1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Jaume Urpinas Vila – Fruits Urpinas

JAUME URPINAS VILA

Sant Boi de Llobregat (Barcelona)

12 de febrero de 1959

Fruits Urpinas y Urpinas Logística

De Sant Boi de Llobregat, mantiene el contacto con la tradición familiar a través de la venta de frutas y verduras. Defiende a los intermediarios de quienes les acusan de pagar poco a los productores y encarecer los precios, males que atribuye a los grandes supermercados. La vida le hizo hombre antes de tiempo. Hoy es un abuelo, encantado de sus nietos, que ya puede dejar tranquilamente el negocio en manos de sus hijos.

 

De familia payesa de Sant Boi de Llobregat

No creo en la Iglesia como institución, ni en sus servidores ni jerarquías

A los dieciséis años tuve que sustituir a mi padre

Recuerdos del antiguo mercado del Born

Siempre nos quejamos porque no salen los números. Pero ahí estamos.

El precio se marca en la zona de producción

Intermediamos sin comprar ni transportar

Trato especial en Marruecos

Siempre habrá variedades nuevas

Los proveedores deben elegir qué les conviene

Por fortuna, mis hijos siguen mis pasos y son apreciados allá donde van

Fruta refrigerada en una atmósfera controlada

La empresa está totalmente informatizada, donde yo no llego llegan mis hijos

Probando con el cáñamo para uso en laboratorios

Somos la huerta de Europa

Un año y medio sin mi compañera de vida

Muy valiente y aventurera

Mis nietos son mi felicidad

 

 

De familia payesa de Sant Boi de Llobregat

Tendría que remontarme a los siete años para evocar mis primeros recuerdos, cuando estudiaba, iba en pantalón corto y llevaba zapatos de charol, como cualquier niño normal de entonces. Aunque nací en Barcelona, donde se encontraba la clínica, soy de Sant Boi de Llobregat, de una casa payesa. Mis abuelos ya eran payeses, y también mis padres. Mi padre y mi tío iban a medias, vendían lo que se producía en nuestros campos, o lo que compraban a otros productores ―por ejemplo, los famosos melocotones de l’Ordal, aquellos tan dulces de antes, de puro secano, que solo habían tocado el agua de lluvia―, y lo vendían en el antiguo Born de Barcelona, en el barrio de la Ribera. Luego, los dos hermanos se separaron y cada uno fue por su lado, pero continuaron siendo agricultores. Mi padre siguió vendiendo en el Born, y yo, con doce años, le acompañaba. Recuerdo que me enviaban a la cantina a buscar el almuerzo y aprovechaba para tomar un vasito de moscatel. ¡Con doce años! Tampoco olvido que cada día pasaba por nuestra parada un individuo que nos robaba dos naranjas. ¡Y cómo corríamos tras él! Sin duda, eran otros tiempos. Era un universo humano muy interesante. El antiguo Born, después de ser excavado, es hoy un museo en el que se pueden ver restos de la ciudad de principios del siglo XVIII.

 

No creo en la Iglesia como institución, ni en sus servidores ni jerarquías

Estudié Primaria en los Salesianos de Sant Boi, y el Bachillerato y el COU, en los Jesuitas de Sarriá, de donde guardo muy buenos recuerdos. En mi etapa escolar, se impartía principalmente francés. Lo hablo como un nativo y me ha sido muy útil después en los negocios. En los últimos cursos, estudié inglés, pero no me desenvuelvo tan bien con él. Mis padres, Jaume Urpinas y María Vila, que eran creyentes ―ella más practicante que él―, también me apuntaron al Club Daumar, un centro del Opus en la calle Anglí al que fui durante un par de años. Allí me confesé por primera vez. También fui un mes de convivencias a Francia, que es donde depuré mi francés, hasta el punto de llegar a pensar en este idioma. En cuestión religiosa, no consiguieron convertirme. No me considero creyente, aunque creo en algún misterio, que hay algo. Pero no creo en la Iglesia como institución, ni en sus servidores ni jerarquías, del primero al último, del Santo Padre a los rectores de parroquia, por no decir que me desagradan. Todo lo que nos venden creo que es una «fantasmada», y, en consecuencia, ellos son unos fantasmas, si se me permite decirlo con todas las letras.

 

A los dieciséis años tuve que sustituir a mi padre

Mi padre le llevaba diez años a mi madre, y por cosas del destino, se murió a los cincuenta y dos años, cuando yo tenía dieciséis, así que empecé a trabajar muy pronto, mientras intentaba acabar el COU. Sin embargo, trabajar y estudiar podía conmigo, y no lo pude acabar. Tampoco tuve tiempo para la diversión y, hasta que conocí a mi mujer, recién cumplidos los dieciocho y con el carnet de conducir en el bolsillo, no hice otra cosa que trabajar. Nos enamoramos, nos casamos y levantamos una planta más en casa de mi madre para construir nuestro nido. Alguna vez nos escapábamos a una discoteca, y en más de una ocasión nos tuvieron que despertar cuando la cerraban, porque nos quedábamos dormimos del cansancio. En aquellos tiempos, trabajábamos de noche, porque en Mercabarna la venta era nocturna, de dos a ocho de la madrugada. Recuerdo el almuerzo, al final de la jornada, una vez pasada la venta; un almuerzo que era tan potente como la comida, porque teníamos un hambre atroz.

 

Recuerdos del antiguo mercado del Born

Quienes hayan visitado el área museística del antiguo Born habrán visto las columnas que lo sostienen. Entre esas columnas estaban las paradas. En cada parada, había una garita para el escribiente, que era el encargado de cobrar. Teníamos poco espacio, así que el producto expuesto solo era una muestra. Entonces, detrás había sitio para tener algo de stock. Todo el género se movía en cajas transportadas a mano o en carretillas, sin palés ni transpalés. Solo se vendían frutas y verduras. Fuera, en las calles adyacentes, se completaba la oferta con otros payeses que no tenían para estar dentro, pero traían producto de proximidad en cantidades industriales (alcachofas, que se vendían por docenas, sandías y melones del delta del Llobregat, por ejemplo). En el exterior también podía comprarse pescado, olivas, etc. Tengo muchos recuerdos entrañables de aquella época, de aquel espacio y de su entorno, que llegó a su fin en 1972, cuando entró en funcionamiento Mercabarna, donde nos trasladamos. Los comienzos allí fueron duros, como suelen ser todos los cambios de escenario. Aún se vendía de noche, aunque se empezó a avanzar el horario para encontrar algún cliente temprano, con lo cual la jornada se hacía todavía más larga. Recuerdo que siempre tenía sueño. Cuando iba a comprar género a Lleida, raro era el día que no hacía varias paradas para echar una cabezadita. No podía conducir el trayecto de una tirada, y me llevaba a mi mujer de copiloto para que no me dejara dormir.

 

Siempre nos quejamos porque no salen los números. Pero ahí estamos.

A la muerte de mi padre, mi madre y yo nos hicimos cargo del negocio de Mercabarna y los campos. Lo hicimos como pudimos, porque, a pesar de haberlo vivido en casa, se puede decir que éramos unos inexpertos. Yo, desde los doce años hasta la muerte de mi padre, había ido a ayudar a nuestros campos, pero no tenía más experiencia que esa.  Hubo días en que solo vendimos una cabeza de ajos y una cebolla. La verdad es que no tuve tiempo de pensar si quería ser payés o no. Me tocó y ya está, porque era el mayor de los tres hermanos y el único chico. Luego, estaban mis hermanas pequeñas, Roser y Ester, con las que me llevo un año y dos años respectivamente. No es verdad que el hijo del payés nunca quiera continuar el oficio de su padre. Conozco muchos hijos de payés que lo han continuado, sobre todo ahora, porque antes había más posibilidades de trabajar en otras cosas, y más seguras. Pero hoy ya hay pocos trabajos seguros como los de antes, de aquellos en los que alguien podía estar treinta años, si convenía. La incertidumbre actual ayuda a continuar en el oficio, porque, aunque es duro y está mal pagado, la tierra siempre está ahí, dispuesta a dar frutos. Y una cosa está clara: la gente no dejará de comer. Los payeses somos una raza especial, muy sacrificada. Siempre nos quejamos porque no salen los números. Pero ahí estamos. Mis hermanas, en cambio, eligieron sus caminos. Roser es médico de familia en el Centro de Asistencia Primaria de El Prat, y Ester psicóloga, trabaja en un gabinete y trata niños con problemas.

 

El precio se marca en la zona de producción

Mi padre tenía un socio que durante dos años, mientras yo no pude coger las riendas del negocio, lo hizo todo mal. Ni mi madre ni yo pudimos evitar la fuga de proveedores. Nos quedamos con los cuatro proveedores que se mantuvieron fieles, pero puede decirse que tuvimos que empezar de cero. Poco a poco, como nuestro papel de intermediario es necesario, fuimos recuperándonos. Con nosotros compiten los grandes supermercados en la intermediación, pero no llegan a todas partes, que es donde nos toca llegar a nosotros. La oferta y la demanda se regulan en el mercado, en el de Barcelona o el de Almería, que es nuestra primera referencia. Quien marca el precio es la zona de producción. Cuando un producto sale de Almería con un precio y tiene que llegar al vendedor de Alemania, se le van sumando los gastos que surgen por el camino. Somos, pues, reguladores de precios. Generalmente, a los intermediarios se nos acusa de ser los culpables de que los productores, los payeses, cobren poco por su género, y de encarecer los precios. No es verdad. Toda esta distorsión se debe a la irrupción de los grandes supermercados en el circuito.

 

Intermediamos sin comprar ni transportar

Mi actividad como empresario siempre ha estado relacionada con la fruta. Mi negocio consiste en abastecernos de fruta obtenida de productores y cooperativas de toda España, y de Marruecos, para venderla después en Mercabarna a comisión. Intermediamos, pero sin comprar. Tampoco transportamos. Recibimos la mercancía mediante agencias de transporte. En Almería obtenemos tomates, pepinos, calabacines, berenjenas, pimientos de todos los colores, judías… Este modelo de negocio basado en la confianza nos ha funcionado durante muchos años. Si Urpinas es hoy un nombre de referencia en el sector es porque la palabra de mi padre, la mía y la de mis hijos son como una escritura. Sin confianza mutua, sería un negocio imposible.

 

Trato especial en Marruecos

En Marruecos compramos lo mismo que en Almería y Huelva. En la zona de Agadir, tomates, pimientos, pepinos y judías, y en la zona de Tánger y Larache, fresones y aguacates. Cuando se acaba la campaña de los aguacates procedentes de Sudamérica, empieza la de los marroquíes. En Marruecos, que es el gran desconocido de la producción agrícola, las cosas son algo diferentes. El marroquí es un mercado muy difícil, hasta el punto de que exigen pagar incluso antes de cargar. Así debe proceder todo el mundo, salvo nosotros que, después de muchos años, ya nos hemos ganado su confianza y pagamos cuando el género llega aquí, el 50 % al contado, el mismo día que llega, y el restante 50% cuando termina la venta. Pagar en destino es una gran conquista porque, aunque uno conozca la calidad del género que mueve, durante el transporte pueden ocurrir mil y una eventualidades. Incluso puede estropearse la parte frigorífica o cualquier otro percance que perjudique la calidad del producto.

 

Siempre habrá variedades nuevas

Si tuviera que decir cuáles son nuestros productos estrella, aquellos que el mercado asocia a Urpinas por su calidad, quizá serían los melocotones, en todas sus variedades, seguidos de las cerezas, los albaricoques, las ciruelas, los paraguayos y las nectarinas. Esto, en verano. En invierno, sobre todo movemos verdura de Almería y Marruecos. La nectarina es una fruta mutada o injertada, de laboratorio, porque este tipo de innovaciones van a más y crecen de una manera exponencial. Si hace años nos hubieran dicho que podríamos comprar tomates casi negros, no lo hubiéramos creído. Son procesos de mejora imprescindibles, porque las matas se degeneran con los años. Una variedad de alcachofera, por ejemplo, no rinde más de dos o tres años. Es un sector muy propenso a los experimentos, porque, como todos, debe ofrecer novedades, aunque a veces las haya que fracasan, como cuando China sacó unas sandías cuadradas para guardarlas mejor en la nevera.

 

Los proveedores deben elegir qué les conviene

En un sector con un margen tan pequeño, es difícil ampliar la cartera de proveedores. Sin embargo, una cosa sí tenemos clara, y así la explicamos a quienes trabajan con nosotros: si lo que ofrecemos les parece poco, seguro que lo que ofrecen otros será aún menos. Esto no es simple verborrea comercial, es así. Es cierto que los grandes supermercados como Carrefour o Lidl nos han quitado mercado, porque compran directamente en origen saltándose a los intermediarios como nosotros, con la ventaja de que ellos tienen la venta fija, y nuestra venta va al mercado. Lógicamente, pueden mejorar nuestra oferta económica, por su volumen, pero no todo en esta vida se decide por dinero. Al ser tan grandes, trabajar con ellos es mucho más arriesgado, por su manera de operar. Ahí es donde el proveedor debe elegir: o su oferta económica inmejorable pero arriesgada o nuestra oferta, no tan ajustada pero más segura.

 

Por fortuna, mis hijos siguen mis pasos y son apreciados allá donde van

No sabría decir cuántos proveedores tenemos, pero diría que unos doscientos cincuenta, muchos de ellos con treinta años de antigüedad, con lo cual ya puedo decir que somos amigos. Por fortuna, mis hijos siguen mis pasos y son apreciados allá donde van. Si repasamos el año siguiendo el curso de las estaciones y las temporadas, en enero tenemos naranjas y mandarinas clementinas, manzanas, peras, limones y verdura. También fresa de Huelva, desde noviembre hasta junio. En abril o mayo empieza la fruta de verano, con los melocotones y las nectarinas de Huelva, y después de Sevilla, Almería, Murcia y Valencia. A medida que avanza el calendario, de Tarragona, Lleida y Aragón. El producto de cada zona se va sucediendo en el tiempo cuando toca, sin solaparse, es magnífico. Cuando el calendario se altera por circunstancias climáticas y la cosecha de una zona se solapa con la de otra, se acumula el género y hay riesgo de que se estropee por sobreoferta. El clima manda. Cada nueva campaña conlleva una visita a la zona productora, que suelo hacer personalmente para que vean que aún estoy al pie del cañón. Además de proveedores, lógicamente tenemos clientes, aunque no lo son del todo. El mercado es así: si un día tenemos el género más bonito, todos son clientes nuestros. Pero si otro día otro proveedor tiene mejor género, esos mismos consumidores se lo comprarán a él. Ahí no existe la fidelidad. Todos son posibles clientes.

 

Fruta refrigerada en una atmósfera controlada

Se habla mucho de la fruta que no se aprovecha como alimento porque no reúne las condiciones visuales, de aspecto, que impone el mercado, pero hay mucha leyenda en todo esto. En general, se aprovecha casi toda la producción. Los frigoríficos, por ejemplo, han servido para alargar un poco las campañas de cada producto. Hay variedades de melocotón cuya recolección se concentra en quince días. Se llega a estocar tanta cantidad que es imposible comercializar todo de una vez, no hay suficiente consumo. Para eso están las cámaras, que les aportan un mes más de vida, siendo menos perecederos. Hay casos más extremos, como las manzanas y las peras que, refrigeradas, pueden durar de un año para otro. Esto es posible aplicándoles un tratamiento a base de oxígeno, gracias al cual, dentro de la cámara al vacío y en una atmósfera controlada, van quemando este oxígeno añadido. Cuando llega la hora de comercializar esas manzanas y peras, están como el primer día, como si el tiempo se hubiera detenido. En el caso de las naranjas, las que nos comemos y bebemos en septiembre u octubre, se recolectan en julio. Se refrigeran, pero no en una atmósfera controlada.

 

La empresa está totalmente informatizada, donde yo no llego llegan mis hijos

En Mercabarna somos una plantilla de doce: tres en el almacén, tres en las dos paradas que tenemos, dos secretarias, tres mozos, y por allí estoy yo también, aunque no siempre. En realidad, quien lo lleva todo son mis hijos, Carla y Sergi. Carla, de treinta y seis años, es licenciada en Biología. Ella inició su vida laboral en un laboratorio, pero finalmente se decidió por el negocio familiar, haciéndose responsable de la parte financiera. Sergi, de treinta un años, es nuestro vendedor. Dejó los estudios en bachillerato y se fue un año a Inglaterra con un amigo, a foguearse y aprender inglés. A su regreso, con dieciocho años, empezó en Urpinas Logística, nuestro almacén, y después pasó a Fruits Urpinas, la parte comercial. La empresa está totalmente informatizada, y donde yo no llego, llegan mis hijos, que han crecido con la informática. Contamos con un programa donde cada día se actualizan las entradas de género, las ventas, el stock sobrante ―cada noche, contamos todas las existencias― y el producto perecedero. Al final, todo debe cuadrar. Si falta una caja, nos la han robado, no hay otra explicación. Nuestro almacén de neveras frigoríficas cubre unos mil metros cuadrados. Tenemos tierras, pero no cultivamos nada. Los campos, de una superficie total de cinco hectáreas no contiguas, los alquilamos.

 

Probando con el cáñamo para uso en laboratorios

Siempre hay que innovar. Así, en octubre de 2020 empezamos a cultivar cáñamo industrial para biomasa, porque el delta del Llobregat no solo puede vivir de verduras. Es una experiencia pionera, cuya producción se destinará a laboratorios. La explotación, de una hectárea y media y en forma de invernadero, está en un campo propiedad de Pere Martí, un payés trabajador como pocos, cansado de vender lechugas a veinticinco céntimos y perder dinero y que, si la experiencia va bien, quizá se anime a emularla. El cáñamo se parece a la marihuana, que tiene dos moléculas, la CDE y la THC, que es la psicotrópica, la que «coloca». Nosotros trabajamos con la molécula CDE, utilizada en fármacos combinada con otras plantas medicinales según una metodología y unos métodos de cultivo muy avanzados. Me gustaría extenderme más sobre esta maravillosa aventura, pero nuestro contrato con los laboratorios incluye varias cláusulas de confidencialidad que, lógicamente, debemos respetar. Pero una cosa sí puedo decir: es mi gran proyecto de futuro. Creo tanto en él que estoy por decirles a mis hijos que dejen Mercabarna y se vengan conmigo, porque, cuando esto funcione, será una carrera en la que todos querrán ser los primeros.

 

Somos la huerta de Europa

En el Baix Llobregat no hay tantos invernaderos como en el Maresme, porque allí cultivan fresas y flores, que son productos más delicados. Aun así, en nuestro país no vemos el mar de plástico que es Almería. Yo conocí Almería cuando nadie le concedía ningún valor, por ser una tierra demasiado seca. Pero gracias a los invernaderos, hoy es un vergel. De una cosa no hay duda: España, por su clima, es la huerta de Europa. También están Francia, Italia y Grecia. Polonia, por ejemplo, produce manzanas y peras, pero poca cosa. El resto de los países europeos, más septentrionales, come frutas y verduras gracias a los países meridionales del continente.

 

Un año y medio sin mi compañera de vida

Quizá he trabajado demasiado y tengo la sensación de no haber dedicado todo el tiempo que merecía a mi familia. Debo confesar que mi mujer, Cristina Corrons Mariné, crio a mis hijos. Ella fue mi compañera de viaje durante treinta y nueve años. Con baches, como todas las parejas, pero unidos por un amor profundo. Sin ella hubiera sido un desgraciado, porque, aunque trabajé como el que más, tengo un ramalazo de bala perdida que ella sabía llevar muy bien. Siempre he tenido depresiones cíclicas y, según un diagnóstico de hace quince años, son consecuencia de padecer un trastorno bipolar. Me medico con litio, y la verdad es que funciona, porque llevo una temporada muy estable. Cristina siempre estuvo a mi lado; cuando tenía un bajón y cuando me embalaba, porque los subidones también comportan problemas, te llevan a tomar decisiones equivocadas, pues lo ves todo de color de rosa.

 

Muy valiente y aventurera

Mi mujer era muy valiente, no se deprimió ni un segundo cuando le diagnosticaron su enfermedad, un cáncer inicialmente de colon. Era tan valiente que atravesó el desierto marroquí con un 4X4 en varias ocasiones, surcando dunas, más allá de Ouarzazate hasta llegar a Dakhla y al Sahara, aventuras que compartía con un grupo de buenos amigos. Yo no me apuntaba, demasiados baches. Donde sí íbamos juntos era a nuestro paraíso particular: una pequeña cala nudista entre Vilanova y Cubelles, cerca de un restaurante que se llama La Cucanya. Nos llevábamos bocadillos y pasábamos el día. Esto, en verano. En invierno, nuestro refugio era una pequeña casita de alquiler, muy acogedora, en Alp, Cerdanya, donde vive familia mía por parte de mi madre y donde íbamos casi todos los fines de semana para estar horas y horas delante de la chimenea. Sin embargo, nuestra gran aventura fue cuando toda la familia ―incluso el novio de mi hija― celebramos su cuarenta aniversario en los fiordos de Alaska, un viaje de los que nunca se olvidan. Fue una gran madre, lo único que quería era poder disfrutar de sus nietos, ser también una gran abuela, destino que desgraciadamente le fue negado por el de arriba. Murió en febrero de 2020, a los cincuenta y siete años, después de tres años de lucha contra el puñetero cáncer. Pude estar con ella hasta el final. Todos estamos en el bombo, pero a algunos les toca, y pobrecilla, le tocó a ella. Hablar de ella, pensar en ella, siempre me hará llorar.

 

Mis nietos son mi felicidad

Siempre he pensado que soy muy frío a nivel emocional. A veces, ante la muerte de amigos, por ejemplo, he extrañado sentirlo más. Pero tampoco quiero fustigarme por ello. Es así y ya está. Quizá sea una deformación; quizá la prematura muerte de mi padre me obligó a pasar página pronto si no quería que la vida me arrollara. Creo que también he pecado de ir demasiado a la mía. Tras la muerte de mi mujer, noto que he cambiado. Nunca es tarde, por lo visto. Ahora me preocupo más de mis hijos y empiezo a tener más empatía. También me enternecen mis nietos, Adrià, el mayor, de 6 años, y Lía, una preciosidad de dos años que está para comérsela. Los dos son hijos de mi hija Carla. Hoy son mi felicidad, y estamos muy unidos. Este mes me llevaré conmigo a mi nieto mayor una semana al camping Torre de la Mora en Altafulla, solo nosotros dos.