26-03-12
“Compartir el saber, generar conocimiento, fomentar la emprendeduría, el trabajo en equipo y la iniciativa social, hacer de la investigación una herramienta útil apostando por la innovación y la transferencia”
La economía no es una ciencia exacta. De ser así, una crisis como la que atravesamos desde 2008 hubiera sido predecible y atenuada. Por desgracia, ni los mejores expertos son capaces de anticipar los períodos de regresión económica, porque cada uno de ellos responde a causas diversas. En lo que sí hay unanimidad es que España tardó en reaccionar a la crisis del 2008 y aún no está clara la línea a seguir para salir de ella.
Entre las muchas consecuencias desencadenadas a raíz de la crisis, se encuentra la creación de gobiernos exprés por la presión de los mercados. Primero Grecia, y después Italia, sustituyeron sus jefes de Estado escogidos a través de las urnas por dos presidentes considerados tecnócratas y no políticos. En este sentido, el catedrático en ciencias políticas Fernando Vallespín se preguntaba: “¿Si la solución a la crisis es única y además es técnica, qué necesidad tenemos de votar?” Parece, pues, que la democracia es incompatible con la verdad científica, como si los políticos, y en definitiva los representantes del pueblo, fueran incapaces de encontrar una salida a esta crisis y, en consecuencia, de gobernar. En mi opinión, esta constatación supone, y valga la redundancia, la crisis más importante que jamás han sufrido las democracias occidentales. Poco a poco se consolida la idea de que en el momento en que los mercados dejan de confiar en la capacidad de gobernar de sus políticos, y por lo tanto de aplicar las medidas necesarias para combatirla, estos políticos podrían quedar sustituidos por tecnócratas. Recientemente, el filósofo Jürgen Habermas expresaba que, si la solución para los mercados es ejercer menos democracia, ello significa una renuncia muy importante a los ideales europeos.
Ante esta nueva realidad, los ciudadanos podemos esperar pasivamente a que el poder político y el económico propongan soluciones –hasta el momento poco alentadoras– o bien participar activamente para frenar los excesos y la especulación y construir así un nuevo mundo. Aquellos que nos dedicamos ala Educación Superior tenemos una gran responsabilidad, porque el colectivo de jóvenes es precisamente el más afectado por la crisis. Por ello, más que nunca, la función de la universidad debe ser la de formar jóvenes y crear líderes que sean no solo unos espléndidos profesionales, sino también personas comprometidas con en el desarrollo moral, social y económico del propio país, pero también del mundo global.
En este sentido, la universidad no ha de ser solamente un lugar para aprender habilidades y competencias de la parte más cualificada de la población juvenil, sino un actor vital en la definición de opciones estratégicas. Así entendida, la universidad, que no ha sido la causa de la crisis, puede ser parte de su solución; sin embargo, si de verdad queremos contribuir debemos cambiar no solo el escenario, sino también el guión.
Compartir el saber, generar conocimiento, fomentar la emprendeduría, el trabajo en equipo y la iniciativa social, hacer de la investigación una herramienta útil apostando por la innovación y la transferencia, son algunos de los nuevos deberes. El programa Erasmus, y posteriormente Bolonia, fueron una clara apuesta europea para fomentar modelos universitarios competitivos. Ahora, con la mirada puesta en el Horizonte 2020 y la sostenibilidad, hemos de apostar por un conocimiento productivo.