Texto del 30-09-2008
Fotografía cedida por Javier Gonzalo.
En su libro El IBI de las grandes infraestructuras hidráulicas, Javier Gonzalo Migueláñez expuso el agravio histórico de los municipios con grandes infraestructuras energéticas: hoy es un tema solventado. Su experiencia profesional, muy vinculada al asesoramiento municipal, le lleva a abogar por un modelo estadounidense de fiscalía, elegida directamente por los ciudadanos. Sin ser monárquico, apuesta por la continuidad de la dinastía borbónica.
Luchamos por los pequeños y medianos municipios
Como asesor en Derecho municipal, oriento, en los ámbitos tributario, financiero y medioambiental, a ayuntamientos de diverso signo político, de pequeños y medianos municipios de toda España. Ejerzo la abogacía desde el bufete que fundé en 1975 junto a mi padre, Juan Gonzalo Tejedor, y mi hermano, Juan Ignacio. Disponemos también de despacho en Madrid y Barcelona. Mi padre era secretario de Administración local, y eso ha hecho que me haya especializado en derecho administrativo y que me posicione siempre a favor de los municipios desamparados y agraviados financieramente; en concreto de los que acogen, hayan querido o no, infraestructuras que han transformado su territorio y provocado el éxodo de sus habitantes. Llevamos 15 años luchando en apoyo de las reivindicaciones de muchos pueblos, y hemos conseguido logros importantes ante el Tribunal Supremo.
Grandes infraestructuras energéticas y financiación municipal
En 2005 participé en la Comisión de Cooperación Catastral que desarrolló el impuesto sobre Bienes Inmuebles relativo a los municipios que tienen infraestructuras de producción energética (centrales hidroeléctricas, nucleares, de ciclos combinados, energía solar, fotovoltaica, eólica…). La comisión fue un éxito, ya que se consiguió que los cerca de 3.000 municipios afectados –casi la mitad de los municipios de España– mejoraran en mucho su financiación acogiendo un IBI especial que gravaba a las grandes, y muy rentables, infraestructuras energéticas de empresas como Iberdrola, Unión FENOSA o Endesa, muy importantes para la economía nacional.
La Transición: años de miedo y esperanza
Me colegié en 1975, el mismo año en que murió Franco. La Transición la viví como abogado del Estado. Mientras comenzaba en el ejercicio profesional, fui funcionario destinado en la Delegación del Ministerio de Industria en Lleida, donde ocupé el cargo de secretario general. Poco después, pedí la excedencia y empecé a dedicarme plenamente a la abogacía. Tenía unos 25 años, y era por tanto muy consciente de la importancia de los cambios que estábamos viviendo. La sensación que conservo es la de que fueron tiempos de miedo pero a la vez de mucha esperanza. La principal lección que extraje de ello fue que el valor primordial de una sociedad reside en la comunicación; para mí, la Constitución, los Pactos de la Moncloa, más que fenómenos de negociación, fueron actos de comunicación personal entre los políticos que los protagonizaron. En este sentido, ver en el Congreso buscando territorios comunes a Santiago Carrillo, a quien en mi juventud nos habían presentado como a un endemoniado; a Manuel Fraga, que había pronunciado la inquietante frase de “la calle es mía” en unos tiempos desde luego difíciles para él, y a Alfonso Guerra, el enfant terrible de la izquierda, hizo de esa época, sin duda, un prodigio de la comunicación, que tanto echo de menos entre los políticos actuales.
Reconocimiento a Alfonso Guerra
Alfonso Guerra es recordado, como ya he dicho, por su perfil polémico y heterodoxo. Sin embargo, fue quien seguramente propició más concesiones durante los años de transición. Él, que era, con mucho, el socialista más inteligente de la época, fue el ideólogo del “hay que ser socialistas, antes que marxistas”, frase que pasará a la historia en boca de Felipe González. Gracias a Guerra, se consensuaron leyes decisivas entre la izquierda y la derecha, ejerciendo ésta una política de responsabilidad en la búsqueda de consenso .Y más que la izquierda en general, fueron en particular los socialistas quienes colaboraron en dicho consenso, ya que a los comunistas les costó mucho ceder.
Confianza en la Administración de Justicia ordinaria y desprestigio de la cúpula del poder judicial
El juez ordinario se encuentra absolutamente desamparado por una cúpula judicial que lo que transmite es que sólo obra en base a impulsos mediáticos. Si la prensa saca a la luz pública un tema determinado, y un magistrado yerra, la cúpula se tiene que justificar instruyendo un expediente, porque necesita un cabeza de turco. Pero no es que fallen los jueces: falla el sistema de forma global. Creo que, en general, el ciudadano sigue creyendo en la Justicia y no siente recelos respecto a cómo ésta se administra en los juzgados de las ciudades, comarcas, provincias o comunidades. Lo que sí ha dejado de inspirar confianza es la cúpula del poder judicial y su presunta independencia. Hoy el desprestigio se centra en el Tribunal Constitucional y en el Consejo General del Poder Judicial, instituciones ambas sometidas al juego de las mayorías políticas, cuando deberían ser elegidas por los propios jueces.
Elección ciudadana de los fiscales, como en Estados Unidos
En el mismo orden de cosas, opino que los fiscales no deberían devenir acólitos del Fiscal General del Estado –nombrado políticamente–, sino que tendrían que ser elegidos por los ciudadanos, como sucede en EE UU. Es una reforma compleja de implantar, pero es la única opción correcta. Hoy el fiscal se halla demasiado próximo al juez y alejado del ciudadano. Está maniatado, recibe instrucciones continuas del Fiscal General del Estado, y los abogados encontramos durante los procesos que los criterios aplicados cada año por la fiscalía varían mucho en función de factores políticos que poco o nada tienen que ver con la Justicia.
Inhibición de la comunidad autónoma de su obligación financiera para con los ayuntamientos
La queja fundamental que se produce en los ayuntamientos es que están excesivamente tutelados. Su capacidad de autonomía política es potencialmente muy grande, pero no la pueden ejercer porque carecen de autonomía financiera. Sucede algo inexplicable: la comunidad autónoma no tiene ninguna obligación práctica con los ayuntamientos, lo que le lleva a inhibirse de su financiación, de manera que éstos se nutren sólo de los fondos de compensación del Estado y de los tributos propios. Al final, mi impresión, fundada en mi experiencia en este ámbito, es que los alcaldes prefieren negociar con el poder central que con la autonomía. Y ello no tiene sentido: se trata claramente de un problema a enmendar. La comunidad autónoma ha de tomar conciencia de que debe encauzar parte de los tributos que recauda hacia sus municipios.
Tenemos una Constitución excelente y madura
Tenemos una Constitución ya madura. Tiene 30 años, pero parece que ya es centenaria, dicho en el sentido positivo. El Tribunal Constitucional ha dictado tanta doctrina que todos los preceptos son interpretables, y dichas interpretaciones ya se han depurado mucho. Además, se han producido miles de sentencias clarificadoras, lo que ha propiciado una encomiable profundidad en el sistema legal. En cuanto a la posibilidad de reformar nuestra Carta Magna, no la considero inminente, porque entre las fuerzas políticas no existe voluntad al respecto. En el fondo, temen la respuesta de la sociedad. La Constitución sólo se podrá reformar si tres cuartas partes del Congreso está a favor, lo que incluye a los dos grandes partidos nacionales y a los nacionalistas (más deseosos de que se produzca el cambio).
Considero perentoria la reforma del Senado
Considero perentoria la reforma del Senado. Como Cámara de representación territorial está desaprovechada. Debería tener una comunicación directa con los municipios, y éstos, a través de las asociaciones que los agrupan y representan, deberían gozar de la potestad de designar a los senadores. Todo lo que afecta a los territorios debería conducirse a través de la Cámara Alta. La Ley de Régimen Local, por ejemplo, que ahora se va a volver a modificar, debería partir de ahí. Hay que potenciar el municipalismo, porque se sigue tutelando a los municipios como en la época de Franco.
Hacia el federalismo asimétrico
Si hay que reformar la Constitución, lo más urgente es el Título VIII, relativo a las autonomías. Personalmente, creo que deberíamos ir hacia un Estado federal, muy probablemente asimétrico. El Estado autonómico generalizado no deja de ser un invento para tapar heridas y dar a todas las comunidades las mismas posibilidades, a la vez que se priorizaban las históricas. Al fin y al cabo, sólo hay sentimiento autonomista fuerte en Cataluña, el País Vasco y Galicia, pero no, por ejemplo, en Castilla-León, de donde procedo. La igualdad entre comunidades que se pretendió se ha revelado errónea. Con la estructura de un Estado federal sería más fácil que cada territorio asumiera las competencias que pudiera. Si todas las comunidades quieren tener las mismas transferencias, pero no todas generan la misma riqueza, siempre habrá unas que den dinero a las otras. Y ahí reside, precisamente, el problema.
Una monarquía más vinculada a la diplomacia
Sin ser monárquico, creo en la figura de don Juan Carlos. En mi opinión, su existencia nos evita muchos problemas. En cuanto al Príncipe Felipe, goza de carisma ante los españoles –y no digamos su esposa– y creo que será un rey mucho más implicado en política que su padre. Para mí, el futuro Felipe VI debería realizar una labor más activa al frente de una monarquía vinculada a la diplomacia y al Ministerio de Asuntos Exteriores.