Texto del 15/07/2016
DIEGO HERRERA GIMÉNEZ
Barcelona
Experto en Derecho civil, mercantil y procesal, su formación, de base humanista, es multidisciplinar: a los estudios universitarios en Derecho y ADE suma cuatro másteres culminados con la calificación de excelencia y una intensa experiencia forense que le ha hecho acreedor de un sólido prestigio profesional en el ámbito de la ciencia jurídica. Ejerce también como asesor, administrador concursal, profesor y conferenciante habitual, y ha escrito varios libros y artículos doctrinales. «La voluntad de facere allana obstáculos y maximiza la capacidad de las personas», afirma; y tanto su extenso currículo como su experiencia así lo confirman.
Mi madre tuvo que hacerse cargo de ocho hermanos menores
Mis abuelos eran personas de clase media, naturales y residentes en Andalucía, aunque con ascendencia cántabra por la rama paterna, que disfrutaban de una situación relativamente acomodada; se dedicaban, respectivamente, a la fabricación y venta de alpargatas y de sombreros, actividades que en aquella época –primer tercio del siglo XX– tenían cierta importancia y una demanda considerable. Murieron todos ellos prematuramente, dejando a su numerosa prole en situación de orfandad y relativa indefensión; mi madre, que tenía entonces trece años y era, después de mi tío Diego, la mayor, tuvo que hacerse cargo temporalmente de los ocho hermanos menores. No eran, por cierto, tiempos fáciles: la adversa coyuntura recesiva de los años 30, iniciada en Estados Unidos con la Gran Depresión, intensificó la desaceleración de la economía española y agravó los desequilibrios estructurales, lo que generó un clima de inestabilidad política y social, que culminaría con la caída de Primo de Rivera y el subsiguiente advenimiento de la Segunda República. En semejante contexto, probablemente hubiera sido inevitable, aun en vida de mis abuelos, superar las dificultades que tuvieron que afrontar las industrias manufactureras en un país atrasado, en el que escaseaban las inversiones extranjeras y en el que más del 40% de la población activa se dedicaba a la agricultura.
En Barcelona, mi familia buscó un futuro mejor
Dos de los hermanos de mi madre decidieron venir a Barcelona, se instalaron en el Born y fundaron una empresa dedicada a la distribución de frutas procedentes de las Canarias. Les siguió poco después el menor de los hermanos varones y, sucesivamente, fueron llegando a Cataluña las hermanas con sus familias respectivas, en busca de unas condiciones de vida mejores que las que ofrecía el sur de España, empobrecido por la Guerra Civil, anclado en un pasado rural y condicionado por sus estructuras caciquiles. Habían asumido que, para ellos, cualquier tiempo pasado fue mejor, y que ya no volverían las apacibles veladas musicales en la terraza de la espaciosa casa paterna, en la plaza mayor de Albox, en donde se recreaban tocando diversos instrumentos ante la mirada complaciente de sus mayores y el presumible desespero del profesor de música. ¿Adónde fueron aquellos acordes y desacordes de la orquestina infantil familiar que, a finales de los felices años 20, alegraron las noches primaverales, en un lugar apacible de la España meridional, cuyas perplejidades Antonio Machado supo reflejar magistralmente en sus poemas?
Un padre declarado «desafecto al Régimen»
Mis padres vinieron a mediados de los años 40, una vez que mi progenitor –que a los diecinueve años, cuando estalló la Guerra Civil, era subdirector de una biblioteca pública en Almería– fue liberado de la prisión en la que las autoridades del ejército insurrecto le habían confinado. De allí salió con el estigma de las personas declaradas «desafectas al Régimen», hecho que condicionaría decisivamente sus escasas oportunidades de conseguir un empleo estable, acorde con su valía y sus capacidades personales.
Recuerdos de Sant Adrià del Besòs
Vivimos inicialmente en una casa grande y destartalada, ubicada en Sant Adrià del Besòs, cuyo único mérito estético lo constituía una curiosa extravagancia: el color rosa toscano de la fachada. Allí permanecimos unos pocos años, hasta que mi padre, por aquel entonces pluriempleado como dependiente, sombrerero y administrativo, pudo comprar un terreno urbano en Mirasol (Sant Cugat del Vallès) y construir poco a poco una vivienda, a la que nos trasladamos en 1955. De la breve etapa vivida en Sant Adrià recuerdo apenas la música y parte de la letra de «De rodillas, Señor, ante el Sagrario», una pieza memorable del cancionero católico que escribió, según creo, José Mª Pemán, y que la radio de la época reprodujo machaconamente durante el XXXV Congreso Eucarístico Internacional que se celebró en Barcelona en 1952. También, como referente icónico ineludible, la sucesión de troncos de los plátanos de sombra pintados de blanco en su mitad inferior para la ocasión, a juego con las flores arracimadas de las acacias que bordeaban la carretera que une el municipio con la Ciudad Condal. También recuerdo la imagen, un tanto misteriosa, de un arco gótico del siglo XIV «plantado» junto al puente que cruza el río Besòs y que, como pude averiguar después, fue la portada original del convento de los carmelitas descalzos. Y el patio desolado del centro denominado Grupo Escolar Oliveros, en cuyo vetusto edificio pasaba algunas horas al día, perdiendo el tiempo mientras observaba, a una prudente distancia, cómo otros niños de más edad y corpulencia practicaban el juego infantil «churro, mediamanga, mangotero», a la espera de que mi madre acudiera a rescatarme e hiciéramos juntos el viaje de vuelta a casa, donde ella cosía incansablemente, hasta muy entrada la noche, vestidos para muñecas para complementar así los exiguos ingresos familiares.
Infancia y adolescencia en Sant Cugat del Vallès
La memoria de mis años de infancia en Sant Cugat fue, sin embargo, más prolífica, intensa y diversa en las vivencias y en las ensoñaciones. El colegio del Dr. Perbellini, en el que cursé la enseñanza primaria, estaba en Valldoreix, a una distancia de cinco kilómetros que había que recorrer a pie, y que las inclemencias del tiempo durante los meses invernales parecían alargar en el camino de vuelta, demostración empírica de que Einstein tenía toda la razón al formular su famosa teoría. En el mismo o parecido orden de percepciones subjetivas de la realidad, la soledad de quienes vivíamos allí todo el año acentuaba la sensación de frío invernal cuando los veraneantes se marchaban cerrando sus casas hasta el año siguiente, dejándonos a los residentes la ardua tarea de gestionar los recuerdos y las emociones de los momentos compartidos. Como dijo Rainer Maria Rilke, «la verdadera patria del hombre es la infancia», y no hay que dejar que la indolencia o el desarraigo nos lleven a la penosa condición de apátridas emocionales.
Durante la posguerra, mi padre nunca nos habló de su filiación política
Las variaciones estacionales no ocurrían bruscamente, sino de forma gradual: durante el mes de septiembre, el autobús de las siete de la tarde, que tenía el punto de partida en el Hotel Mas Janer, se llevaba hasta la estación de Mirasol a los compañeros de juegos y de aventuras, y era entonces cuando inexorablemente surgían los primeros interrogantes sin respuesta acerca de la aparente suerte de algunos, en contraste con la desdicha aparente de otros; germen de futuras actitudes de reivindicación de derechos intuidos, y a veces de injustos reproches contenidos hacia el pater familias que, en el mejor de los casos, sirvieron de estímulo para la superación de limitaciones y circunstancias adversas. Tal fue mi caso, inspirado por el callado esfuerzo de mi padre, quien nunca se resignó a aceptar predeterminaciones injustamente impuestas por acontecimientos históricos ajenos a sus merecimientos y eventuales responsabilidades. Su actitud, inasequible al desaliento, contrastaba con la falta de explicitud de las causas que la motivaban: ni una sola vez nos habló, ni a mis dos hermanos ni a mí, de los avatares de la Guerra Civil ni de su adscripción política, como si quisiera evitar que tan espinoso tema pudiera perturbar nuestro ánimo. Solo en los últimos años de su vida cuando, ya jubilado, me pidió que le ayudara a tramitar la solicitud de una pensión por la prestación de sus servicios en la intendencia del ejército republicano con el grado de teniente, supe que había sido interventor de mesa de un partido de izquierdas en varias elecciones.
Un adolescente amante de la poesía y la literatura
Mi primer paso hacia la superación de los condicionantes circunstanciales fue cursar el bachillerato en el instituto Ausiàs March de Barcelona, ubicado en la calle Muntaner, justo enfrente de la lujosa mansión de Julio Muñoz Ramonet. El instituto ocupaba una manzana entera; en la parte posterior tenía un frondoso y cuidado jardín, y al fondo, un amplio frontón que hacía las veces de pista polideportiva: todo un lujo en tiempos de penuria. Allí aprendí mis primeras palabras en lengua inglesa y pude leer los poemas de Ausiàs March, descubriendo, de este modo, a través del lenguaje poético, las sinalefas y elisiones del catalán medieval, que caracterizan y enriquecen la gramática y la fonética de este idioma, perseguido de manera implacable por las autoridades del régimen franquista, y tan necesitado de un proceso de inmersión lingüística, que adquirió por fin carta de naturaleza con la entrada en vigor de la Ley 7/1983 de normalización lingüística, aprobada por el Parlament de Catalunya por abrumadora mayoría, y cuyos resultados han sido altamente satisfactorios al consagrar el catalán como lengua propia de este país, también en la enseñanza. La lectura de algunos poemas de Ausiàs March resulta muy sugerente para cualquier adolescente ávido por descubrir los resortes ignotos del sentimiento amoroso y su virtual inmortalidad. Así, cuando dice: «reclam als meus predecessors, cells qui amor llur cor enomorà, e los presents e lo qui naxerà, que por mos dits entenguen mes clamors… E lo desig en mi no morrà». Ahí nació mi afición por la poesía, entendida como el arte de expresar el sentimiento estético a través de la palabra, como tan magistralmente han sabido hacer, entre otros poetas catalanes, Gil de Biedma, Barral, Margarit, Goytisolo, Foix, Espriu, Carner y Màrius Torres; la lista se haría interminable si se añaden otros poetas en castellano, como Neruda, García Lorca, Machado, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Jorge Guillén y un largo etcétera, sin olvidar la admirable prosa poética de Mauricio Wiesenthal. Bien puedo decir que la literatura y, dentro de ella, la poesía, me ayudaron a transitar desde el concepto idealizado e inalcanzable del amor platónico –que, como es sabido, Platón trató en El banquete, Cervantes en El Quijote y Dante en La Vita Nuova– al amor carnal, sin excesivos traumas, lo que no es poco desde la perspectiva, siempre insegura, de un adolescente. Cual si de una premonición se tratara, algunos años más tarde, mientras esperaba en la estación de Mirasol la llegada del tren, que se había averiado, conocí a una chica de dieciséis años, bella, rubia, de ojos azules y tez clara, que me pareció la reencarnación de la musa de Petrarca, cuya descripción idealizada había leído en el Canzioniere del autor toscano.
La inolvidable experiencia de actuar en el Palau de la Música
El Instituto Ausiàs March no era, por lo demás, un centro de enseñanza secundaria al uso, sino una rara avis en el ámbito de la oferta educacional barcelonesa de la época, que gozaba de cierto margen de libertad metodológica y de un meritorio aperturismo de la dirección y del profesorado, lo que posibilitó la existencia de actividades culturales optativas, más propia de algunos centros elitistas; así, pude formar parte de la coral del centro, que dirigía Àngel Colomer i del Romero, y actuar en el Palau de la Música de Barcelona; una experiencia que recuerdo con particular emoción, pero que no tuvo continuidad porque, una vez concluido el bachillerato elemental y superado el examen de reválida, la difícil situación económica de la familia me obligó a proseguir mis estudios en régimen nocturno, compatibilizándolos con la actividad laboral, que fue desde entonces –a mis catorce años recién cumplidos–, una constante en mi vida. La tópica pregunta «¿estudias o trabajas?» no tuvo nunca, en mi caso, una posible respuesta disyuntiva.
De aprendiz a empresario y Presidente de la ANCED
Empecé trabajando como aprendiz en una empresa de encuadernación, lo que supuso para mí una aproximación prosaica al mundo de la literatura y me permitió averiguar, de paso, la polisemia del término «cabezadas», que no solo alude al movimiento involuntario que hace quien se adormece sin estar acostado, sino también a un elemento accesorio de la encuadernación en tapa dura. De allí pasé a otra empresa, dedicada a la fabricación de aparatos de electro-medicina, y después, a un grupo editorial con numerosas delegaciones y filiales extranjeras, en cuya sociedad matriz desempeñé funciones administrativas, hasta acceder al cargo de Director Financiero cuando cumplí los veinte y, sucesivamente, al de Director Gerente y Consejero del grupo de empresas. A principios de los ochenta, constituí dos sociedades: Aude Gestión de Empresas, S.L., y Centro de Tecnología Educativa, S.A., y asumí su dirección ejecutiva. La primera tenía como objeto social el asesoramiento integral a emprendedores, y la segunda era, y sigue siendo, una editorial de textos para la formación y un centro de enseñanza a distancia. En 1978 fui nombrado presidente de la Asociación Nacional de Centros de e-learning y Distancia (ANCED), cargo en el que permanecí durante ocho años y desde el que pude proponer y negociar la inclusión expresa de esta modalidad en la LOGSE; presentar alegaciones y propuestas concretas respecto de las normas de desarrollo de dicha ley orgánica, entre otras; redactar y suscribir convenios de colaboración con diversas entidades públicas y privadas, y participar activamente en foros internacionales. Asistí a múltiples reuniones (en París, Turín, Roma, Caracas, Estambul, Madrid y Barcelona) e impartí conferencias sobre temas de interés común, relacionados con el tratamiento normativo de la enseñanza a distancia en España y en los demás estados de la Unión Europea.
El alumno se convirtió en profesor ocasional
Mi formación discurría, entretanto, por cauces e itinerarios heterodoxos, proporcionándome una base de conocimientos multidisciplinares pero interrelacionados que, a la postre, me serían de gran utilidad: Técnicas Financieras, Análisis Económico, Contabilidad, Mercadotecnia, Gestión Fiscal, ADE, Derecho… Nada especialmente destacable, salvo tal vez el hecho de que, en paralelo, dedicaba parte de mi escaso tiempo libre a impartir clases, relacionadas con las materias en las que había alcanzado un nivel de conocimientos razonablemente suficiente. El alumno se convirtió así en profesor ocasional, y puedo decir que no defraudé la confianza de quienes me contrataron, si he de juzgar por las generosas evaluaciones de los discentes que he ido recibiendo a lo largo de los años. Y ha sido y sigue siendo, además, un modo eficiente de obtener formación continua para quien lo practica. Cierto es que el itinerario formativo que he seguido puede parecer, a primera vista, un tanto asistemático, pero, a falta de mejor guía, encontré intuitivamente, salvata distantia, el camino hacia el que orientar mi formación de base en las materias troncales del Trivium, que San Isidoro de Sevilla sistematizó en sus Etimologías: la gramática, que proporciona los medios para saber expresarse con propiedad; la dialéctica, para argumentar y discutir, y la retórica, para deleitar y persuadir. ¿Qué otra cosa, amén de los conocimientos propios del Derecho, precisa un abogado para ejercer su profesión?
Cuando vi Matar a un ruiseñor supe que quería ser abogado
En el trasfondo de mis decisiones adolescentes había siempre cierto influjo de la literatura y del cine. Me marcaron algunas obras de ficción, como El manantial, de Ayn Rand y, señaladamente, la película Matar a un ruiseñor, sobria y admirablemente protagonizada por Gregory Peck en el papel del abogado Atticus Finch. Cuando la vi por primera vez decidí que algún día sería abogado; y así ha sido. Puedo afirmar con plena convicción que, en este terreno, he logrado lo que quería, y lo que es a mi modo de ver más sugestivo: el ejercicio de esta noble profesión me ha proporcionado la oportunidad de integrar en los escritos procesales y actuaciones forenses mis modestos conocimientos de literatura, oratoria y psicología, y mis principios éticos. ¿Se puede pedir más? La diversidad de disciplinas y materias que conforman mi formación no es en modo alguno indiciaria de una actitud desconcertada, pues siempre he sabido lo que quería ser y lo que me gustaría hacer; así, dejando poco margen al azar, la suerte me ha acompañado, pues, como dijo Séneca: «El viento nunca sopla a favor de quien no sabe a dónde va».
He intentado seguir el consejo griego «conócete a ti mismo»
Con relativa frecuencia, las personas se orientan por lo que quieren ser y no por lo que en realidad son. Y esto nos lleva a plantearnos una pregunta clásica: ¿Cómo puedo llegar a ser yo mismo? Alguien dijo que ser fiel a uno mismo es la mayor libertad que tenemos. Como tuve ocasión de comprobar en un viaje a Grecia, el aforismo «conócete a ti mismo» figura inscrito en el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos, de modo que no se trata de una cuestión propia de la psicología o la introspección moderna, sino un sabio consejo esotérico de la antigua filosofía griega, que he procurado seguir en la medida de mis posibilidades. No estoy seguro de haberlo conseguido plenamente, porque a veces tengo dudas metafísicas al respecto; pero sí lo estoy de que es imprescindible intentarlo, como prius necesario para conocer a los demás. Y, en tanto que ciudadano concernido por los problemas de la sociedad, para interpelar a quien corresponda y estar, cuando se me requiera, en situación de dar una respuesta prudente y solidaria a los problemas, interrogantes y perplejidades que nos deparan los acontecimientos de la vida cotidiana. Parafraseando la oración de Tomás Moro, Señor, concédeme serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para conocer la diferencia.
Elegir libremente también implica realizar renuncias
La libertad es eso y muchas otras cosas, y la he utilizado en mis decisiones personales, consciente de que elegir libremente implica también renunciar a aquello que descartamos en el proceso decisorio. Quería ser abogado y lo he sido; quería ganarme la vida con mi trabajo y lo he conseguido; deseaba proyectar mis conocimientos y principios en otras personas sin coartar su libertad de decisión, y creo que lo he logrado en alguna medida, por lo menos en cuanto concierne a mis dos hijos, Christian y Laura, ambos letrados, y a Maya Sequeira, mi otra socia profesional, excelente procesalista, en el despacho de abogados que dirijo; aspiraba, en fin, a conseguir la aprobación de mi entorno, aspiración consecuente con la naturaleza de ser social y contingente de la persona humana, y puede que lo haya conseguido.
Mi balance vital lleva consigo luces y sombras
Pero todo ello ha sido a costa de no pocas renuncias, puestas en evidencia por la difícil conciliación de las obligaciones profesionales y el tiempo dedicado al estudio, con el ocio y –lo que es más importante– con la vida familiar, terreno este en el que confieso que tengo bastante que desear. Y es que cohonestar en armonía el trabajo y el estudio, la relación social, el entretenimiento y la vida de familia es harto difícil; los resultados conseguidos no suelen estar a la altura del esfuerzo que requiere. Toda decisión sobre cuestiones trascendentes lleva aparejado un riesgo de desacierto, que solo se verifica eventualmente «a misas dichas». Visto así, debo admitir, a fuer de sincero, que el balance evaluativo presenta luces y sombras. El factor trabajo ha tenido una intensidad excesiva, y las condiciones en que se ha desarrollado el largo proceso de formación no han sido las más adecuadas. Pero, si se me permite la paráfrasis evangélica (Juan 1:5): «La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecieron». El forzoso abandono de las clases lectivas «regulares» durante parte de la educación secundaria y universitaria, incluyendo la formación para el doctorado, se han saldado con éxito en los resultados –he obtenido buenas calificaciones y nunca tuve que repetir exámenes de ninguna asignatura–; si bien la ampliación y consolidación de los conocimientos adquiridos en el ámbito del Derecho y la Dirección y Administración de Empresas se han producido, en buena medida, después de obtener las respectivas titulaciones, merced en parte a los másteres cursados, a las clases impartidas por mí en cursos de postgrado e, indudablemente, al ejercicio profesional.
La música influyó en la conformación de mi personalidad
He mencionado la literatura y el cine como fuentes de inspiración exógena para la elección de mi profesión, pero no sería correcto soslayar la influencia de la música en la conformación de mi personalidad. Muchas canciones se han ido enlazando en mi memoria sentimental, como Unchained Melody, configurando así la heteróclita banda sonora de mi vida, en la que se encadenan las arias más sublimes –Oh, mio babbino caro y Pie Jesu, por ejemplo–, con baladas románticas de consumo popular. Algunas de estas me permitieron aprender, sin darme apenas cuenta, la bellísima lengua italiana, de modo que he tenido como profesores nativos, sin que ellos lo sospechen, a Nico Fidenco, Gianni Morandi, Adriano Celentano y Paolo Conte, entre otros. Con todo, he de reconocer que mi currículo presenta no pocas lagunas y asignaturas pendientes, como mejorar mi limitado conocimiento de lenguas extranjeras y saciar mis ansias de lectura, impulso apremiante que experimenté durante la visita a la imponente Biblioteca Nacional Austriaca, en un reciente viaje a la ciudad de Viena.
Fui cantante del grupo de música pop Darings
Traté de sustituir mi modosa participación en la coral del instituto con la formación de un conjunto de música pop –Darings–, en el que asumí el papel de vocalista, y pude disfrutar fugazmente del éxito y la popularidad puntual y efervescente entre las chicas quinceañeras en varias actuaciones (Palau Municipal d’Esports de l’Hospitalet, Casino de Rubí, Radio Barcelona…). El inefable Salvador Escamilla consideró que teníamos futuro y nos animó a grabar una maqueta y a promocionarnos, a condición de que mejoráramos la calidad de los instrumentos musicales –guitarras, amplificadores, batería y micrófono–; pero el presupuesto superaba con creces nuestras posibilidades de gasto, de modo que ahí terminó el recorrido del conjunto: el dinero se erigió así en obstáculo insalvable y contrapunto de lo que fue una buena noticia prospectiva, aunque quimérica. Nos quedamos con las ganas de emular a los Sírex, a los Mustang y a los Gatos Negros, a quienes habíamos visto actuar en el Hotel Russiñol de Valldoreix, reconvertido ahora en residencia para la tercera edad.
Relatividad del espacio-tiempo
De acuerdo con mi experiencia, conviene evitar el apriorismo «no tengo tiempo» y formularse reflexivamente la pregunta ¿qué puedo hacer para optimizar mi tiempo dando así cabida a aquello que deseo o me conviene hacer? Esta y otras recomendaciones de orden práctico me fueron proporcionadas hace ya muchos años por algunos profesores de ESADE, dispuestos a poner en cuestión algunos tópicos firmemente arraigados entre nosotros, como el mérito japonés de la fidelidad a una sola empresa, contraponiéndolo a la adhesión a la movilidad en el empleo que la globalización de la economía y el fenómeno de la deslocalización de muchas industrias ha acabado imponiendo impasiblemente. Recuerdo que, en una ocasión, el profesor Fred Wechler abordó la cuestión del tiempo disponible con un sencillo ejemplo tridimensional: nos mostró una gran copa de cristal transparente e introdujo en ella todas las bolas de golf que cupieron, hasta rebasar el límite de los bordes de la misma, y nos preguntó seguidamente si creíamos que la copa estaba completamente llena, lo cual era evidente. No debió de gustarle nuestra respuesta, prácticamente unánime, porque a continuación sacó de su maleta un saco de arena fina y lo volcó en el mismo recipiente y, ante la estupefacción de los alumnos, dijo que aún cabía algo más: agua, poniendo así en evidencia la precipitación de nuestro aserto. El experimento no tiene, en realidad, ningún misterio, pero nos hizo reflexionar sobre la relatividad de las coordenadas espaciotemporales, que tantas veces limitan nuestras decisiones o coartan nuestras indecisiones.
Si la fe mueve montañas, la voluntad allana obstáculos
Algo de eso habrá servido para que, un tanto inopinadamente, añadiera a mis muchas ocupaciones la autoría de ocho libros y numerosos artículos, todos ellos relacionados con temas de derecho fiscal y concursal, escritos en la intangibilidad de mi tiempo libre. Dejo para mejor ocasión la futura publicación de un libro de poesías. No pretendo, en fin, dar a entender que mi gestión del tiempo disponible es un ejemplo a seguir, habida cuenta de que ya he manifestado mis reservas al respecto. Pero sí explicar razonablemente que, si la fe mueve montañas, no es menos cierto que la voluntad de facere allana obstáculos y maximiza la capacidad de las personas.
En Herrera Advocats estamos orientados hacia la excelencia
En una de mis esporádicas incursiones en el mundo conceptual del management norteamericano, aprendí algunas técnicas de gestión aplicables a las actividades profesionales de carácter liberal, de las que la abogacía es exponente paradigmático. La aplicación del sistema SOPP (Sistematización de Objetivos, Programas y Presupuestos) en los despachos de abogados obliga a definir, a priori, su filosofía de gestión y los principios en que se basa, y a verificar la adecuación de las capacidades y actitudes de los profesionales, que constituyen su capital humano, en orden a la consecución de los objetivos concretos que se proponen, en armonía con una determinada estrategia y con absoluto respeto de sus principios. Como decía Francisco Tomás y Valiente, eminente jurista, expresidente del Tribunal Constitucional y modelo de civismo y tolerancia, que murió en 1996, víctima del terrorismo, los principios no se discuten. Se aceptan o se rechazan, pero, una vez aceptados, deben asumirse y ser cumplidos. Y en Herrera Advocats, la conformidad con esos principios deontológicos y finalistas, orientados hacia la excelencia, y su observancia, son algo así como un requisito de admisión y permanencia sine qua non. El mejor trabajo y el mayor rigor y esfuerzo en la defensa de los intereses de nuestros clientes están en el ADN de nuestro despacho, y así se explica el alto porcentaje de casos ganados y de problemas resueltos a satisfacción de quienes han contratado nuestros servicios.
Calidad profesional y humana de los integrantes del bufete
Pero, como reza la locución latina sic transit gloria mundi, los triunfos son efímeros, y en el mundo de la abogacía lo son tanto como el esplendor en la floración de los cerezos. Cada caso es un mundo y una oportunidad para aplicar el Derecho de manera eficaz y eficiente, y requiere un adecuado estudio previo y una negociación o, en su caso, una acción judicial bien planteada para optimizar las expectativas de consecución de un resultado satisfactorio. Con parecido esmero al que los agricultores del valle del Jerte aplican para conseguir, año tras año, espectaculares floraciones y los mejores frutos. La cohesión del equipo humano de Herrera Advocats, que fundé en 1992, y la calidad profesional y humana de sus miembros, que hago también extensiva a los colaboradores que no tienen la condición de socios, son una garantía de futura continuidad del despacho, siguiendo la impronta y las pautas de actuación que lo han caracterizado y prestigiado durante sus casi veinticinco años de existencia.