Jordi Montañés Biñana
Fotografia cedida
TH, 9è VOLUM. Biografies rellevants dels nostres arquitectes

Jordi Montañés Biñana

Montanyés Arquitectes SLPU

Entrevistat el 23-3-2018.

Se define como un arquitecto que vive como arquitecto; alguien que atempera su vertiente artística con altas dosis de raciocinio. Alma rebelde, alimentó desde la infancia su pasión vocacional, y pudo formarse junto a los artífices de la nueva Barcelona. Fiel a sus principios, en el desarrollo de todo proyecto acude a la empatía del cliente para lograr que éste haga suya su propuesta. Entre sus máximas satisfacciones, haber llevado a cabo un centro de trabajo especial para disminuidos psíquicos.

Comparto el carácter luchador de mi abuela

Ni en mi vida existen situaciones que me marcaran para conducir mi vida profesional hacia la arquitectura ni entre mis ancestros encontraríamos a alguien que hubiera cultivado esta actividad. Nacido en el seno de una familia de talante conservador, si alguna persona ejerció influencia sobre mí esa fue mi abuela materna, Miquela. Nacida en 1900, su recorrido vital se extendió hasta 2004, con lo que tuvo la fortuna de conocer toda la evolución de un siglo tan apasionante como el xx, con sus revolucionarios cambios y sus cruentas contiendas bélicas, tanto las mundiales como la Guerra Civil. Si ella supo percibir y entender mi carácter rebelde e inconformista muy probablemente es porque mi abuela fue una persona muy luchadora, una mujer que exhibió una gran fortaleza tras enviudar cuando apenas tendría en torno a una treintena de años y mostrar una gran capacidad para salir adelante con dos hijos en solitario.

En casa siempre respaldaron mis anhelos de ser arquitecto pese a no entenderlos

La abuela Miquela vivía en nuestro hogar, junto a mis padres y mi hermano mayor. En esa familia, siempre fui el contrapunto a una manera de afrontar la vida. Mi padre es el claro exponente de ese talante, pues trabajaba como administrativo en una entidad bancaria en búsqueda de la seguridad que te ofrecen unos ingresos regulares cada mes. Mi hermano emprendió esa misma senda, de vida ordenada, y siguió sus pasos desde el punto de vista profesional. Sin embargo, yo desde pequeño tenía claro que quería ser arquitecto. A diferencia del resto de niños, que se decantaban por el fútbol, yo buscaba la diversión en un juego de construcción a base de módulos de plástico con el que daba rienda suelta a mi incipiente creatividad arquitectónica. Aunque yo insistía en que de mayor quería ser arquitecto, en casa creían que se trataba de algo pasajero y que, a medida que fuera creciendo, desistiría de esa idea. Incluso los test psicotécnicos a que nos sometían en La Salle, donde estudié, revelaban que mis inclinaciones lógicas se encaminaban o hacia la psicología o hacia la arquitectura. Tal vez esas aspiraciones no encajaban en ese ambiente familiar, pero debo decir que siempre respaldaron en mi propósito de convertirme en arquitecto.

La rebeldía me ha acompañado durante buena parte de la vida

Ese carácter inconformista se revelaba también en la escuela. Al ser un alumno que no se mordía la lengua, cuando no estaba de acuerdo con algo, acostumbraba a ser reprendido por el profesorado. Mientras el resto de compañeros claudicaba con todo, yo solía mantener una actitud desafiante. Debo decir que me dolía más ver cómo abofeteaban a los demás que las tortas que podía recibir personalmente. Y eso que siempre fui el más pequeño de la clase, ya que inicié mi escolarización un año antes que el resto. Una escolaridad que transcurrió en pleno franquismo, lo cual significaba que, a primera hora de la mañana, formábamos en el patio, con el brazo en alto, para cantar el Cara al sol antes de entrar en clase. Aquella circunstancia creo que también me marcó; una más entre las muchas que no acertaba a entender en ese mundo y que alimentaban mi rebeldía, que me ha acompañado durante buena parte de mi vida.

El deporte se convirtió en mi principal hobby

En el colegio me aburría enormemente. Mis padres recibían quejas por mi comportamiento: que si replicaba a los profesores, que si no callaba como el resto… En aquella época primaba la uniformidad: que nadie destacara ni sobresaliera. Y yo me negaba a formar parte de ese entorno. Siempre buscaba retos; una inquietud que me ha acompañado a lo largo de mi vida, porque suelo fijarme desafíos y, una vez alcanzados, me planteo otros nuevos. En ese sentido, el deporte adquirió protagonismo en mi adolescencia. He practicado deporte siempre que he podido y se ha erigido en mi principal hobby. Atendiendo a mi carácter, desestimé el fútbol, que absorbía a la inmensa mayoría de jóvenes de mi edad y, con catorce años, empecé a practicar distintas modalidades. Mi propósito era compatibilizar estudios y entrenamiento, pero en aquella época la práctica deportiva se menospreciaba y se contemplaba como una pérdida de tiempo.

Fui uno de los pioneros en la práctica del windsurf en España

El esquí es uno de los deportes que más he practicado. Con solo catorce años, me iba al Centre Excursionista de Catalunya a buscar los esquís y, los viernes, me subía a un autobús con destino al Valle de Arán. A ninguno de mis amigos se le ocurría esa osadía, pero para mí resultaba una delicia esquiar en ese paraíso. Aprendí de la mano de unos monitores franceses. Aunque el idioma podía entrañar un contratiempo, mi anhelo de aprender me llevó a superar todo obstáculo. Tanto es así que acabé convirtiéndome en monitor de esquí con carácter esporádico. Era un chico con recursos, que no se amilanaba ante las dificultades y que buscaba soluciones para culminar sus deseos. A los dieciocho años, descubrí en la playa a unos extranjeros que hacían equilibrios sobre una plancha equipada con una vela. Me llamó poderosamente la atención cómo intentaban mantenerse a flote. Les pregunté qué era aquella práctica. Se llamaba windsurf, una modalidad que acababa de surgir en Holanda. Busqué cómo conseguir una tabla como esas y quién podía enseñarme. En mis primeras incursiones en el agua, cada vez que me caía acudían a buscarme en barca creyendo que me había lastimado o me estaba ahogando. El desconocimiento sobre esta práctica era equiparable a mi pasión por este deporte, que me llevaba a invertir hasta diez horas al día en el agua. Entonces no había escuelas de windsurf como ahora, que acabaron siendo creadas por sus propios pioneros. Yo mismo me convertí en monitor de esta modalidad, de tal manera que en invierno me ganaba algo de dinero instruyendo a esquiadores y en verano, a practicantes de windsurf.

Al matricularme en la universidad, me dije: «Has conseguido tu sueño»

Pese a las dificultades que he podido hallar en la vida, me considero una persona muy afortunada y agradecida con todo lo que me ha ocurrido. Haber avanzado mi escolaridad significó que, a los dieciséis años, acudí a la universidad para formalizar la matrícula, pues entonces resultaba necesario hacerlo con mucha antelación al ingreso efectivo. Aquel día me invadió una gran sensación de felicidad. Al llegar al centro, me dije: «Ya estás aquí; has conseguido tu sueño». En casa empezaron a comprender que mi pasión por la arquitectura no respondía a algo pasajero. No interponían obstáculos ni freno alguno. Al contrario: tengo que dar las gracias a mi familia porque pusieron todos los medios a mi alcance para que pudiera estudiar esa carrera. Mi visión del mundo era distinta; mi forma de pensar, también. Pero las discusiones que mantuvimos no modificaron en absoluto su apoyo hacia mí. Creo que, en realidad, se sentían orgullosos de mi determinación de ser arquitecto. Una profesión de las escasas que existen en la que sus miembros pueden prescindir de estar afiliados a la Seguridad Social; una actividad en la que los ingresos resultan del todo imprevisibles: hay épocas en las que puedes cobrar mucho y que se combinan con otras en las que debes subsistir con lo ahorrado. Una vez finalizada la carrera, mis padres no podían ocultar su satisfacción por mi logro.

Ante la frágil salud de Franco, vivíamos con la incertidumbre de si habría clase

La carrera la empecé con diecisiete años. Me correspondió pertenecer a la primera hornada de alumnos que debían someterse en España a la selectividad. Ignorábamos a qué nos enfrentábamos, pues no había referencias sobre esa prueba. Aun así, la superé sin problemas. La Escuela de Arquitectura rebosaba de estudiantes, ya que en esa época no existía alternativa alguna en Catalunya. Éramos dos mil quinientos alumnos y en las aulas nos amontonábamos hasta trescientos. La carrera duraba seis años, a los cuales había que añadir el séptimo curso, correspondiente al proyecto final. De media, invertíamos diez años en concluir los estudios. El primero constituía un compendio de asignaturas tan incompatibles cuya única justificación para esa amalgama parecía responder al deseo de efectuar una criba. Apenas el diez por ciento de los estudiantes lograban finalizar la carrera. En mi caso, hubo una dificultad añadida, como es iniciar la carrera en octubre de 1975, justo un mes antes de la muerte de Franco. Dada la frágil salud del dictador, vivíamos con la incertidumbre de si las clases se celebrarían o no. Pero cada día teníamos que acudir a la universidad para despejar dicha duda.

Gran camaradería en toda la comunidad universitaria

El primer curso de carrera resultó muy complicado. Ese año, los «grises» y sus porras adquirieron siniestro protagonismo. Fue una época en la que nos correspondió sufrir una situación crítica pero que, simultáneamente, se convirtió en una experiencia maravillosa. Los estudiantes, que éramos muy luchadores, constatamos la solidaridad de todo nuestro entorno. Existía una gran camaradería por parte de todo el mundo: desde los profesores hasta los bedeles. Los universitarios, a diferencia de la competitividad existente hoy en las aulas, éramos auténticos compañeros. Si no podías asistir a clase, al día siguiente siempre hallabas estudiantes dispuestos a cederte sus apuntes. Si un catedrático no se alineaba con las aspiraciones de la mayoría, las clases se suspendían de manera espontánea y solidaria. La Escuela de Arquitectura, junto con la Facultad de Económicas, eran particularmente conocidas por su capacidad de movilización. Las pintadas reivindicativas eran frecuentes, como también el traslado de las mesas y las sillas a la Diagonal para celebrar las clases en plena vía pública bloqueando la circulación. También habituales eran las irrupciones de la policía a caballo por las escaleras de la Escuela. Con apenas diecisiete años, resultaba muy duro ver cómo los «grises» aporreaban a los compañeros. Aquel sentimiento de dolor por la agresión ajena despertaba en mí una rabia enorme. Aunque me considero una persona pacífica, en ese momento hubiera estampado un ladrillo a alguno de esos agentes que, sin ningún tipo de contemplación, eran capaces de atropellar con sus caballos a una chica que recuerdo tendida en el suelo. Como también guardo en la memoria gente que, aun a riesgo de quedar parapléjica el resto de sus días, saltaba por la ventana al ver que la policía se dirigía hacia ellos con largas porras amenazantes. Aquella fue una época muy dura, en la que te arriesgabas a ir a la cárcel por el simple hecho de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Alguien tenía que ejercer de cabeza de turco y la policía detenía de manera indiscriminada. Si dabas con tus huesos en la Modelo, necesitabas contactos para recuperar la libertad. Conscientes de todo ello, los estudiantes acudíamos a la universidad calzados con zapatillas deportivas; no era por moda, sino que respondía a la probabilidad de tener que huir de la policía. Esta situación me recuerda mucho a la que hemos vivido recientemente, pues la policía irrumpía en las concentraciones pacíficas especialmente motivada.

Barcelona puede presumir de ser una ciudad diseñada por arquitectos y no por políticos

Académicamente, mi paso por la universidad lo recordaré por haber tenido entre mis profesores a Oriol Bohigas y a otros catedráticos, contemporáneos suyos, que dejarían una huella muy especial en la ciudad de Barcelona. Una generación que convirtió la capital catalana en la ciudad de los arquitectos. Unos profesionales que nos inculcaron el valor del trabajo bien hecho, de la calidad, y que nos hicieron sentir orgullosos de pertenecer a la Escuela de Barcelona. Fueron los artífices de esta marca en el ámbito arquitectónico, un sello muy bien considerado desde el punto de vista internacional, y que nos diferenciaba claramente de las universidades del resto de España. Lamentablemente, en los últimos años Barcelona ha ido perdiendo esta relevancia. No obstante, sí puede presumir de ser una ciudad que ha sido diseñada por arquitectos y no por políticos. Este elemento diferencial se percibe en los distintos rincones de la ciudad, en los que se ha sabido cuidar la arquitectura y en cuyo diseño se ha tenido en cuenta principalmente a sus habitantes. Esa generación de arquitectos fuimos unos privilegiados, pues accedimos a una formación excelente. Eso sí: los profesores no nos regalaban nada. Su exigencia era extrema. Pero nos apasionaba lo que hacíamos.

Descenso alarmante del nivel de la formación universitaria

Durante la etapa universitaria, aquella exigencia resultaba insufrible. Pero visto en perspectiva me siento afortunado. Nos acostumbramos a trabajar a un nivel tan alto que, al finalizar los estudios, éramos capaces de asumir cualquier reto. Había compañeros, sin embargo, que no podían seguir ese ritmo y que se encallaban en algunas asignaturas. Ante esa situación, algunos optaban por acudir a otra universidad, donde lograban el título en un plazo muy corto. Te preguntabas cómo era posible que alumnos que solían obtener calificaciones inferiores a las tuyas habían sido capaces de finalizar los estudios antes que tú. Aquello revelaba claramente que no todas las facultades gozaban del mismo plan de estudios, que la carrera no duraba los mismos años en todas partes o que las asignaturas no eran homogéneas en los diferentes centros. En la Escuela de Barcelona resultaba imposible matricularte de ciertas asignaturas si no habías superado otras. Había un interés real en formar a los alumnos y en ofrecerles estudios de calidad. La formación universitaria en esa época era prácticamente gratuita, si bien los costes de libros y material resultaban muy elevados y las posibilidades de ayuda eran escasas. No primaba, pues, el interés económico, como ocurre en la actualidad. Hoy en día, la exigencia ha descendido de manera alarmante, porque se valoran las ratios y se trabaja para no perder alumnos. El nivel de las titulaciones vigentes no es homologable a las nuestras. Se imparten unos estudios muy básicos, y el acceso a ellos se ha convertido en una actividad muy elitista. Para adquirir un nivel similar al alcanzado por nosotros, hoy es necesario complementar la carrera con másteres y cursos de posgrado, que no resultan asequibles precisamente. Ignoro qué panorama hallarán mis hijas, Mireia y Gemma, aunque ninguna de ellas se postula por seguir mis pasos profesionales, pese a que su madre también es arquitecta.

Trabajar a mano nos ha permitido cultivar nuestra capacidad espacial

No accedí a mi primer ordenador hasta que ya llevaba cierto tiempo trabajando como arquitecto. Eso quiere decir que a lo largo de toda la carrera universitaria hice los dibujos a mano, a lo sumo con Rotring. Eso proporciona ciertas ventajas, como es una mayor apertura mental. La informática en muchas ocasiones coarta la creatividad. Si te acostumbras a trabajar con ordenador acabas sucumbiendo a unas determinadas reglas físicas que plantea la tecnología. Aun hoy en día continúo proyectando a mano y sobre papel, ya sea con pluma o con lápiz. Eso nos permitió a aquella generación de arquitectos explotar al máximo nuestra capacidad espacial. Podemos imaginarnos los volúmenes y los espacios mentalmente, una virtud de la que carecen algunos de los profesionales que, en sus proyectos, siempre se han apoyado en las herramientas informáticas.

Soy un arquitecto que vive como un arquitecto

Hay arquitectos que consideran que su trabajo consiste en convertir su despacho en una máquina de hacer dinero. Hay otros que persiguen la fama, independientemente del precio de esta. A mí todos estos planteamientos me merecen el máximo respeto, pero yo tengo mi propio concepto de la arquitectura. Me considero un arquitecto que vive como un arquitecto. Eso implica una persona creativa pero que, al mismo tiempo, mantiene planteamientos racionales. El cerebro del arquitecto debe observar un perfecto equilibrio entre la parte emocional y la racional, entre los conceptos equivalentes a la folie francesa y al seny catalán. Puedes desarrollar un proyecto que goce estéticamente de una gran creatividad, pero al mismo tiempo tienes que asegurar que el mismo se sostenga. Los momentos de creatividad albergan cierto toque de locura, pero debes compensarla con el raciocinio, con el sentido común que garantiza la funcionalidad de aquello que estás proyectando.

Desconfiaban de quienes optábamos por la arquitectura bioclimática

Si solo te mantienes en la vertiente del seny, acabarás convirtiéndote en un arquitecto muy ingeniero. En cambio, si te decantas por el lado de la creatividad, serás un artista. Pero en nuestra profesión necesitamos atemperar esta vertiente artística. Y si no eres capaz de hacerlo por ti mismo, necesitarás a alguien que te marque unas mínimas reglas para seguirlas. En mi caso, y fiel a mi espíritu rebelde, durante la carrera me decanté por una línea alternativa a las más solicitadas, como proyectos o urbanismo. Era una línea infravalorada en ese momento y que se escondía bajo un magma de conceptos como arquitectura bioclimática, medio ambiente, sostenibilidad… Algunos de esos términos nos resultaban entonces desconocidos, pero, a mí, aquel mundo que buscaba la integración de las personas con la naturaleza, que prestaba atención a la orientación de las viviendas, que estudiaba el aprovechamiento de la energía para climatizar las casas o que se preocupaba por que estas, además de habitables, fueran saludables, me despertaba un profundo interés. Los estudiantes sensibilizados con estos temas formábamos un reducido grupo que contaba con Rafael Serra como catedrático. La dimensión del grupo era tan reducida que propició una gran cohesión entre todos los miembros. Dado que en España no había referentes en la materia, solíamos hacer stages de intercambio en Montpellier. Al menos ahí teníamos a interlocutores válidos que nos permitían avanzar en un terreno que en ese momento parecía destinado a los estudiantes marginales. En esa época, los alumnos brillantes se orientaban a proyectos o a urbanismo y, quienes optaban por la arquitectura bioclimática, se asimilaban a los que presentaban menos aptitudes. Ahora todo ha cambiado y quienes muestran interés en especializarse en estos temas acuden a Barcelona a cursar los correspondientes másteres.

En bioarquitectura hay que partir de un proyecto integral desde el inicio

La bioarquitectura responde a un planteamiento integrador y no a soluciones ecológicas que podamos incorporar a posteriori. Es decir: no se trata de desarrollar un proyecto para, más tarde, estudiar qué sistemas añadiremos para garantizar una climatización óptima. En estos casos hay que partir de un proyecto integral, contemplando el ahorro y la eficiencia energéticos desde el inicio. Ahí el abanico de recursos es muy amplio. Si bien las placas solares se erigen en una de las soluciones más populares, hay otras opciones igualmente interesantes, como por ejemplo el muro Trombe, consistente en una pared orientada al sol pintada de negro y cubierta con una lámina de vidrio, pero también existen sistemas que, en una vivienda con orientación a norte y a sur, canalizan aire de una fachada a otra y que permiten prescindir del aire acondicionado, u otros que, a través de espejos, facilitan la entrada de la luz solar en estancias que quedan fuera de su alcance. Siempre hemos optado por sistemas pasivos, diseñando soluciones en las que sea la propia casa quien «trabaje» y que la energía consumida sea la mínima.

Hay que llevar a cabo un proyecto propio pero ajustado a las necesidades y los deseos del cliente

La integración también reclama adecuación en el espacio. Eso requiere desplazarse hasta el punto donde vas a integrar el proyecto y, al mismo tiempo, prescindir de ejercicios miméticos. El lugar en el que vamos a levantar ese proyecto nos sugerirá simplemente la idea que hay que desarrollar. A menudo el cliente tiene formada su propia idea, a partir de su modo de vida. Y yo tengo la mía propia. A partir de aquí, ¿cuál es mi labor? Básicamente, debo conseguir dos cosas: que ese cliente se sienta a gusto en su casa y mi propia satisfacción con el proyecto llevado a cabo. Esta simbiosis se logra hablando mucho con el cliente, tanto para captar los deseos de esa persona que va a residir en la vivienda que hay que diseñar como para transmitirle nuestras ideas y las acabe aceptando. Aunque el proyecto es propio, el cliente finalmente se siente integrado en la propuesta. En ocasiones han acudido al despacho personas con la maqueta de la casa que desean, con el propósito de que les ponga en pie ese proyecto. Ante esta situación, opto por decirles que dejen la maqueta en una mesa aparte y que me expliquen esa casa. Entre la maqueta que traen y la casa ideal que me cuentan suele existir una gran distancia. Pero yo escucho y escucho. Hablamos de muchas cosas, algunas de las cuales no tienen que ver directamente con la arquitectura, pero sí de manera indirecta. Al final, les propongo presentarles dos propuestas: la que ellos me han planteado y una alternativa que es el proyecto que considero que encaja mejor con lo que me han transmitido, y que pondremos ambas propuestas una al lado de la otra y escogerán la que les resulte más atractiva. Siempre han acabado eligiendo el proyecto alternativo que les he propuesto.

Anteponiendo los principios a los fines lucrativos

Sé venderme ante el cliente, pero soy un pésimo vendedor de mi obra. Prueba de ello es que soy un perfecto desconocido. Pero en esta labor comercial que desarrollo solo puede haber ganadores. La clave reside en la empatía para desnudar al cliente, saber qué quiere realmente. A partir de aquí, hay que conseguir una casa que enamore por fuera y que resulte cómoda por dentro. Ambos aspectos son importantes, porque el cliente aspira a la felicidad completa y no está dispuesto a quedarse a medias. Si el cliente no obtiene la casa que desea, no la sentirá como propia y la considerará la casa del arquitecto. Es preciso ganar la confianza del cliente, porque es entonces cuando te permite determinadas licencias. Cuando estás en sintonía con él, cualquier detalle que le sugieras lo aceptará. Y en esa labor la honestidad resulta vital. He renunciado a muchos trabajos por no coincidir con el cliente. Antepongo mis principios a los fines lucrativos y, si no me siento reflejado en un proyecto, prefiero desestimarlo.

Convertir cada casa en un hogar según las prioridades de cada familia

En ese diálogo que establezco con los clientes, resulta fundamental el trabajo de identificar quién toma las decisiones. Porque a veces aparecen parejas en las que uno de sus miembros no habla pero, en el fondo, es quien tiene la última palabra. En ocasiones las primeras apariencias engañan y hacia quien hay que canalizar la empatía es hacia la persona que creíamos que carecía de poder de decisión. Sobre todo, hay que intentar convencerle del valor que tendrá ese espacio que vamos a crearle. Y ser conscientes de que cada familia tiene una prioridad distinta. Nos sorprenderíamos de la diversidad de planteamientos que existen. Hay quien acude regularmente al restaurante y le trae sin cuidado una cocina grande, como quien no sabrá valorar una suite enorme porque la habitación solo la utiliza para dormir. El objetivo es conseguir conocer sus prioridades y convertir su casa en un hogar, una vivienda que se integre plenamente con su modo de vida. Porque una casa es un traje a medida.

Desarrollé un centro de trabajo específico para disminuidos psíquicos

Durante quince años he estado impartiendo clases en la Universidad de Barcelona, acerca del diseño de establecimientos de restauración colectiva. Esta faceta docente tiene un curioso origen, pues en 1995 tuve la grandísima oportunidad de proyectar un centro de trabajo especial para disminuidos psíquicos, para la Fundació Cassià Just y la ONCE. Se trataba de diseñar una cocina en la que personas con distintos grados de disminución pudieran preparar hasta dos mil menús para un servicio de catering. No existía ninguna referencia en el mundo, por lo que tuve que llevar a cabo una profunda labor de investigación, entrevistando a médicos, psicólogos, etc. Desarrollé un centro específico para ellos, obviando incluso algunas leyes. Los bomberos, que tenían que validar el edificio, me advirtieron de que estaba infringiendo ciertas normativas muy estrictas, pero entendieron los motivos y se mostraron permisivos. El resultado fue satisfactorio, puesto que, una vez construido, los chicos trabajaban de manera cómoda y eficiente. Aquel proyecto adquirió repercusión, hasta el punto de que hubo quien se planteó qué ocurriría si, en vez de trabajar en ese centro esas personas, lo hicieran otras sin disminución. La reflexión giraba en torno a la posibilidad de incrementar factores como el rendimiento o la productividad. Esa repercusión fue también la responsable de trasladarme a la Universidad de Barcelona, en esta ocasión como profesor, para exponer a escuelas de nutricionistas y dietistas esa experiencia. Todo ello a partir únicamente de mis apuntes, pues no existía documentación alternativa al respecto.

Satisfacción por haber creado escuela en una materia específica

A partir de aquella experiencia con la Fundació Cassià Just y la ONCE, surgió la colaboración con Yolanda Sala, nutricionista dietista con quien impartimos clases conjuntamente en la universidad, además de haber publicado dos libros en los años 1999 y 2013. El primero lo impulsamos a partir de la demanda de formación existente y lo concebimos como un libro de texto para universidades con la editorial francesa Masson. Era la única manera factible de ampliar la transmisión de aquel conocimiento. Me siento orgulloso de haber creado escuela de manera espontánea en esta temática. Yo mismo pude constatar que, diez años más tarde, los nuevos profesionales salían de la universidad con aquellos conceptos que yo propugnaba. Incluso llegamos a acuñar cierta terminología en castellano, pues algunas de las palabras que se empleaban hasta entonces correspondían al francés o al inglés. Cuando veo que en las revistas donde se aborda el tema se utiliza ese léxico, me siento personalmente satisfecho al considerar que esa ha sido una de mis grandes contribuciones gratuitas a la sociedad, que ha acabado haciendo suyo ese vocabulario. El libro, que se agotó, se ha distribuido por las universidades y bibliotecas de medio mundo, si bien en estos momentos se encuentra descatalogado.

Premio al mejor libro profesional del mundo

En 2008 quise llevar a cabo un temario algo más avanzado, en torno a cómo desarrollar instalaciones de restauración sostenibles y de alto rendimiento. Para ello, establecimos contacto con la Fundació Alícia, una institución mundialmente reconocida, especializada en temas culinarios y fundada por el chef Ferran Adrià con el apoyo de Caixa Manresa. Iniciamos un trabajo de investigación que supuso un periplo internacional para entrevistarnos con los mejores cocineros. Fue una tarea laboriosa, que duró cinco años. Una vez concluida la redacción de ese libro, que compaginaba la parte técnica con la mediática (dado el glamur del que gozan la mayoría de estos chefs), me planteé cómo conseguir su máxima difusión. Era consciente de que, recurriendo a la distribución tradicional a través de las librerías, no lograría el alcance que me proponía. De este modo, acabamos considerando la posibilidad de establecer un acuerdo de patrocinio que propiciara la gratuidad del libro. Nos pusimos en contacto con la empresa española Silestone, fabricante de mármoles para cocinas, y la propuesta les resultó interesante. A cambio de cederles los derechos del libro durante dos años, lo editaron, lo maquetaron, diseñaron la portada y se comprometieron a enviarlo, gratuitamente y por vía postal, a quienes lo solicitaran a través de su web. La demanda superó las expectativas. El éxito fue espectacular y, dado el carácter multinacional de Silestone, en la actualidad el libro cuenta con ediciones en distintos idiomas. Además, fue presentado al premio Gourmand, certamen que reconoce la calidad de las mejores publicaciones en el entorno gastronómico, y obtuvo el premio al mejor libro profesional de gastronomía en España en 2013. Esta condición nos permitió optar al concurso internacional Gourmand, donde concurrían seis finalistas, entre ellos el nuestro. Así, en 2014 viajamos a Pekín, donde obtuvimos el premio al mejor libro profesional del mundo; todo un orgullo teniendo en cuenta que, en mi categoría, había nueve mil libros.

Catalunya necesita una acción unitaria y no debatir entre izquierdas y derechas

El rumbo adoptado últimamente por el Procés en Catalunya es estrictamente responsabilidad de los catalanes; en el buen sentido de la palabra. Salvo honradas e ilustres excepciones, tanto la clase política catalana como la española me provoca absoluto rechazo. Se echan en falta políticos con altura de miras y sentido de Estado, pues los actuales evidencian que solo velan por sus intereses, por los de su partido y por conseguir proyección mediática. Me irrita comprobar cómo hoy la política se reduce a luchas intestinas sin que nadie busque desencallar el problema. Si en vez de enredarse en tantas declaraciones trabajaran unitariamente, como hacíamos en la Escuela de Arquitectura tras la muerte de Franco, seguro que seríamos capaces de salir adelante. Pero los enfrentamientos internos existentes solo están consiguiendo dar munición al Gobierno central. Hay que señalar, no obstante, que desde la capital mantienen una concepción colonialista y persisten en la mentalidad de someter al adversario. Nunca accederán a establecer diálogo, porque su única estrategia reside en el uso de la fuerza y la represión. Ante esos ataques, los diputados del Parlament se muestran incapaces de ponerse de acuerdo y en este momento existe una gran sensación de desunión en la Cámara catalana. De ahí el valor de entidades transversales como Òmnium o la Assemblea Nacional Catalana, que congregan a mucha más gente que cualquier partido político. No es momento de debatir entre izquierdas y derechas, sino de velar por Catalunya.