día deberá ser aclarado.

 

Orígenes del problema territorial

El origen de los problemas vasco y catalán es que aquello que hoy llamamos “España” eran en realidad “Las Españas”, un conjunto heterogéneo de territorios en los que Castilla impuso su predominio, en algunos casos manu militari, para reducir todos los reinos a sus usos y costumbres. Y así fue hasta llegar al sistema constitucional, en el que la idea de reducir todos los reinos a las leyes de Castilla se trasmuta en el concepto de “unidad nacional”. Pero dicha unidad no está basada en una síntesis de las posiciones de Cataluña, País Vasco, Valencia, Galicia y Castilla, sino en la subordinación de las primeras a la última. Mientras se siga pensando que Castilla hace España, como dijeron Ortega y Gasset y otros, habrá nacionalismos periféricos, integrados por pueblos que se resisten a perder su identidad. No hay que engañarse con frases fáciles y reflexiones huecas: estos nacionalismos son respuesta y trasunto del propio nacionalismo español.

 

Hacia la independencia efectiva del poder judicial

La reforma de la Constitución debe alcanzar también a los más altos tribunales: el Constitucional ha de estructurarse en función de la realidad plurinacional del Estado. Es imprescindible que el poder judicial halle su independencia efectiva y sea dirigido por hombres competentes, rectos, libres y capaces de llevar a cabo la reforma que necesita la Justicia. No hay un sistema perfecto, pero sí una forma equilibrada de administrarlo. En España, ello no se ha hecho. Los partidos políticos se han extralimitado en su función, trasladando sus conflictos a los poderes judiciales, de manera que todos sabemos su influencia en las decisiones de estos órganos en función del voto político de los Partidos en el Parlamento, lo que es una aberración.