Supone un orgullo participar en este nuevo proyecto bibliográfico y acompañar a este grupo de empresarios con quienes comparto tantas inquietudes; porque, independientemente del sector en el que opera cada cual, existen muchos problemas que nos resultan comunes.
La transformación del entorno industrial a que nos ha asomado la globalización ha supuesto un cambio importante en nuestro paisaje. Lejos queda aquel escenario donde el Baix Llobregat se erigía en un polo que concentraba centenares de empresas que se nutrían mutuamente de sus respectivas actividades. En nuestro caso, en calidad de fabricantes de grifos, contábamos con un tejido de apoyo en el que hallábamos solución a todos y cada uno de los procesos productivos: fundición, cromado, inyección de plástico, acabados…
El mercado global comportó el desmantelamiento de toda esa estructura industrial, con la consiguiente pérdida inmediata de puestos de trabajo y, lo que es peor, la progresiva dependencia que iríamos adquiriendo de los mercados asiáticos. He viajado varias veces a China y he sido testigo de cuál es la realidad de su tejido productivo. Ese país adolece de cultura industrial y ha basado su competitividad en el factor precio, favorecido por la mano de obra reclutada en el sector primario. Su mentalidad tradicional obvia que la calidad resulta exigible en todas y cada una de las unidades demandadas, si bien con el tiempo han ido mejorando sus procesos, a lo cual ha contribuido ese know how que, de manera prácticamente gratuita e irracional, les brindamos a la par que renunciábamos a nuestra actividad productiva.
Se detectan ahora en Occidente ciertas iniciativas tendentes a revertir esa situación. En Estados Unidos se vetará todo proyecto público donde intervengan componentes o maquinaria china. Por su parte, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, propugna la aplicación de aranceles a fin de proteger la industria continental. Nunca es tarde si queremos evitar la invasión de productos que gozan de subvenciones públicas en su país de producción.
Debemos revitalizar nuestras empresas, recuperando el tejido productivo, invirtiendo en tecnología pero, al mismo tiempo, sin olvidarnos que el alma de las empresas, el motor que las impulsa, son las personas. Sin su concurso, una máquina no es nada. He invertido muchos años formando a profesionales que, a su vez, han transmitido ese conocimiento a otros empleados, en una cadena sucesoria que ha permitido conservar este patrimonio industrial que, como empresarios, no podemos dejar perder. Todo ello sin renunciar a reivindicar, ante los estamentos políticos, el decisivo papel que ejercen nuestras pymes al generar más del ochenta por ciento del empleo.