1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Enrique Sánchez – Metalisteria Barceló

ENRIQUE SÁNCHEZ LARROSA

Sabadell (Barcelona)

25 de agosto de 1975

Gerente de Metalistería Barceló, S.L.U.

 

Un espíritu inquieto y una firme determinación confluyen en la personalidad del Sr. Sánchez, cuyo decidido empeño y un carácter autodidacta le han permitido crear su propia compañía. Su nobleza y su formalidad han resultado vitales para ganarse la confianza de clientes y proveedores en una trayectoria no exenta de dificultades, ante las cuales ha optado por la lucha incansable antes que ceder al hundimiento. Así ha logrado dotar de la solidez necesaria a su negocio de estructuras metálicas y cerrajería.

 

Familia numerosa con gran capacidad para el esfuerzo

Amonestado por asumir más trabajo del que me correspondía

Finalizado el servicio militar, me sugirieron trabajar para el Ejército por mi actitud y seriedad ante el deber

Trabajos que complementaban mi sueldo y me permitían amasar unos ahorros

Estudié y trabajé para convertirme en oficial de primera

 Descifrar mis primeros planos fue todo un reto superado

 «Si tengo que fabricar una máquina en catorce horas, tú me haces dos en diez»

 Los ingresos iniciales como autónomo se redujeron a un tercio de lo que cobraba estando en nómina

 El país acusa un serio desequilibrio a nivel profesional, con demasiado titulado y poco operario técnico

 Inversión y expansión constantes que comportaban un incremento de pedidos

 La Justicia parece diseñada para favorecer la picaresca

 Hundirse o agitar los brazos para salir a flote

 Lo mío fue más propio de un burro de carga, porque asumí trabajar duramente

 Una empresa es una casa en la que hay que aunar afinidades

 Espero de mis hijos que sepan elegir el camino que les haga felices, como en su día hice yo

 

 

Familia numerosa con gran capacidad para el esfuerzo

La familia y el trabajo, aspectos que considero intrínsecamente unidos, constituyen los principales pilares de mi vida y marcaron, de algún modo, mis primeros pasos en este mundo. Al mismo llegué en el seno de un humilde hogar de emigrantes granadinos que habían recalado en Sabadell, siguiendo la estela de otros miembros de una familia muy numerosa, como lo prueba que mi madre tenía diez hermanos y mi padre, seis. El abuelo Miguel era un buscavidas, una persona con capacidad de negociación pero, sobre todo, un luchador: dispuesto a asumir cualquier cometido para salir adelante. A su envergadura física se le unía un carácter cariñoso, que provocaba que fuera una persona muy querida por todos. Los pollos y conejos que criaba en la terraza solo eran un complemento a actividades varias como la de albañil, almacenero, vendedor de cal o recogedor de gavillas de cereal. Pero en casa de los abuelos también había maquinaria con la que producían bobinas de hilo, lo que comportaba que en el pasillo se acumularan conos de cartón e ingentes cantidades de hilo. Cuando pernoctaba ahí, recuerdo el ronroneo de los motores, que me ayudaba a conciliar el sueño. Y es que los sacrificios familiares comportaban que quedara a menudo a cargo de mis abuelos, pues mi madre, Angustias, salía de casa a las cinco de la mañana para acudir al trabajo y mi padre, Enrique, llegaba a las 11 de la noche. Esas circunstancias cambiaron cuando mi padre tuvo que jubilarse prematuramente a causa de una enfermedad contraída en un hospital que le acarreó serias secuelas y que, a partir de entonces, asumiera las labores domésticas. Todo aquello imprimía en casa una cultura del esfuerzo que creo fue uno de los grandes legados que recogí.

 

Amonestado por asumir más trabajo del que me correspondía

La escolaridad la cursé en el colegio público Jonqueres, en Sabadell. Fue una etapa en la que labré amistades que todavía perduran, como lo prueba que seguimos manteniendo reuniones periódicas con los compañeros que compartimos aula. Me revelé como un buen estudiante en esa primera etapa, tras la cual me hallaba muy desorientado, pues no tenía claro qué deseaba hacer con mi vida. Sólo sabía que quería formar una familia y que, para ello, debería esforzarme por prosperar. Mis padres me sugirieron estudiar algo que me motivara, lo que entonces se reducía a los coches y las motos. No obstante, los estudios vinculados al motor se cursaban en centros alejados geográficamente, con lo que, al final, decidí cursar Formación Profesional Administrativa en un instituto cercano. En el primer curso quedó claro que aquello no era para mí, y al segundo, decidí abandonar y ponerme a trabajar. Por intercesión de mi madre, entré a trabajar en una empresa de mecanizados del hierro de un vecino del bloque, donde invertí seis meses, tras los cuales acudí a ayudar a unos tíos que trabajaban en una compañía yesera. Ahí exhibí actitud y arrojo, hasta el punto de que me amonestaban por asumir más carga de la que me correspondía, pues, mientras algunos carreteaban un saco de veinte kilos, yo transportaba tres a la vez. Aunque no era mi cometido, aprovechaba los momentos en los que iban a almorzar para aprender a enyesar.

 

Finalizado el servicio militar, me sugirieron trabajar para el Ejército por mi actitud y seriedad ante el deber

Permanecí en la empresa yesera hasta el momento de incorporarme al servicio militar. Guardo un buen recuerdo de esa experiencia, que transcurrió inicialmente en el cuartel de los Templarios de Lleida para, una vez superado el campamento, ser destinado a las oficinas del Gobierno Militar, dado que contaba con formación administrativa. Mi deseo hubiera sido aprovechar para obtener la licencia de conducción de camiones, pero la escasa experiencia en el pilotaje de coches, pues había obtenido el carnet hacía apenas unos meses, obró en mi contra. Recuerdo haber llorado mucho al partir en tren hacia la mili, pues era la primera vez que abandonaba el hogar y sentía miedo. Pero aquel año supuso una prueba de madurez y de autonomía, en la que mostré mi capacidad de cumplimiento, lo que me permitió ganarme la confianza de los mandos. Fue tal el buen sabor de boca que dejé en ellos que, al licenciarme, me entregaron una carta de recomendación para que permaneciera en la dotación como funcionario de apoyo. Agradecí ese gesto, aunque decliné la oferta porque no visualizaba ahí mi futuro.

 

Trabajos que complementaban mi sueldo y me permitían amasar unos ahorros

Tampoco me veía toda mi vida en la empresa yesera, razón que me llevó a buscar una alternativa profesional. Una vez más, mi madre resultó clave en ese cambio, pues habló con el encargado de la empresa de automoción en la que trabajaba para que me diera empleo. Era una compañía de más de trescientos operarios, que fabricaba componentes como cuentakilómetros o intermitentes. Logré entrar en ella a través de una Empresa de Trabajo Temporal. Permanecí en la planta durante media docena de meses, asumiendo la tediosa tarea de estuchar los artículos en las cajas desde las seis de la mañana hasta las dos del mediodía. La ventaja era que las tardes las tenía libres, de forma que las aprovechaba para hacer algún remiendo como paleta o para embolsar cubertería o vasos de plástico; eran trabajos que complementaban mi sueldo y me permitían amasar unos ahorros. También accedí a trabajar los fines de semana en la empresa, pues en dos días me pagaban lo mismo que de lunes a viernes. A pesar de que al finalizar el contrato con la ETT me propusieron incorporarme a la compañía, convine que era preferible poner fin a esa labor tan rutinaria.

 

Estudié y trabajé para convertirme en oficial de primera

A raíz de ponerme en contacto con un profesional que trabajaba en el entorno del metal, descubrí un mundo que despertó mi interés. Él regentaba un taller de calderería y buscaba cubrir un puesto que requería saber interpretar planos, soldar, trazar… Tras mostrarme un indescifrable plano, mi vida cambió por completo. Me estaba enseñando un esquema que supuestamente representaba la máquina que tenía ante mis ojos. Yo era incapaz de relacionar ambas realidades, pero aquella revelación instigó mi interés de tal modo que decidí abandonar mi trabajo y destinar tiempo a formarme. Fue así que me inscribí en un curso de soldadura, busqué información sobre interpretación de planos y me matriculé en un centro de formación a distancia para convertirme en delineante mecánico. Durante diez meses estuve aprendiendo a soldar por la mañana, trabajando como aprendiz en un taller de calderería por la tarde y estudiando delineación por la noche. Podía resultar duro, pero acometí aquel reto con tantas ganas que disfruté esa etapa de mi vida por la ilusión que había depositado en alcanzar mi objetivo: convertirme en oficial de primera.

 

Descifrar mis primeros planos fue todo un reto superado

En el mismo taller en el que había efectuado las prácticas me hicieron un contrato una vez finalizada la formación. Me sentía muy satisfecho conmigo mismo, y lo mucho que había aprendido me infundía una gran confianza. Contaba con gran experiencia y lo más importante: muchas ganas de trabajar y seguir creciendo. Con esa ambición, cuando llevaba año y medio le transmití al encargado que deseaba más responsabilidades y un mayor salario, pues mi nivel era de oficial de primera. Él, una persona poco generosa y que ante sus superiores se atribuía de manera personal los méritos de quienes realmente hacíamos el trabajo, me respondió con desprecio, negando que yo tuviera dicha condición. Ante esa ofensiva reacción, decidí abandonar la empresa y acudí al primer taller en que había trabajado, donde reivindiqué mi categoría profesional. Fue personarme ahí y entregarme un montón ingente de planos para construir un filtro que evitara la expansión del polvo en las canteras. Se trataba de una máquina de cierta envergadura, de veinticuatro metros cúbicos. Con tantas decenas de planos, no sabía ni por dónde empezar. Estuve todo el día intentando descifrarlos. Al acabar la jornada, me los llevé a casa de mis padres, los extendí en la mesa del comedor y continué analizando la información hasta lograr entenderlos.

 

«Si tengo que fabricar una máquina en catorce horas, tú me haces dos en diez»

Eran las seis de la mañana cuando había completado el trabajo y, sin apenas dormir, me encaminé al taller, donde tenía que entrar a la media hora. Nos pusimos manos a la obra a un ritmo endiablado, hasta tal punto que, habiendo empezado en la empresa un lunes, el jueves ya estaba lista la máquina. Una vez superado ese desafío ya era capaz de cualquier cosa, lo cual conllevaba, también, el riesgo de aburrimiento, pues en una calderería el trabajo suele ser muy rutinario. Tal es así que, a los dos años, planteé mi salida. El dueño quiso frenar mi decisión y me ofreció un aumento de sueldo. No obstante, a los tres meses le dije que el dinero no conseguía compensar la falta de motivación, razón por la que busqué una alternativa profesional. De este modo, probé suerte en otro taller, donde hallé similar resultado, pues el jefe valoraba mi trabajo: «Te tengo que querer», me decía, «pues me dan para fabricar una máquina en catorce horas y tú me haces dos en diez». Eso era consecuencia de mi talante, ya que siempre he estado muy orientado a la consecución de objetivos. Ahí construí numerosas máquinas, pero a los dos años ya estaba de nuevo sumido en el aburrimiento. De este modo, acabé en una ingeniería, en la que mantuve ciertas diferencias con algunos de los empleados, que mostraban una actitud poco noble y escasas ganas de trabajar. Aunque el dueño me respaldó y me mostró su confianza, habilitando una nave específica para mí, con veintiocho años consideré que era momento de dar un salto en mi carrera y poner en marcha mi propio negocio.

 

Los ingresos iniciales como autónomo se redujeron a un tercio de lo que cobraba estando en nómina

Acudí a una gestoría para darme de alta de autónomo y, con los ahorros que había conseguido reunir, compré una modesta maquinaria. A partir de ahí, empecé a dar voces entre mis parientes y amigos que trabajaban en la construcción para ofrecer mis servicios. Podía tratar hierros, barandillas, escaleras, efectuar soldaduras. No tenía capacidad para instalarme en un taller y solo podía aspirar a realizar trabajos a domicilio. Los dos primeros meses resultaron decepcionantes, pues los ingresos se redujeron a un tercio de lo que acostumbraba a cobrar cuando estaba en nómina. Admití ante mi esposa, Mariví, con quien me había casado cuatro años atrás, que tal vez me había equivocado. Al tercer mes, no obstante, asistimos a un punto de inflexión. Me propusieron el montaje en Andorra de una fachada ventilada de Alucobond. Me comprometí a ello, pese a que tenía un total desconocimiento sobre ese material derivado del aluminio y a que, simultáneamente, mi cónyuge confirmó su primer embarazo. La remuneración era muy alta y no podía permitirme desaprovechar esa oportunidad. Por fortuna, el operario que me acompañó en esa aventura ya tenía experiencia en Alucobond. Fue una etapa muy enriquecedora, en la que aprendí muchísimo y en la que, en paralelo, cubría otros encargos profesionales. Así, de lunes a viernes trabajaba en Andorra y, al finalizar la jornada, presupuestaba encargos que me llegaban telefónicamente y hacía pedidos de material. El sábado, con mi Citroën Saxo completamente cargado de máquinas y materiales, viajaba a distintas poblaciones catalanas para cumplir con mis compromisos. Recuerdo una vez que llegué a Tàrrega y que la obra estaba cerrada, lo que me obligó a saltar la valla con todo el equipamiento, en busca de tomas de luz, alargadores, etc., para poder instalar la estructura de una claraboya en un aparcamiento de tres plantas, en una situación de lo más inquietante.

 

El país acusa un serio desequilibrio a nivel profesional, con demasiado titulado y poco operario técnico

Disponer de un entorno familiar y de contactos que se nutría de gente obrera (yeseros, fontaneros, paletas, electricistas…) me propició muchos encargos. En aquella época, había muchos operarios y pocos titulados, a diferencia de ahora, en que hay más titulados y faltan operarios. El país acusa un serio desequilibrio en el ámbito profesional que reclama alguna intervención a nivel público. Ignoro si es preferible que mis hijos cursen una carrera, pues posiblemente puedan labrarse un futuro mejor si aprenden un oficio. Ese capítulo de contactos me llevó a plantearme el crear un negocio más sólido, estableciendo una empresa junto a un par de socios: un compañero planchista y el hermano de mi mujer, que trabajaba la carpintería de aluminio. Capitalicé la prestación de desempleo y alquilamos un local que equipamos con maquinaria. Al poco tiempo ya contábamos con media docena de personas en nuestro equipo, que ampliamos hasta las diez tras haber acometido un par de obras de envergadura. Sin embargo, llegó un momento en que me dije que no podía continuar con ellos, pues nuestras formas de pensar eran diferentes y era muy complicado tomar decisiones para realizar todos los encargos que nos llegaban. Aunque seguimos manteniendo una buena relación, en ese momento resultó duro separarse; pero estoy convencido de haber adoptado la decisión correcta.

 

Inversión y expansión constantes que comportaban un incremento de pedidos

Fue así como puse en pie Metalistería Barceló, a finales de 2005, una empresa capaz de diseñar, fabricar, montar estructuras y barandillas metálicas y realizar cerramientos de todo tipo, que originariamente se ubicó en una nave de doscientos metros en Castellar del Vallès. Tengo que agradecer la confianza demostrada por parte de algunos de mis proveedores, que me permitieron aplazar el pago de la maquinaria. De algún modo correspondían a la formalidad que siempre había exhibido y que continúo observando hoy en día. El volumen de trabajo era tal que, al cabo de seis meses, nos mudamos a otra nave en el polígono de al lado, que triplicaba la superficie inicial, repartida en dos plantas y equipada con un puente grúa y un amplio montacargas. Al disponer de mayor capacidad, y gracias a la seriedad que nos caracterizaba, los encargos cada vez eran más numerosos y de mayor volumen, hecho que nos llevó a realizar nuevas y sofisticadas inversiones en maquinaria. Aun así, a finales de 2007 nos vimos abocados a otra ampliación, trasladándonos a una nave de setecientos metros. El negocio iba viento en popa y cada apuesta inversora comportaba un incremento de pedidos.

 

La Justicia parece diseñada para favorecer la picaresca

La crisis de 2008 se convirtió en la peor etapa de mi vida. Cuando estalló sumábamos un equipo de treinta y dos personas y habíamos acometido importantes inversiones tanto en maquinaria como en las instalaciones. Nuestra envergadura nos permitía prestar servicio a empresas más grandes, algo que se reveló como un arma de doble filo, pues de repente nos encontramos que muchos de nuestros principales clientes entraron en quiebra. En verano se desplomó el negocio y, de la noche a la mañana, me hallé sumido en la más profunda ruina, con una deuda cercana a los ochocientos mil euros y sin conseguir liquidez, porque las empresas se desentendían de las facturas. Uno de mis errores fue haber aceptado pagarés. Ello evidencia, de hecho, uno de los grandes problemas de nuestro país: que la Justicia parece diseñada para favorecer la picaresca y a la gente de mala fe, mientras perjudica a las personas honradas.

 

Hundirse o agitar los brazos para salir a flote

Estuve llorando desconsoladamente como un niño, mentalmente bloqueado y con un miedo atroz ante el futuro al que me enfrentaba. Tanto el gestor como el abogado a quienes consulté me aconsejaron cerrar la empresa y declarar la quiebra, ante la imposibilidad de solicitar concurso de acreedores. El panorama que me dibujaban era desalentador, pero yo me dije que, en medio de ese océano de desesperación, solo había dos opciones: hundirme o agitar los brazos hasta la extenuación para salir a flote. Opté por luchar para continuar adelante. Hablé con mi mujer y con mis padres, a quienes expuse cuál era la situación. Mis progenitores se ofrecieron a vender sus propiedades, algo a lo que me negué, como también rehusé una póliza de doscientos mil euros de un amigo mío que avalaba una nave de sus padres. Ese apoyo moral resultó vital para mí, al igual que el hallado en el Banc Sabadell. No encontré el mismo respaldo en los dueños de la nave, que no accedieron a rebajar el alquiler y forzaron nuestro traslado a otra más modesta que había delante. Vendimos nuestro piso, hipotecamos un terreno de mis padres y les planteé a los trabajadores el escenario al que nos enfrentábamos: los sueldos no podían mantenerse a los mismos niveles. Unos aceptaron continuar, otros abandonaron la empresa con resignación y otros lo hicieron con peores modos. Quienes se mostraron leales o agradecidos, siempre encontrarán las puertas abiertas en nuestra compañía.

 

Lo mío fue más propio de un burro de carga, porque asumí trabajar duramente

Durante cuatro años estuve trabajando de 5 de la mañana a 11 de la noche de lunes a domingo para poder hacer frente a unos pagos mensuales de 13.500 euros de la deuda adquirida para cubrir los pagarés impagados a las entidades bancarias y poder mantener los pagos normales de la empresa. Vivíamos en casa de mis suegros y, posteriormente, en la casita que mis padres tenían en el terreno. Afortunadamente, nunca nos faltó nada y pudimos saldar todas las deudas. Nadie quedó sin cobrar. Cada jueves me reunía con el contable para calcular, al céntimo, la situación, que era totalmente límite. Creo que de esa época mi reputación salió reforzada, porque si a alguien le quedaba alguna duda sobre Enrique Sánchez ahora no pueden poner en cuestión mi palabra y mi compromiso. Un amigo me dijo que yo había practicado ingeniería financiera, pero lo mío fue más propio de un burro de carga, porque asumí trabajar duramente. Durante esa etapa el trabajo se convirtió en obsesión y derrochamos una gran capacidad de producción. No había otro secreto para levantar una pequeña empresa, porque no puedes esperar ayudas externas. El 98 % de las compañías de nuestro país son pymes, pero las leyes están redactadas para favorecer al 2 % que conforman las grandes.

 

Una empresa es una casa en la que hay que aunar afinidades

Cuando me miro al espejo, sigo viendo las cicatrices que me dejó 2008. Desde entonces, selecciono con quien quiero trabajar, y sólo lo hago con quien pague mediante confirming y en plazos razonables. Yo también he optado por satisfacer mis compromisos con este sistema, como muestra de formalidad. Ahora hemos recuperado la solvencia y nuestro grado de endeudamiento es mínimo. Tenemos clientela para expandirnos, pero el crecimiento está condicionado a disponer del personal adecuado para cumplir de manera óptima con los encargos, muchos de los cuales son fruto del boca a boca generado por la satisfacción de nuestros trabajos. Una empresa no deja de ser una casa en la que hay que aunar afinidades, pues el éxito depende de la capacidad de reunir a un buen equipo de personas comprometidas e ir adaptándose a los nuevos tiempos para no quedarse obsoleto.

 

Espero de mis hijos que sepan elegir el camino que les haga felices, como en su día hice yo

En mi hogar también he conseguido aunar afinidades y transmitir los valores de humildad y de la cultura del esfuerzo que me inculcaron. Me siento muy afortunado de haber contado a mi lado con Mariví, que siempre ha respetado mis decisiones profesionales y me ha brindado su apoyo. Pese a atesorar caracteres distintos, nos compenetramos mucho y hemos sido capaces de afrontar solidariamente los momentos más difíciles de nuestra vida. A ella le debo mucho, incluidos nuestros dos hijos, Enric y Hèctor, que suman 17 y 11 años. De ellos espero que sepan elegir el camino que les haga felices como en su día hice yo. Quiero que lo hagan en plena libertad y que saquen partido de las capacidades que me han demostrado que atesoran. Siempre tendrán nuestro apoyo elijan el camino que elijan.