1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios, Destacada

Dacha Jimenez – Grupo Bastón de Oro

DACHA JIMENEZ PEREIRAS

Madrid

18 de julio de 1977

Directora general del Grupo Bastón de Oro

 

Mujer apasionada de su profesión, la ejerce con excelencia, porque trabaja con el corazón. Hizo virtud de los valores que le transmitieron sus padres y aportó sus inquietudes a la empresa familiar. Y, sobre todo, su vocación de ayuda a los demás para garantizar la máxima calidad de vida a los usuarios de los centros que coordina. Entiende el envejecimiento como parte fundamental de la vida y subraya que, por encima de la experiencia laboral, el valor más importante es ser buena persona.

 

Siempre avanzándome a los acontecimientos

Aquellas experiencias estivales contrastaban con las del resto del año

Ejerciendo como un almirante civil

De pequeña quería ser policía para ayudar a los demás

Estudiar Publicidad cambió mi perspectiva profesional

Un tándem excepcional, del que he aprendido mucho

Una guitarra eléctrica me introdujo en el mundo de la geriatría

Constaté que mi destino en la vida era acompañar, cuidar y ayudar, tres elementos indisociables

La mejor lección de vida que jamás pude adquirir

Me centré en la calidad y diseñé un modelo de centro específico

Nuestros servicios no son hospitalarios, son un sustitutivo necesario del hogar

Seguimos siendo reticentes a ingresar a los padres en una residencia

La Ley de Dependencia no ofrecía los recursos necesarios

Cada labor cuenta y es igualmente importante, solo nos diferencian las funciones que desarrollamos

He llorado con el personal debido a la pérdida de algunos de nuestros residentes

Una familia me dio el pésame por la defunción de su pariente

El Alzheimer nos da mucho margen de actuación, pero es la peor enfermedad para los familiares

Mi hija Inés es lo mejor que me ha pasado en la vida

 

Siempre avanzándome a los acontecimientos

Mis orígenes me han ayudado a sentirme identificada allá donde me haya correspondido vivir. De madre gallega y padre madrileño, accidentalmente vi la luz en la capital española porque me adelanté a las previsiones de llegada, en unas circunstancias que presagiaban lo que sería mi vida: siempre avanzándome a los acontecimientos. Mis progenitores, Miguel y Esther, residían en El Ferrol del Caudillo, pero el carácter emprendedor de mi padre, con frecuentes viajes, inesperadamente provocó mi alumbramiento en Madrid, paradójicamente en el último 18 de julio que se celebraron desfiles en España. Mi madre, fascinada por el nombre de la protagonista de una novela, quiso bautizarme con el nombre de Dacha, en contra de la opinión de los curas de aquella época. Su empeño y determinación lograron dar con un sacerdote más laxo que accedió a sus pretensiones, y así, para toda la vida, quedé identificada con un nombre singular, asociado a las casas rurales rusas.

 

Aquellas experiencias estivales contrastaban con las del resto del año

Mis primeros recuerdos de infancia están asociados a la naturaleza, trasladándome a unos veranos junto a mis abuelos en un pequeño pueblo de Ourense. En Galicia la vida transcurre a otro ritmo, más calmado. Esta calma conforma un espíritu distinto, de gente muy atenta y, al mismo tiempo, muy adaptable a las circunstancias. Aquellas experiencias estivales contrastaban con las del resto del año, ya que siempre me crie en un entorno urbano, primero en El Ferrol y, desde los tres años, en Barcelona, donde nos trasladamos definitivamente a consecuencia del espíritu inquieto de mi padre: un hombre con una enorme visión empresarial, que atesora una gran capacidad de trabajo y absorción de ideas. De su extraordinaria competencia dan cumplida fe la puesta en marcha de negocios tan variopintos como una panadería, una constructora, una empresa de estudios de mercado y una residencia geriátrica. De él he heredado su inquietud. Reúne un sinfín de historias y anécdotas. Antes que su hija, hubiera preferido ser su nieta, para mantener con él esa relación de complicidad que suele existir con los abuelos y que es más difícil de tejer con los padres.

 

Mi padre ejerce como un almirante civil

Por familia paterna, soy descendiente del almirante Cervera, un personaje controvertido según las distintas versiones que se divulgan en la escuela, los libros o por boca de mis parientes madrileños. Gracias a ellos sé que mi tatarabuelo fue una figura impresionante y admirable, cuyo legado promovió un especial apego a la marina en el entorno familiar que propició que todos los tíos de mi padre alcanzaran el rango de almirantes, e incluso algunos de mis primos han seguido la carrera militar. Sin embargo, mi padre quiso rehuir esa condición. Tenía otros planes y otras ambiciones. En la sangre llevaba la capacidad de liderazgo, pero su espíritu era empresarial. Recuerdo un día en que el tío Alberto le preguntó cuánto cobraba. Por aquel entonces, mi padre era director general de Simago. Mi tío recibió la respuesta con un sentimiento de indignación, resignación y sorpresa, pues aquel sueldo distaba mucho de lo que él percibía. Aunque gozan de otros beneficios, históricamente los militares han sido remunerados por debajo de otros profesionales con los que podrían equipararse si nos atenemos a su responsabilidad.

 

De pequeña quería ser policía para ayudar a los demás

La sociedad suele ignorar la labor humanitaria que lleva a cabo el ejército, que en los últimos años ha asistido a cierta estigmatización. Lo sé por propia experiencia, pues la Unidad Militar de Emergencias acudió a uno de nuestros centros durante la pandemia para proceder a una desinfección. Su actuación fue exquisita, con una inmensa profesionalidad y un profundo respeto por todos los residentes, explicándonos en todo momento cada uno de los procesos y obrando con la máxima discreción. Eran conscientes del riesgo asumido, pero, ejecutando siempre las órdenes recibidas, realizaron su labor con la máxima eficiencia, con técnicas y recursos que solo ellos podían aportar. Sus funciones, como las de los cuerpos policiales, no están suficientemente reconocidas por la sociedad, aunque se orientan a ayudar a los demás. Precisamente por eso, de niña quería ser policía y la vida me ha llevado a ayudar a las personas de otra manera.

 

Estudiar Publicidad cambió mi perspectiva profesional

Precisamente por esa vocación de ayudar a los demás, a la hora de elegir mis estudios no acababa de encontrar el itinerario adecuado. A los dieciséis o diecisiete años, los jóvenes no están preparados para tomar decisiones sobre su futuro profesional. En mi época, además, no había la amplitud de formaciones que existe ahora; y no digamos en cuanto a gerontología. Pensé en estudiar Psicología, pero después de entrevistarme con el decano me asaltaron dudas y, finalmente, me matriculé en Publicidad. Aquella experiencia resultó decepcionante, ya que esa disciplina se me antojaba como un engaño a la gente, era como «decorar» malos productos para lograr venderlos. Desencantada, empecé a establecer contacto con el sector asistencial. En mi época adolescente ya había realizado actividades de voluntariado en entidades sociales. Así, mientras cursaba mis estudios de Publicidad, empecé a indagar en el ámbito de la tercera edad y decidí estudiar cursos de auxiliar de clínica y auxiliar de enfermería.

 

Un tándem excepcional, del que he aprendido mucho

Mi vida ha sido un continuo aprendizaje, y mis padres fueron, por supuesto, mis primeros maestros. Hija única, me crie en los despachos, pues siendo yo un bebé mi madre ocupaba un cargo relevante en la empresa de papá y me llevaba consigo a todas partes. Si era menester, habilitaba un par de banquetas para que durmiera o me sentaba en un puf, desde donde yo observaba todo lo que hacía sin perder detalle. Mis padres son el ejemplo de una pareja profesional hecha a sí misma, porque las razones laborales los llevaron a tomar distancia con la familia y se vieron empujados a levantar sus negocios sin ese respaldo, lo que, en aquella época, todavía adquirió un mayor valor. Forman un tándem excepcional porque, a la capacidad de mi padre como gerente y empresario, se le une la de mi madre, con una personalidad muy intuitiva, sensible y social. Trabajar junto a ellos me ha permitido conocer mejor sus virtudes.

 

Una guitarra eléctrica me introdujo en el mundo de la geriatría

En cierto momento, le dije a mi padre que deseaba una guitarra eléctrica, a lo cual me respondió sugiriéndome que, por las tardes, acudiera a ayudarles a la residencia que habían abierto recientemente. Acceder a la propuesta fue todo un acierto, porque más allá de ahorrar para conseguir la ansiada guitarra, descubrí que tenía una capacidad innata para trabajar y disfrutaba con ello. Además, alimenté mi interés por la geriatría e indagué en cómo profundizar en aquel entorno y cómo dar respuesta a una inquietud personal: ofrecer algo más que tratamientos para el dolor a las personas mayores. Así inicié varias formaciones técnicas: fisioterapia, animación sociocultural, terapia ocupacional… Más tarde, cursaría un máster en Gerontología Social, cuyo trabajo versó sobre la potenciación vital de la tercera edad, porque mi deseo era brindar la mejor calidad de vida a esas personas de un modo alternativo a los fármacos.

 

Constaté que mi destino en la vida era acompañar, cuidar y ayudar, tres elementos indisociables

Transcurrido un tiempo, con mis estudios ya finalizados, mis padres necesitaban un auxiliar para una de sus residencias. Aunque siempre ha existido una comunicación fluida con ellos, me independicé a los dieciocho años. Me ofrecí para cubrir la suplencia y, entonces, descubrí que habían creado un centro precioso, hasta tal punto que, finalizada aquella etapa, le propuse a mi padre seguir trabajando con ellos. «Tú no querrás ser auxiliar, ¿verdad?», me preguntó. Lo cierto es que me importaba poco, porque la cuestión era compatibilizar aquella labor con otras actividades. Además, había constatado que mi destino en la vida era acompañar, cuidar y ayudar, tres elementos indisociables. Aquella etapa también me permitió comprobar que mi padre era un crack como gerente y que, con mi formación técnica, podía aportar mucho al centro, incluida una nueva visión de la atención a los residentes.

 

La mejor lección de vida que jamás pude adquirir

Mi padre no solo accedió a dar continuidad a mi presencia en la residencia, sino que me ofreció la mejor lección de vida que jamás pude adquirir. Demostrando una gran sabiduría, me hizo pasar por todos los departamentos posibles. Mi primer cometido fue limpiar y, a partir de ahí, puse lavadoras, planché, hice camas… Se trataba de ayudar en todas las áreas y, al mismo tiempo, adquirir un conocimiento exhaustivo de cada una de ellas, desde el mantenimiento hasta el aprovisionamiento. Para dirigir equipos y transmitir instrucciones es necesario saber cómo se hace cada tarea, y más en este sector, donde los técnicos precisamente no abundan. Paralelamente, seguí ampliando mi formación especializada con un curso de Dirección de Residencias y otro de Dirección Hospitalaria.

 

Me centré en la calidad y diseñé un modelo de centro específico

Aquellos cursos me permitieron descubrir un área que me cautivó especialmente y que, hasta entonces, en nuestro país no contaba con el suficiente desarrollo: la calidad. Hoy, las certificaciones ISO son muy comunes, pero en aquella época, excepto las empresas del sector industrial, no se prestaba demasiada atención a la calidad. Me centré totalmente en este aspecto mientras dirigía dos centros: uno de noventa plazas y otro de ciento sesenta. Mediante la gestión de calidad, construí un modelo de centro muy específico, con pautas de ejecución muy definidas y criterios estándares de actuación. Los profesionales que tratan con los residentes no suelen tener mucho poder de decisión. Sin embargo, nosotros escuchamos sus aportaciones de una manera activa y constante, porque pueden transmitirnos las necesidades diarias que detectan en el centro. De esta manera, garantizamos un patrón de calidad a los usuarios de nuestra residencia y evitamos un hecho presente en otros entornos, incluido el ámbito de salud, donde las normas son más básicas e impera el sentido común de cada cual, que no siempre coincide.

 

Nuestros servicios no son hospitalarios, son un sustitutivo necesario del hogar

La proporción de profesionales de cada centro varía según el convenio con la Administración, pero suele situarse en torno a los diez por usuario. También está condicionado por el grado de dependencia de los residentes, denominación correcta para quienes utilizan nuestros centros, que no son ni pacientes ni enfermos. Debemos cuidar especialmente el lenguaje para evitar abrir heridas. Nuestros servicios no son hospitalarios, sino que ofrecemos un sustitutivo necesario del propio hogar para la tercera edad, donde sería algo complejo disponer de todas las atenciones que les brinda una residencia. Por propia experiencia, sé qué representa, pues si bien tengo una abuela de 97 años en casa disfrutando de una vida de calidad, mi otra abuela tuvo que ingresar en un centro porque el coste económico por mantenerla en su hogar no era asumible: tres sueldos, con su correspondiente alta en la Seguridad Social, contando con una persona a su cargo durante el día, otra por la noche y una tercera para los fines de semana. Cabe añadir que el nivel de atención no es precisamente el mismo, porque en nuestros centros contamos con un equipo de terapeutas, servicios médicos, etc.

 

Seguimos siendo reticentes a ingresar a los padres en una residencia

Las residencias son una solución que aporta tranquilidad a los hijos de los residentes… y a los mismos residentes, que no quieren ser un estorbo para ellos. De la misma manera que procuramos seleccionar la mejor escuela para nuestros niños, acorde a unos valores concretos, deberíamos escoger los centros más adecuados para nuestros padres. Es de justicia buscar el mejor espacio para la última etapa de quien nos ha dado la mejor educación. Nuestro país sigue siendo reticente a ingresar a los padres en una residencia, porque tenemos muy interiorizado que deben estar en casa, una situación muy distinta a la que se vive en Estados Unidos, donde no existe el miedo a envejecer y es un proceso que se asume como algo natural. En este sentido, creamos estos centros como un espacio adaptado a las capacidades de cada cual, donde cualquier persona puede seguir desarrollando las actividades a su alcance con el apoyo de un equipo adecuado. Realmente, cuando empecé en este sector, el perfil de usuario era muy diferente, porque la mayoría ingresaba voluntariamente, por decisión propia, para no molestar a la familia, sabiendo que allí recibían una buena atención, con personal que les hacía la cama, les preparaba la comida, controlaba su medicación… Incluso los acompañábamos al teatro o salíamos de excursión. Fue una etapa de crecimiento y aprendizaje muy importante para mí.

 

La Ley de Dependencia no ofrecía los recursos necesarios

Las residencias siguen siendo un tema tabú. La gente no quiere envejecer y evita hablar de ello, cuando es parte de la vida. No nos han enseñado a aceptar el afloramiento de arrugas, canas, el ineludible tránsito hacia la muerte… Por otra parte, los políticos rehúyen afrontar esos problemas con valentía, de cara y en toda su dimensión. La entrada en vigor de la Ley de Dependencia no ofrecía los recursos necesarios para este tipo de servicio. Para el Estado, era inviable atender todas las necesidades debidamente, menos aún si, como se planteaban, se aplicaban efectos retroactivos. Si a ello le sumamos la irrupción de una crisis como la de 2008 o, más recientemente, la del coronavirus, todo son obstáculos para poder brindar la asistencia adecuada a todo el mundo.

 

Cada labor cuenta y es igualmente importante, solo nos diferencian las funciones que desarrollamos

Nuestro grupo cuenta con seis centros (Sant Boi de Llobregat, Falset, Tarragona, Móstoles y dos en Barcelona), con aproximadamente seiscientos trabajadores y mil setecientas camas. Cada residencia dispone de su correspondiente dirección, con excelentes profesionales, fruto de un cuidado proceso de selección que nos proporciona las mejores personas, afines a nuestros valores. Cabe reconocer que se trata de un sector mayoritariamente femenino, ya que las mujeres solemos albergar un sentimiento de protección. No me atrevo a tildarlo como algo negativo, porque creo que forma parte de la vida, pero sí confío en que, en un futuro, asistamos a una corrección y cada vez contemos con más hombres en estas labores. Como coordinadora, al margen de la gestión de calidad, no suelo permanecer en el despacho, ya que constantemente visito los distintos centros. Mi madre controla el Departamento de Compras y mi padre, con casi ochenta años, ocupa la gerencia y gestiona la parte financiera y los Recursos Humanos. Su labor es fundamental, ya que es el contrapunto a mi espíritu inquieto y lanzado, a menudo proponiendo inversiones que él frena advirtiéndome de su insostenibilidad. En cualquier caso, en los centros la labor de cada uno cuenta, siendo igualmente respetable e importante. Solo nos diferencia que desarrollamos funciones distintas.

 

He llorado con el personal debido a la pérdida de algunos de nuestros residentes

A quienes nos acusan de hacer negocio con la gente les diría que nos mueve el hecho de acompañar, cuidar y ayudar a las personas y que, en este sector, el margen de beneficio es ínfimo, debiendo ajustar mucho los presupuestos para ofrecer una atención de calidad. Durante la pandemia, ha sido muy duro escuchar ciertas afirmaciones. Si el 12 % de las defunciones se ha producido en residencias, se debe a que somos un reflejo de la sociedad, que no es impermeable. Yo misma conseguí superar ocho brotes sin contagiarme. He sufrido mucho en estos últimos meses… He llorado con el personal, porque hemos vivido momentos muy dolorosos con la pérdida de personas muy queridas entre nuestros residentes.

 

Una familia me dio el pésame por la defunción de su pariente

Parte de nuestra labor es acompañar a las familias en el trance hacia la muerte. En estas situaciones, la empatía es fundamental, un valor humano que nos diferencia. Contamos con personal muy formado, pero lo que nos llena de satisfacción es saber que somos un equipo de buenas personas. Los conocimientos y las técnicas se pueden enseñar y adquirir, pero la actitud, la calidez humana y la vocación de servir al prójimo, no. Los residentes de nuestros centros forman parte de nuestra vida. Recuerdo historias de personas a las que cuidamos hace más de veinticinco años o una familia que me dio el pésame por la defunción de su pariente. Una prueba de cuánto llegamos a representar en la vida de esas personas que confían en nuestros centros.

 

El Alzheimer nos da mucho margen de actuación, pero es la peor enfermedad para los familiares

Estamos especializados en la rehabilitación de personas para una mayor autonomía y en residentes con enfermedades neurodegenerativas. A nivel profesional, el Alzheimer nos da mucho margen de actuación, pero es la peor enfermedad para los familiares. Es muy duro que no recuerden tu nombre o, incluso, que lleguen a tener miedo de ti. El Alzheimer se muestra en distintas fases. En la inicial, de negación, la persona que la sufre es consciente de que algo le está pasando, que solo puede hablar de un pasado muy lejano y pierde la memoria. A menudo, esta fase de negación va acompañada de un punto de agresividad, que se vive con mucha angustia y temor. En esta etapa, la información y la transparencia son fundamentales, explicando todo lo que estamos haciendo por su padre o su madre a los familiares y transmitiéndoles tranquilidad para que sepan que nos preocupamos de ellos y que están en las mejores manos.

 

Mi hija Inés es lo mejor que me ha pasado en la vida

Este último año ha sido muy duro. Soy una persona entregada a mi profesión, que trabaja un promedio de dieciséis horas al día, desde los dieciocho años. Estos últimos meses han sido veinte horas al día. Recientemente, mi hija Inés hizo que me diera cuenta de que hace quinientos días que no disfruto de un día de vacaciones. Ella es lo mejor que me ha pasado en la vida. Cuando nació, me pregunté cómo había podido vivir sin ella, porque con ella experimenté un sentimiento de plenitud. Con trece años, mi hija está en plena adolescencia, pero suele sorprenderme con reflexiones que revelan su extraordinaria madurez. Como cuando la animaba a salir cada día a la ventana para aplaudir al personal sanitario. Me hizo ver la incongruencia de reconocer la labor de estos profesionales y, en cambio, obviar la de otros, como los de nuestras residencias que, constantemente, se dejan la piel por el bien común de la sociedad. Aun así, le animé a participar en aquella acción, cuyo ánimo albergaba un objetivo común. Porque el agradecimiento es una práctica poco habitual en la sociedad y resulta imprescindible.