Pere González Nebreda y Eva González-Nebreda
Fotografia cedida
TH, 9è VOLUM. Biografies rellevants dels nostres arquitectes

Sr. Pere González Nebreda

La suerte que corrieron algunos de sus familiares marcó el talante personal de este profesional, capaz de ponerse en los zapatos del otro. En su día llegó a ser el arquitecto más joven de España, pero culminar esa carrera solo era el inicio para alguien que complementaría su formación inicial para convertirse en un experto de referencia en el ámbito de las valoraciones urbanísticas, perito judicial y más tarde en mediador.

Mis padres sufrieron la Guerra Civil

Mis recuerdos infantiles se inician en Barcelona. Soy el cuarto de cinco hermanos con una hermana más joven, si bien el primero, nacido en plena Guerra Civil, falleció al poco tiempo de haber venido al mundo. Las condiciones de vida de la contienda no resultaban fáciles y los índices de mortalidad infantil eran altos. El capítulo bélico se cobró algunas vidas en mi familia, todas en la retaguardia. Parientes a quienes no pude llegar a conocer, tanto de la rama paterna como de la materna. Y es que las circunstancias personales llevaron a que ambas familias sufrieran respectivamente la represión de los distintos bandos.  Por ello, en nuestro hogar se recordaba muy dolorosamente ese episodio histórico. Pero eso no evitaba que en casa se hablara de la guerra. Al contrario: creo que era un ejercicio terapéutico, tanto para canalizar el dolor como para que las reflexiones que emergían contribuyeran a que ese capítulo no volviera a repetirse.

Detuvimos el tráfico en pleno Eixample para lanzar un penalti

Mi padre era funcionario y mi madre, ama de casa. Vivíamos en el Eixample, en una casa con un amplio espacio para estudiar y una buena biblioteca. Aunque éramos una familia humilde, ese entorno propició que pudiéramos labrarnos un futuro profesional digno. Los dos hermanos mayores acabaron cursando Ingeniería y, en cierto modo, marcaron mi trayectoria. Los primeros años de mi vida los asocio al juego en la calle. Todavía conservo en la memoria una anécdota: cuando tenía seis o siete años y jugábamos al fútbol, en la calle detuvimos el tráfico porque había que lanzar un penalti. Creo que debía ser el cruce de la calle Entença con la avenida de Roma. Los escasos coches que había respetaron el ruego y, una vez ejecutada la pena máxima, el tránsito se restableció. Eran años en los algunas vías estaban sin asfaltar y por la avenida de Roma discurría el tren en una zanja. Las fachadas, la calle, la tierra y el tren son la imagen de referencia que tengo de esa infancia, que transcurrió feliz y sin acontecimientos extraordinarios.

Nuestro instituto se nutría de profesores universitarios represaliados

Mi formación transcurrió en el instituto Balmes. Fuimos unos alumnos privilegiados, ya que contamos con un profesorado de alto nivel. Los docentes del centro eran universitarios que, por su trayectoria, habían sido represaliados y degradados a profesores de instituto. Los habían derivado a ese centro que era anexo a la Universidad, donde unos niños de diez años podíamos contar con académicos de literatura que nos impartían gramática. Lo mismo ocurría con otras asignaturas. Es algo que no supe valorar hasta más tarde. Un episodio afortunado que, pese a todo, escondía un aspecto amargo, como es que los profesores eran personas represaliadas por su afinidad con la República o con la izquierda. En esa época la política se vivía a flor de piel. Y cada día, antes de entrar en clase, teníamos que formar, cantar el Cara al sol y subir en formación hasta las aulas. Era un mundo contradictorio, donde se fomentaba una disciplina semejante a la de un cuartel y donde las niñas estudiaban segregadas en la escuela vecina mientras nuestra enseñanza recaía en personas ajenas al régimen. Hay que decir que esos profesores observaban un comportamiento respetuoso y neutro, tal vez por miedo, pero con gran dignidad. Al mismo tiempo, debo agradecer a mis padres que, pese a ser católicos, optaran por que mi educación fuera laica.

Todas las ideologías políticas democráticas me merecen respeto

Que en casa se hablara abiertamente de la Guerra Civil y de sus consecuencias contribuyó decisivamente a que me convirtiera en una persona capaz de respetar cualquier ideología. Tengo amigos de toda condición política, no estoy en contra de nadie y, para mí, cualquier opción alberga aspectos interesantes. Es cierto que, a lo largo de la historia, han surgido ideologías perversas basadas en la supremacía racial, como el nazismo, o el mal llamado “socialismo real”. Esas ideologías no me producen respeto sino desprecio y temor. También recuerdo la etapa del apartheid en Sudáfrica, en la que los gobiernos actuaban basándose en lo que consideraban mejor para la raza blanca, despojando a los negros de todo rasgo de humanidad. Ese país constituyó un buen ejemplo de que el progreso económico y social no siempre está intrínsecamente unido a la esencia de la democracia.  Después Sudáfrica, nos dio un ejemplo todavía mayor en la reversión pacífica del conflicto de la mano de Nelson Mandela, uno de los políticos que más he admirado.

Quise participar de la construcción de la ciudad y del mundo

La decisión de ser arquitecto la tomé siendo muy joven. En casa me auguraban que no tendría trabajo. Argumentaban nuestra pertenencia al estrato social medio, con lo que difícilmente conseguiría encargos por no disponer de contactos entre la sociedad pudiente. Pero a mí me atraía esa profesión, en la que, a diferencia del resto, tienes que imaginar espacios y después hacerlos realidad, construirlos. Para ello son necesarias determinadas habilidades, como dominar el dibujo y la capacidad de abstracción para concebir algo que no existe. Urbanita desde la infancia, mientras crecí acumulé recuerdos de una ciudad que se estaba construyendo. Soy capaz de recordar casi cada pavimento de esa Barcelona de los cincuenta. Ya entonces comprendí que todo aquello que me rodeaba había sido previamente concebido y diseñado por alguien: una calle, una fachada, una intersección, una plaza. Antes de que se concretaran en el paisaje urbano, alguien había tenido que idearlas y dibujarlas.  De haber nacido en una masía, esa reflexión no me la habría planteado. En una ciudad todo lo que ves ha sido diseñado con anterioridad. Incluso la porción de cielo que contemplamos responde a las proporciones que guardan las alturas de los edificios con las calles a que dan fachada. Paseando por las estrechas calles del casco antiguo de Barcelona, compruebas que la altura de los edificios te brindan una luz, unas sombras y una visión determinada del cielo. Antes de ser edificado, todo eso tuvo que ser pensado y dibujado. Curiosamente, algunas calles de nuestro barrio gótico presentan idénticas proporciones que las grandes avenidas de Nueva York, flanqueadas por sus altos rascacielos. Era muy joven cuando me dije que yo también quería participar de la construcción de la ciudad, que quería sumarme a esa labor de pensar y concebir espacios donde la gente desarrolla su vida.

Con el dibujo puedes explicarte sin palabras

Dibujar bien es una de las virtudes que admiro. Dibujar es aprender a mirar, que no es lo mismo que ver. En mi época de estudiante, ejercí de profesor de Dibujo para costearme la carrera. No obstante, siempre he observado esta disciplina como instrumento, pues dibujo lo justo para defenderme en mi profesión. Sé lo que es dibujar de manera extraordinaria porque entre mis compañeros arquitectos se cuentan algunos que me provocan sana envidia. El dibujo permite explicarte sin palabras. La pintura también me apasiona, aunque no me he dedicado a ello ni poseo la técnica necesaria. Cuento con una amplia colección de pinturas, hechas por amigos, ya que durante mi juventud frecuenté ambientes pictóricos. Una vez que visité la Fundació Miró, no pude evitar fascinarme ante los tres cuadros azules de una de las salas. Estuve una hora contemplándolos, en silencio y en soledad. Nunca olvidaré la sensación vivida en esa visita.

Me convertí en el arquitecto más joven de España

La arquitectura solo podía estudiarse en Madrid o en la Escuela de Barcelona. Invertí el mínimo tiempo en los estudios: los siete cursos que duraba la carrera. Y con apenas veintitrés años, me convertí en el arquitecto más joven de España. Siempre fui un chico aplicado, pero en la etapa universitaria había una exigencia añadida: en casa no había recursos para hacer frente a esos estudios y la manera de acceder a la matrícula gratuita residía en lograr la excelencia en las calificaciones.  En ese aspecto me considero en deuda con la sociedad. En aquella coyuntura, la sociedad se portó bien conmigo, y aquello alimentó en mí un compromiso con ella y el deseo de corresponderle debidamente. Por esas razones, más adelante dedicaría esfuerzos al Col·legi d’Arquitectes de Catalunya e impulsaría la Agrupación de Arquitectos Peritos Forenses, y más tarde otras iniciativas, con el deseo de retornar a la sociedad una parta de lo que me fue dado.

La policía irrumpió a caballo en la universidad, a golpe de porra

De aquella experiencia universitaria guardo distintos recuerdos. Uno de ellos es el de trasladar pesadas mesas de dibujo a la Diagonal con el ánimo de cortar la circulación. Y de los enfrentamientos con la policía cuando irrumpía, tanto en las concentraciones en la calle como en las instalaciones universitarias. Un día, se organizó una sesión de lectura de poemas de Miguel Hernández, a quien entonces prácticamente nadie conocía. El acto se revelaba prohibidísimo, razón por la cual los «grises» entraron a caballo en la universidad, dispuestos a evacuar a los estudiantes a golpe de porra. Es una imagen que me quedó grabada. Probablemente debió de ser en uno de los dos cursos previos que teníamos que superar antes de ingresar en la Escuela de Arquitectura, el primero de ellos en el edificio de la plaza Universitat. Fue una experiencia interesante es porque, en el primer año, estábamos mezclados estudiantes de todas las ramas científicas: matemáticas, física, química, biología y arquitectura. Resultó muy enriquecedor el contacto con jóvenes de inquietudes distintas.

Crueldad del cero que devino terapéutica

Si los cursos previos eran selectivos y de alta exigencia, al llegar a la Escuela de Arquitectura constatamos que nos esperaba una senda angosta. Lo comprobé en el primer examen de dibujo lineal. Pese a manejarme bien con el dibujo (incluso había ayudado a mis hermanos en sus proyectos de ingeniería), me estrené con un cero. No fui el único, pues la calificación fue general, y a lo sumo había esporádicos «unos» y «doses». En ese momento la decisión del profesor se me antojó de una enorme crueldad. Pero con el tiempo he comprendido que aquello resultó terapéutico. Era la mejor manera de advertirnos de que teníamos mucho que aprender. Y debíamos aplicarnos porque esos primeros cursos eran un filtro estricto. Disponías de unas pocas convocatorias y, en caso de no superar el curso, perdías la opción de entrar en la Escuela. Yo no me amilané, pero algunos amigos míos, tras encadenar cuatro ceros, sucumbieron a la presión, se desanimaron y abandonaron su propósito.

Un filósofo fue quien más marcó mi carrera académica

Federico Correa, que impartía Composición Arquitectónica, se empleaba con una seca pero elegante crueldad. Te invitaba a mostrar los proyectos en la pizarra y corregía sin piedad. Te espetaba comentarios tales como: «No pierda más el tiempo, pues usted no conseguirá ser arquitecto» o «No engañe más a su familia, que está tirando el dinero con usted». En esos momentos, el aludido maldecía sus huesos, a pesar de que, en ocasiones, tal vez tuviera razón. Como él, varios profesores marcaron mi paso por la universidad. Pero ninguno como Xavier Rubert de Ventós, que paradójicamente no es arquitecto, sino filósofo. Apenas siete años mayor que yo, como docente era extraordinario. Su primer libro, El arte ensimismado, dejó una profunda huella en mí. Es un libro de culto, de aquellos densos que apenas puedes leer unas páginas al día para asimilar el contenido.  Texto, que complemente con “La teoría de la sensibilidad” del mismo autor. También asistí a algunas clases de Joan Margarit, catedrático de Estructuras, pese a que él se define como poeta, y en eso es un sabio. Sin embargo, quien más influencia tuvo en mi profesión fue Agustín Borrell Calonge, primero como jovencísimo profesor de Arquitectura Legal, después como compañero, más tarde como amigo entrañable. Me inoculó el gusanillo del respeto a las normas por las que se rige la arquitectura y la construcción, y la necesidad de conocerlas a fondo para mejor aplicarlas. Años más tarde, quise complementar mi formación con dos postgrados vinculados a la profesión. Una es la diplomatura en Arquitectura Legal y Forense, en la Universitat Pompeu Fabra. La segunda, también en la UPF,  es la de Mediación, otra disciplina que me despierta gran interés.

Nuestra obra nos sobrevive y queda perpetuamente expuesta

La mediación cambió mi perspectiva y mi forma de actuar. Me ha permitido adquirir la capacidad de salir de mis zapatos para ponerme en los del otro (o en la piel del otro). La mediación me sirve para ir por la vida, y por la profesión, comprendiendo los sentimientos y las emociones de quienes me rodean. Pocas cosas me han marcado tanto. La humildad, o levedad, me lleva recordar una reflexión de Alejandro de la Sota, brillantísimo arquitecto, quien subrayaba que nuestra profesión, a diferencia de otras, genera obras que, una vez construidas, quedan sujetas a una exposición permanente y perpetua, que nos sobrepasa. Si a un pintor no le satisface uno de sus cuadros, puede guardarlo, esconderlo o incluso quemarlo. Pero si el edificio que hemos construido es un despropósito, nos sentiremos avergonzados cada vez que crucemos ante él y quedaremos eternamente expuestos a la ignominia, porque esa construcción nos sobrevivirá. Personalmente, no me avergüenzo de ninguna de mis obras, aunque sí que alguna de ellas ahora la diseñaría de manera distinta.

En plena Guerra Fría, proyecté el edificio de la embajada checoslovaca en España

Mi proyecto final de carrera lo condicionó mi pasión por viajar. En aquella época, resultaba complejo ir al extranjero. Para superar ese obstáculo, se me ocurrió que mi proyecto final de carrera fuese la embajada de Checoslovaquia en España. Se antojaba un objetivo complicado, pues entonces no manteníamos relaciones diplomáticas con ese país, situado al otro lado del Telón de Acero. El pasaporte no servía para viajar allí. Aun así, persistí en mi propósito y, durante cuatro meses, estuve visitando las embajadas españolas y checas repartidas por Europa. Resultó un ejercicio muy provechoso, que pude llevar a cabo gracias a un salvoconducto expedido por el Ministerio de Asuntos Exteriores, en Madrid. Sin embargo, no pude conocer Praga hasta varios años más tarde. En ese proyecto, planteé un edificio rojo, de talante contestatario, como correspondía a un país de la órbita soviética. El Tribunal quedó satisfecho del ejercicio (por supuesto, realizado a mano, con “rotring”, colores y rotuladores) y obtuve una buena calificación. Visto en perspectiva, no era un proyecto extraordinario y, años después, al realizar limpieza en el despacho, decidí prescindir de él. Las obras sobreviven a los arquitectos que los construyeron, los proyectos que no se realizan no. Y ese no merecía sobrevivir.

Antes de concluir Arquitectura, pase por ESADE y, posteriormente, me matriculé en Derecho

Los aspectos legales, jurídicos y económicos de la arquitectura i del urbanismo siempre me han interesado y, en el último curso de la carrera de Arquitectura, acudí a ESADE para adquirir conocimientos empresariales. Era consciente de que nuestra disciplina está muy vinculada a la economía, y que es preciso estudiar mucho para ejercer la arquitectura con solvencia. Los grandes arquitectos (Niemeyer, Bohigas, Ghery, Moneo o Foster) trabajan hasta una edad muy avanzada, porque aprender el oficio de arquitecto es complicado y exige añadir a la carrera académica, treinta o más años de práctica, con jornadas larguísimas y “pisando” mucha obra. Es así como aprendes. Una vez concluidos los estudios obtuve el título de arquitecto en “economía y técnica de obras”, una rara especialidad. Crucé la Diagonal i me matriculé en Derecho. Sólo hice un curso, pues me resultó imposible continuar compatibilizando la formación con el trabajo. Me hubiera gustado culminar esa carrera porque los temas legales vinculados a la arquitectura siguen cautivándome. Son esenciales en nuestra profesión. En cualquier caso, los conocimientos adquiridos me han resultado útiles para acometer proyectos y asesorar a mis clientes. Sobre todo, en lo que respecta a la economía. A los arquitectos se nos exige el cumplimiento del plazo de ejecución y del precio, del coste pactado, especialmente en los encargos privados. Esa formación complementaria me ha permitido concluir numerosas edificaciones en el tiempo previsto y ajustándome al presupuesto ofrecido. Hay arquitectos que no siempre prestan suficiente atención a estos temas, que para mí son esenciales. Si bien es cierto que, en la obra pública, adoptan un carácter diametralmente opuesto, en especial el del capítulo económico, pues los presupuestos finales suelen acabar disparándose respecto a la previsión inicial y los plazos frecuentemente se incumplen sin mayores consecuencias. Habría que arreglar eso.

Un experto en valoraciones inmobiliarias y urbanísticas.

El estudio teórico de los costes de construcción y la investigación sobre cómo se forman los precios inmobiliarios me llevó a especializarme en valoraciones inmobiliarias y urbanísticas. El ejercicio continuado como valorador y el estudio me ha permitido un conocimiento experto en la valoración del suelo y de productos inmobiliarios complejos. En el final de los ochenta fundé con otros profesionales inmobiliarios la primera sociedad de tasaciones de Cataluña, de corto recorrido. Y en 1991 fui el impulsor de la sociedad de tasaciones de los colegios de arquitectos de España que dirigí hasta el 2007 en calidad de consejero delegado. Fue una experiencia enriquecedora. He escrito números artículos y dictado cursos y conferencias sobre temas relacionados con las valoraciones inmobiliarias y el valor del suelo, y algunos libros, entre los que destaco “La valoración inmobiliaria, teoría y práctica”, junto con mis compañeros y admirados amigos Julio Turmo y Eulalia Villaronga, ambos arquitectos expertos, que me acompañaron en mis labores pedagógicas por todo el territorio español durante años. Es un libro voluminoso que, sorprendentemente, se convirtió en un auténtico best seller entre los libros técnicos, y muchos profesionales lo tienen como manual de consulta. No he tenido el mismo éxito con otros escritos. Descubrí así mi amor por la docencia, por transmitir conocimiento, que ha guiado mi vida profesional, y me ha permitido visitar multitud de lugares. Es una actividad que implica generosidad, esfuerzo y estudio, pero que continúo practicando. El estudio, la práctica, la experiencia y la revisión continúa a que obliga la docencia, me han convertido en un profesional de referencia en valoraciones inmobiliarias y urbanísticas.

Un plan urbanístico debe ser sostenible desde el punto de vista medioambiental y económico

La obra pública y los concursos no me estimulan. A lo largo de mi trayectoria profesional, apenas he concurrido a unas pocas licitaciones. No me ha ido mal e incluso he ganado alguna convocatoria, pero no constituye mi objetivo. Básicamente, me he dedicado a la obra privada, normalmente edificios plurifamiliares, y también a viviendas de particulares, entre los cuales se hallan algunos personajes reconocidos y amigos con quienes, tras ejecutar el proyecto, he visto consolidada nuestra relación. Asimismo, en mi condición de diplomado en Arquitectura Legal y Forense, en los últimos veinte años he orientado mi profesión a la pericia judicial y a la mediación. Eso me lleva a conocer a fondo los conflictos que se generan en la ciudad, lo que me ha brindado una experiencia muy interesante, porque cuando te sumerges en este mundo te das cuenta de que muchos de esos conflictos eran evitables y se podrían haber previsto. Siempre me ha fascinado el desarrollo urbanístico, ver cómo se construye la ciudad. Anticiparte a los problemas, detectar los conflictos que puede generar un plan y tratar de evitarlos es una tarea estimulante y, a la vez, muy beneficiosa para todos. Cualquier plan urbanístico debe revelarse sostenible, no solo desde el punto de vista medioambiental sino también económico. Mis conocimientos sobre valoraciones las aplico, ahora, a la viabilidad económica de proyectos y planes y a la sostenibilidad del planeamiento urbanístico. Si un plan urbanístico no puede financiarse, no puede desarrollarse. Colaboro con instituciones públicas, para mejorar ese aspecto del planeamiento impartiendo conferencias y talleres para profesionales. Todo proyecto, todo plan, implica una dotación de recursos, y hay que analizar si su desarrollo permitirá garantizar la prestación de servicios de calidad a los ciudadanos. En nuestro caso, estudiamos el planteamiento urbanístico desde el punto de vista de su repercusión económica en los particulares y en la Administración pública.

El problema de las expropiaciones en el urbanismo.

Barcelona, al igual que el resto de ciudades de España, sufrió durante muchos años de posguerra una política urbanística en la que se permitía edificar sin demasiado control, a veces en exceso, y sin contemplar las necesarias reservas y compensaciones para las zonas verdes y equipamientos públicos. A veces sin tan siquiera haber urbanizado las calles. Hasta que llegaba el día en que el propietario de los terrenos destinados a zonas verdes o viales reclamaba los mismos derechos que sus vecinos, teniendo que hacer frente la Administración a importantes e ineludibles indemnizaciones. No es racional relegar las zonas verdes y los sistemas para el final de la transformación urbanística, sino que es necesario realizarlos de manera previa y que la edificación de viviendas se realice sobre suelos totalmente urbanizados y con las zonas verdes, equipamientos, escuelas, hospitales, en funcionamiento. Tampoco lo es que el planeamiento no prevea unos mecanismos asequibles y proporcionados de obtención de los suelos para viales, parques y equipamientos públicos. Lamentablemente no siempre las cosas se hacen así y la expropiación de terrenos urbanos para zonas verdes, viales y equipamientos es muy frecuente. Los legítimos intereses de los propietarios para obtener un precio justo (similar al obtenido por sus vecinos que no se vieron afectados y pudieron edificar) se enfrentan a los, no menos legítimos, derechos de la administración, de todos los ciudadanos, de tutelar los recursos públicos siempre escasos. Es una batalla legítima por ambos lados que debe culminar en el pago de un precio justo, el justiprecio, que no signifique ni un enriquecimiento injusto del propietario, ni una confiscación. Mi conocimiento experto de los valores del suelo me ha llevado a participar como perito arquitecto en cientos de esos conflictos. A veces defendiendo los intereses del expropiado, otras veces los de la administración, y otras como perito designado por el Juez.

La arquitectura de Barcelona constituye su principal atractivo para los turistas

Algunos detractores de la Sagrada Familia califican el templo de mona de Pascua. Es una opinión respetable, aunque excesiva, respecto a cómo ha derivado el proyecto. Pero no puede ponerse en duda la genialidad de Gaudí en su concepción, ni tampoco que se trata de un edificio que constituye una atracción turística de primer orden.  En 2017 fue visitado por cuatro millones y medio de personas. Es un elemento muy importante como atracción turística, que permite a Barcelona enriquecerse de la interacción humana generada por esa actividad. No se trata del beneficio económico que reporta para la ciudad –que también–, sino de los efectos positivos derivados de ese intercambio cultural que supone la llegada de personas procedentes de todos los puntos del planeta. Hace dos años se realizó una encuesta a turistas que reflejó que lo que más les interesaba de Barcelona era la arquitectura. Eso, además de una satisfacción para los arquitectos barceloneses, indica que el turismo que recibimos presenta un nivel cultural cuando menos aceptable. Que existan largas colas frente a la Sagrada Familia, la Casa Batlló o la Pedrera y que el paseo de Gràcia sea tan concurrido debería ser motivo de orgullo. En cierta ocasión me pidieron consejo unos amigos de Nueva York, que no habían estado nunca en Europa y que vendrían a Barcelona disponiendo de poco más de un día. Les recomendé que se alojaran en la Casa Fuster y que descendieran por el paseo de Gràcia, paseando, disfrutando de sus edificios y también de sus tiendas, sin prisas. Que atravesaran la plaza Catalunya y continuaran hasta el mar por las Ramblas con alguna incursión a calles y edificios adyacentes. Es fascinante esa ruta, que culmina en una vía tan singular, una calle del mundo, y por la que transitan más cien millones de personas al año.

Hay que evitar el miedo de la gente a las infraestructuras

Sobre la Sagrada Familia y el paso del túnel del AVE he polemizado con mucha gente, vecinos, activistas, políticos y técnicos, entre estos últimos Joan Margarit, con quien recuerdo un dialogo en un programa de Catalunya Radio, sobre el paso del tren de alta velocidad por la calle Mallorca. Yo, que presidía la asociación de arquitectos peritos de Catalunya, defendía que el AVE debía llegar al centro de la ciudad y por tanto atravesarla. Margarit, uno de los arquitectos de la basílica, era de la opinión que el trazado no podía discurrir junto al templo por el riesgo que implicaba, mientras yo argumentaba que era técnicamente posible minimizar el riesgo, aunque con más costes en seguridad. Él insistía en que la seguridad absoluta no existe, y yo aducía que disponemos de técnicas que permiten garantizar plenamente la seguridad. Entre otros argumentos quise hacerle notar que el metro discurre a apenas diez metros del Gran Teatre del Liceu y el público no percibe ni ruido ni vibraciones cuando pasa un convoy. Ese capítulo también me llevó a enfrentarme a las asociaciones de vecinos, reticentes al paso del tren por el centro de Barcelona. Finalmente, logramos una cierta aceptación a que prosperará el proyecto obligando, eso sí,  a que se tomaran todas las precauciones necesarias, realizaran inspecciones en todos los edificios colindantes al recorrido y levantando acta de cualquier movimiento, fisura, o deformación, a lo largo del itinerario. Supuso una inversión adicional que, en relación al coste de la construcción, resultaba irrelevante. Pero había que erradicar el miedo de la gente a esa infraestructura y a cualquier otra, exigiendo, eso sí, la máxima seguridad. Eso lo aprendí a raíz de la crisis del Carmel, cuando se produjo un hundimiento en el barrio a causa de las obras del metro. Ahí la Administración había cometido un error, al sacar a concurso conjuntamente proyecto y ejecución de obra. Esa mala actuación acabó generando el pánico y la desconfianza entre los vecinos.  Tuvimos que mediar entre las distintas partes para alcanzar un acuerdo. El barrio se reconstruyó muy satisfactoriamente, pero quedó pendiente alejar el miedo. Los expertos tenemos la obligación de ofrecer seguridad. La tecnología permite minimizar los riesgos hasta casi anularlos. Hay que explicarlo bien y hacer desaparecer el miedo. Una sociedad con miedo no es libre.

El papel de los arquitectos expertos peritos y forenses.

Apenas somos cuatro mil arquitectos en España quienes nos dedicamos a la pericia judicial. He realizado miles de informes y dictámenes judiciales, tengo perfectamente asumido que la sentencia le corresponde al juez. Juzgar es muy difícil y requiere un conocimiento exhaustivo de los hechos y de las normas. La labor del perito experto consiste en estudiar técnicamente el conflicto y de forma razonada explicárselo al Juez para ayudarle en su toma de decisión, que adoptará en forma de sentencia.  En ocasiones se trata de conflictos relacionados con operaciones urbanísticas, con presuntas implicaciones económicas y políticas, temas muy delicados de gran trascendencia. La confidencialidad y la discreción son cualidades inherentes al experto. El estricto respeto a la legalidad también. La mediación, la conciliación y la negociación, son preferibles a los pleitos. Ante muchos de los conflictos las partes tienen suficientes recursos para encontrar salidas dialogadas y pactadas. Falta en nuestra sociedad la cultura de diálogo que permita a los ciudadanos solucionar los conflictos por si mismos sin recurrir a un tercero, es decir evitar tener que acudir a un juez. Fui uno de los primeros arquitectos que se convirtió en mediador en España. La capacidad de los arquitectos para imaginar espacios o escenarios inexistentes y para hacerlos realidad, puede extenderse, mas allá de los edificios o los espacios urbanos, hacia escenarios de concordia o de acuerdo ante un conflicto. Una vez imaginado un escenario de paz, hay que construirlo. Es realmente difícil pero los éxitos son muy gratificantes.

La profesión de arquitecto es fundamental

Se trata de una de las profesiones más antiguas de la humanidad, porque desde que el ser humano se hizo sedentario necesito de un cobijo y de espacios donde vivir, trabajar, comerciar, rezar, divertirse y relacionarse. Hay tres profesiones reconocidas por los organismos internacionales por su importancia y por ser imprescindibles para el bienestar humano: la de médico, que vela por la salud,  la de arquitecto que cuida de la habitabilidad, de la salubridad y seguridad del hábitat, y la tercera es la de abogado, que vela por los derechos de las personas. Son los pilares de la sociedad, que hacen posible la convivencia y que, curiosamente, coinciden con las tres profesiones liberales más reguladas. A mi criterio, hoy, debe añadirse una cuarta, que es la de la sostenibilidad, no comprometer los recursos de las futuras generaciones.

Las mejores plazas del mundo probablemente son las duras

A nuestro oficio le corresponde, además de diseñar viviendas, lugares de actividad y de ocio, generar todos los espacios en que se produce la convivencia. Construir la ciudad. En ocasiones, la sociedad no entiende nuestras actuaciones. Es lo que ocurre, por ejemplo, con las plazas duras. Aunque reivindico el albero, un material que cuando hace calor desprende humedad y refrigera, lo que resulta ideal en ciudades muy calurosas,  debo admitir que las mejores plazas del mundo son duras. Es el caso de la Piazza del Campo de Siena, o de la de San Pedro, en Roma, donde no hay ni árboles ni césped. Recuerdo que, cuando se proyectó el parque de la España Industrial de Barcelona, se quiso someter a votación de los vecinos el porcentaje de agua, pavimentación y vegetación. El resultado fue tan horrendo que el arquitecto, el admirado Sainz de Oiza, abordó el proyecto con desazón. El resultado después de los años es un espacio abandonado y degradado. La proximidad de la plaza de “Els països catalans”, frente a la estación de Sants, paradigma de plaza dura, y la escasez de zonas verdes en el barrio, son una posible explicación a las demandas vecinales de aquel momento. Dejar en manos de los vecinos el diseño de una plaza, o de un espacio público, es pervertir el sentido de la democracia, es como dejar que la familia de un paciente decida, en lugar del médico, por votación, el medicamento que más le conviene. Es una aberración, la democracia no es eso. El arquitecto debe saber escuchar, mucho y activamente. Aplicar su técnica y su arte en beneficio de los usuarios es parte de su oficio. Tiene que buscar la mejor solución y saberla explicar.

El diseño de la ciudad.

La mayor parte de la población mundial vive en ciudades, el porcentaje aumenta continuamente. La ciudad es un organismo vivo en continua transformación. Su diseño y su crecimiento precisan de múltiples complicidades. El urbanismo es una actividad compleja a la dedican su trabajo muchos arquitectos. Hemos pasado del modelo de ciudad inteligente “Smart cities” al de “happy cities”, ciudades que además de ser técnicamente avanzadas procuren el bienestar de la población. Tecnologías como el “big data” permite avaluar, medir de forma objetiva, la percepción de bienestar y proponer continuamente correcciones y mejoras. Creo en la participación ciudadana, pero dirigida hacia los intereses de los ciudadanos y de la ciudad, superando las posiciones, y los prejuicios. Es un tema complejo que se está afrontando de manera excesivamente frívola. Debe profesionalizarse y encauzar las reivindicaciones, de los activistas sociales y de las administraciones, desde la neutralidad técnica, la información  y el equilibrio. En los conflictos urbanísticos las partes no están en equilibrio: una tiene más información y conocimientos técnicos que la otra. El trabajo del profesional de la participación es doble: Primero, romper el desequilibrio, hacer que la información y el conocimiento sean compartidos. Segundo, ayudar a las partes a identificar sus intereses. Solo así,  puede llegarse a una solución consensuada. Para ello se necesitan buenos profesionales de la mediación que tengan conocimientos urbanísticos. La solución dialogada de las discrepancias exige identificar el interés público, más allá de las posiciones de las partes en conflicto. A mi entender hay un fascinante camino por recorrer en ese sentido, en la transformación de nuestras ciudades.

Los arquitectos no podemos olvidar que nuestras obras están dirigidas a las personas, para mejorar su calidad de vida y a construir la ciudad, que es de todos. La arquitectura, salvo excepciones, no debe ser espectacular, no es su función; en todo caso, puede ser una consecuencia. En ocasiones este fin se obvia en aras de conseguir una fachada más espectacular o de aparecer en revistas de diseño. Cuando eso ocurre, es que el profesional ha confundido su oficio.

La paz y la libertad están por encima de otros valores

Me entristece la situación que atraviesa Catalunya. Me cuesta entender que hayamos llegado hasta aquí e ignoro cuál puede ser la solución. Probablemente pasa por ponerse en los zapatos del otro, mirarse a los ojos, dialogar y entenderse. Pero todo indica que esa capacidad se ha perdido, no por parte de unos pocos, sino por una inmensa mayoría. Deberíamos descender un escalón en nuestras posiciones, renunciar a las emociones, buscar lo que nos une y superar las diferencias. Lo que duele es haber perdido el espacio de convivencia y de respeto. En los últimos años he viajado mucho por España y he coincidido con algunas personas sensibilizadas que comparten el sufrimiento. Es fácil construir estereotipos, de los españoles, de los catalanes, pero es injusto. Respeto todas las maneras de pensar, y entiendo que haya quienes deseen mantener la unidad de España y que otros aspiren a crear un país nuevo. Todo resulta legítimo y cada cual tiene derecho a su propio pensamiento desde el respeto y la libertad. Debería ser posible hablar de ello sin que afloraran enfrentamientos personales, sin generar frustraciones. Recientemente ha caído en mis manos un pequeño librito, La paz se aprende, un libro de Thomas d’Ansembourg que tendría que estar en todas las escuelas. Porque la paz, como sumar, restar o multiplicar, nace del aprendizaje. Y, al igual que la libertad, está por encima de muchos otros valores.