Jordi Pujol
Jordi Pujol
TH, 1r VOLUM. La transición política española

JORDI PUJOL. President de la Generalitat de Catalunya de 1980 a 2003

Texto del 06/06/2003
Fotografía cedida por J.P.

La evolución de un país viene propiciada por la capacidad de sus dirigentes políticos. Éstos, a su vez, están sometidos a los vaivenes de los avances que propician. Jordi Pujol superó su propia etapa: los años de la Transición, la España de entonces y de hoy. Cataluña, la paz de todos… No es de extrañar que le destaquemos especialmente en este libro.

Inicio de la transición política

Estrictamente, la transición política española empieza con la muerte de Franco. Ahora bien, si se observa detenidamente, el proceso se había iniciado con anterioridad a la desaparición del dictador, al menos en dos aspectos básicos. En primer lugar, a partir de 1959 surge en la sociedad española y en la catalana una clase media que es el fruto de un desarrollo económico continuado. Esa clase media va a suponer un factor clave para la consecución de la democracia, pues ciertamente es difícil consolidar cualquier democracia sin su presencia. De hecho, la transición política no es más que el resultado de un largo proceso de maduración de la sociedad española en su conjunto, y a ella le corresponde el mérito principal en el proceso. Paralelamente, ya antes de 1975 se produce una importante reflexión intelectual y cultural que desemboca en la aparición en escena de una serie de opciones políticas, que se vuelve más intensa conforme se aproxima el final de la dictadura. Esos incipientes partidos políticos no tienen ya su punto de referencia en el pasado republicano, sino que dirigen su mirada hacia el futuro y hacia el modelo europeo.

En 1975 ambos aspectos salen a la luz pública, se hacen evidentes la moderación social y los grupos políticos, intelectuales y sindicales hasta entonces ocultos. Emerge una insospechada madurez social, política y cultural, que se venía desarrollando desde quince años atrás con un objetivo común: la implantación de la democracia y la aproximación a Europa. En este sentido, la transición no es producto de un instante.

Políticamente, la transición fue posible gracias a tres factores de moderación

Resulta difícil destacar especialmente unas figuras políticas sobre otras ­durante el periodo de la transición, pues creo que la clase política española, en conjunto, tuvo una actuación excepcional en aquellos años. Sin duda, personajes concretos como el Rey o Adolfo Suárez tuvieron un particular protagonismo en el proceso, pero la contribución más significativa para el buen éxito del mismo fue la moderación aportada por tres fuerzas políticas claves del momento histórico.

Uno de esos factores de moderación fue el Partido Comunista, con Carrillo al frente del mismo. Por decirlo de alguna forma, el Partido Comunista acotó el cambio político por la izquierda, estableciendo el límite de lo que se podía conseguir sin riesgo de desembocar de nuevo en un enfrentamiento social, como tantas veces ha ocurrido en la historia de este país. Optaron por una política moderada, que ellos podían liderar con mayor autoridad moral que los socialistas (por aquel entonces un grupo político todavía inmaduro) y con mayor peso político. Su actitud resultó beneficiosa para el proceso.

Hay que reconocer también, lo que no siempre se ha hecho, que la derecha española en su conjunto actuó con enorme moderación y sentido político de la conveniencia del cambio. No estuvo exenta de defectos, e incluso de episodios reaccionarios (como el golpe de Estado del 23-F), pero también de aciertos políticos de mucho mérito. Conviene recordar, por ejemplo, que la derecha franquista se autoinmoló, votando en las Cortes a instancias del Rey y Torcuato Fernández Miranda la disolución del régimen, lo que no es algo frecuente. Más tarde, Fraga aglutinó a las fuerzas más próximas a los ideales del régimen franquista convenciéndolas de que era necesario moverse dentro del marco democrático.

Por último, un tercer factor de moderación fue el introducido por el nacionalismo catalán, que si por aquellas fechas, hubiese hecho hincapié en sus legítimas reivindicaciones, habría generado ciertas dificultades en el proceso. En esa tesitura histórica, nosotros preferimos pactar un estatuto de autonomía más modesto (pero que, aún así, permitiese un desarrollo posterior más ambicioso) a fin de no causar un efecto muy negativo en el inestable equilibrio político de la época.

Aquella moderación ha pasado factura política

Un hecho curioso con respecto a la mencionada voluntad de moderación es que, para quienes la practicaron, les haya resultado más nociva que beneficiosa. Ciertamente, nadie ha obtenido recompensas políticas por ello. Al Partido Comunista y a Carrillo las cosas les fueron desde entonces francamente mal. La derecha más tradicional, con Fraga a la cabeza, también padeció durante bastante tiempo muchos reveses políticos, y la misma UCD de Suárez, pese a su buen quehacer, acabó siendo castigada electoralmente por esa actitud moderada. En nuestro caso, estoy convencido de que la aportación que efectuamos al proceso resultó especialmente útil (no me atrevo a decir que de manera decisiva, pero en cualquier caso muy positiva) y, sin embargo, nuestro esfuerzo de entonces en aras de obtener un Estatuto y una Constitución de amplias miras, pero que no dejaban las cosas sufi­cien­temente bien atadas, nos ha llevado a la situación actual, en la que nos encontramos con que determinados logros que considerábamos irreversibles se ponen de nuevo en tela de juicio.

Polémica sobre el fin de la transición

No comparto la opinión manifestada actualmente desde ciertos ámbitos, en el sentido de que la transición es un proceso inacabado que finalizará con el relevo generacional de aquéllos que la hicieron posible. Soy más bien de la opinión de que la transición se acabó hace bastantes años; concretamente, en el marco político catalán, finalizó con la restauración de la Generalitat, o si se quiere alargarlo un poco más, con la celebración de las primeras elecciones autonómicas. En el caso de España, me parece que la transición se acaba en los años 1980-1982, es decir, con la llegada al poder de los socialistas. La transición no quería decir nada más que la posibilidad de que en España se pudiera instaurar en paz, normalidad, tranquilidad y progreso, un gobierno lo más alejado posible de la situación que existía antes. La normalidad política del país, desde luego, se consigue a principios de la década de los 80. Buena muestra de ello es que, por esas fechas, el país ingresa en las instituciones europeas. ¿Cabe mayor normalidad que ésa? La transición, en el fondo, no es más que el paso de una anormalidad a una situación nueva de plena normalidad, y una vez que somos aceptados en el club de los países democráticos europeos, ¿qué mayor indicio de normalización es preciso? ¿Qué tipo de transición es necesario continuar? No, la transición está definitivamente acabada, lo que tenemos ahora son otro tipo de problemas y ­conflictos cuya resolución no se debe plantear en términos de transición ­incompleta. Lo que ocurre es que en estos momentos se ponen de manifiesto, más en Cataluña que en otras partes de España, ciertas insuficiencias derivadas de ese proceso histórico.

En Cataluña se percibe un desencanto con el resultado final de la transición

A menudo tendemos a creer que un proceso, sobre todo si es positivo, devendrá irreversible, y no es algo del todo cierto. En ocasiones, la rueda del tiempo invierte su curso natural y se corre el peligro de retroceder en lo que se ha obtenido. A mi entender, eso es lo que está sucediendo últimamente en Cataluña, desde el punto de vista autonómico y de relación con el conjunto de España, y esta situación puede explicar el desencanto actual con el proceso de transición. Al inicio de ese periodo Cataluña obtuvo un reconocimiento explícito de su peculiaridad dentro del Estado español, de sus derechos históricos, derechos a la identidad diferenciada, derechos económicos y sociales, etc., mientras que hoy día se percibe un estancamiento importante en estos avances políticos.

Inquietud por el resurgimiento de la España ancestral

En el momento de la transición, España debía resolver dos problemas: el problema de Euskadi y el de Cataluña. Se da la paradoja de que, en la actualidad, ambos problemas vuelven a estar sobre la mesa de debate político. Perso­nalmente, tengo la impresión de que el conflicto nacionalista ahora es objeto de menor interés en los ámbitos políticos estatales que el que tuvo en épocas precedentes. Asistimos a una reaparición de la mentalidad españolista más tradicional, una mentalidad neocentralista, y me atrevería a calificar de neoimperial. Es una mentalidad que tiene su raíz ideológica en la historia española del siglo xvii, en la que se daba una concentración del poder en el centro castellano y en donde la periferia no contaba demasiado. Obvia­mente, a nosotros nos preo­cupa esta involución ideológica por lo que tiene de mal presagio de cara a la solución definitiva del problema de los nacionalismos en España.

Inconveniencia de las declaraciones de Manuel Jiménez de Parga

Buen ejemplo de esta situación retrógrada ha sido la polémica suscitada por las declaraciones de Manuel Jiménez de Parga, presidente del Tribunal Constitucional1, que sin duda fueron desafortunadas y que nacen de una visión anacrónica del Estado español, absolutamente ignorante de la realidad del país, y que contiene un marcado tono de desprecio hacia la diversidad del mosaico de pueblos que componen España. Hace pocos días el Tribunal Su­premo ha decidido rechazar la demanda que interpuso la Generalitat contra el autor de las mencionadas declaraciones. En este sentido, quiero hacer constar que nuestro gobierno siempre ha asumido las decisiones de los tribunales, tanto si nos gustan como si no, y en este caso actuaremos exactamente igual. Pero considero conveniente resaltar que la misma resolución indica que el presidente del Tribunal Constitucional faltó “a la moderación y a la prudencia”, lo que no deja de ser grave en alguien de su cargo. Precisamente, si de alguien cabe esperar que sea moderado y prudente es de un presidente del Tribunal Constitucional.

Cada vez somos más los que nos sentimos extraños e incómodos en el edificio constitucional español

Más allá del hecho concreto de las declaraciones de Jiménez de Parga, en los últimos dos años vengo advirtiendo a todo aquél que quiera escuchar que, en Cataluña, cada vez hay más gente que se siente extraña, incómoda con el ­actual marco constitucional del Estado, en especial con determinadas leyes y nombramientos de altos cargos (como el mismo Jiménez de Parga y otros) que se aprueban y promueven desde Madrid y que son obra del PP, pero también de acuerdos tácitos entre el PP y el PSOE. Esas actuaciones revelan un total desconocimiento del rechazo que suscitan tales decisiones políticas en nuestra tierra, si no la voluntad deliberada de pasar por alto la opinión de Cataluña como país y como gobierno.

Este malestar es algo que se viene constatando con tristeza por parte de gente de CiU, de miembros destacados del gobierno de la Generalitat, e incluso yo mismo lo vengo denunciando, y espero que nadie se atreva a objetar que esta queja merece el mismo trato que la de aquéllos que siempre han adoptado ­actitudes radicales y extremistas. Más bien al contrario, nosotros, en mayor medida que los líderes políticos actuales, hemos contribuido de manera constante a la gobernabilidad y estabilidad del país, al proceso de transición y a la construcción del edificio constitucional. Por este motivo, considero negativo el creciente aumento por nuestra parte de la sensación de quedarnos fuera de ese marco constitucional, cuya construcción es fruto de nuestros esfuerzos tanto como de los de otras fuerzas políticas de entonces, y que siempre quisimos que en él todo el mundo tuviera cabida.

Relaciones complicadas con el President Tarradellas

Mi valoración política de la labor del President Tarradellas es positiva, puesto que supo mantener la institución de la Generalitat en el largo exilio. Es algo que hizo a su manera, muy al margen de los partidos políticos, pero es un mérito que, sin duda, cabe atribuirle. Además, su política de cara a la nueva situación (propiciada por la reforma democrática emprendida por Suárez) era, a decir verdad, muy diferente de la que habíamos consensuado las fuerzas políticas catalanas agrupadas en lo que fue la Assemblea de Cata­lunya. No obstante, lo cierto es que al final los acontecimientos se desarrollaron más acordes con su valoración que no con la nuestra. A partir de entonces, es justo reconocer que, por parte de los partidos políticos catalanes, no supimos sacar provecho de la situación. No quisiera ahora eximir a nadie de responsabilidades, ni tampoco adjudicárselas en exclusiva a alguien, pero lo cierto es que las cosas no se hicieron suficientemente bien por ambas partes.

En cuanto a mi relación personal con Tarradellas, hay una anécdota que la resume certeramente. Siendo ya President, me reuní con él en el despacho oficial del Palau de la Generalitat. Para romper el hielo, le dije: President, yo, de usted, siempre he hablado bien. Medio en broma, medio en serio, me contestó: pues yo, de usted, siempre he hablado mal. Nos pusimos a reír, puesto que no ­dejaba de ser una exageración, no es cierto que nos criticásemos constantemente como se rumoreaba entonces, aunque resulta obvio que nuestra relación personal no se desarrollaba con la fluidez apetecible.

Un político atípico

Parecerá extraño e inverosímil, pero la verdad es que soy un hombre con escasa mentalidad de político, en el sentido estricto de la palabra. Sólo soy un nacionalista, y mi ideología, por decirlo de algún modo, tiene poco fundamento político, se resume simplemente en el vago concepto popular de fer país2. Así pues, se me puede definir con propiedad como un político atípico. Creo que esto ha sido positivo en muchos aspectos, pero también ha supuesto un handicap en el desarrollo de mi carrera pública, puesto que los reflejos y ademanes que se derivan de esta postura de fer país no se corresponden con los típicos en un político profesional. En ciertos aspectos supone una ventaja, ya que mucha gente agradece esta voluntad constructiva pero, en cambio, hace que no acabes de poseer aquel punto de agresividad y de sectarismo que, normalmente, acompaña a cualquier político. Todos somos, en mayor o menor medida sectarios, es normal mostrar cierto grado de egoísmo; ahora bien, desde un punto de vista ideológico, fer país, construir Cataluña, exige de por sí ser muy poco sectario.

Merced a este carácter atípico de mi concepción de la política, me da la impresión de que, en el pasado, la relación que he mantenido con el resto de fuerzas parlamentarias catalanas ha resultado conflictiva en varias ocasiones. No siempre se ha comprendido bien lo que pretendía políticamente por esta condición atípica de mis planteamientos.

Balance de la gestión de gobierno al frente de la Generalitat

Cataluña, a mi juicio, debe aspirar a recuperar la situación inicial de la transición, en la que podíamos plantear determinadas reivindicaciones políticas y aportar soluciones que dejaran abiertas ciertas perspectivas de futuro, a diferencia de la etapa actual, en la que nos vemos forzados a defender todo lo que hemos ganado a lo largo del tiempo con tal de no perderlo.

Pese a todo, esta situación no impide que podamos afirmar con orgullo que el balance de los últimos veinticinco años de autogobierno ha sido bueno para Cataluña. En este progreso todos tenemos mucho que ver. De hecho, es resultado del esfuerzo de todo el país, es mérito compartido de la gente de CiU, del PSC, del PSUC, de la derecha, y por supuesto también de los sindicatos, del mundo intelectual, de los ayuntamientos del territorio. En conjunto, el balance es inequívocamente bueno. Si esto es así, y el consenso ­general lo ratifica, quiere decir que una parte del mérito también es nuestra, ya que hemos ejercido el gobierno durante veintitrés años, así que me siento satisfecho por la contribución efectuada en el afianzamiento de Cataluña desde un punto de vista identificativo, económico, social, de proyección ­internacional, cultural, de protección de la convivencia. Insisto en que todo esto es mérito atribuible al conjunto de los ciudadanos de Cataluña, pero que también nosotros tenemos derecho a reclamar una parte importante de este mérito, no todo en exclusiva, pero sí una parte.

Lo que ocurre también, y no es necesario ocultarlo, es que como gobierno no hemos conseguido todos los objetivos que nos proponíamos. No disponemos de suficiente poder político; un poder político lo bastante estable como para que nos garantice que no se producirá una marcha atrás en el autogobierno. Así pues, es necesario que volvamos a la carga, especialmente en un momento como el actual en el que, desde el año 2001, recibimos fuertes presiones en contra del proceso autonómico.

No podemos esperar de Europa la solución a nuestros problemas

Para nosotros, Europa es un hecho positivo. Nos favorece desde el punto de vista económico, político, cultural, social, etc. Además, nosotros nos sentimos europeos, ya que en Europa residen nuestras verdaderas raíces como pueblo. Ahora bien, desde un punto de vista institucional, la posibilidad de que se produzca una relación directa entre Cataluña y Bruselas y de que, por consiguiente, la estructura estatal española se vuelva más permeable y menos constrictora, no es en absoluto fácil de conseguir a corto plazo. Si bien el funcionamiento político de la Unión Europea favorece un relajamiento en este aspecto concreto, en el de la estructura centralista tradicional en muchos Estados europeos, de todos modos vamos a seguir dependiendo de Madrid en multitud de asuntos. Las decisiones que se tomen en Bruselas nos afectarán indirectamente, porque igualmente deberán pasar por el cedazo de Madrid. Hemos trabajado mucho y seguiremos trabajando en pro de Europa, pero el lugar a donde debemos acudir para resolver nuestras cuestiones es España.

Necesidad de un concierto económico

En 1978, durante la negociación del Estatut, desde CiU planteamos que la financiación de nuestra autonomía debería parecerse bastante al concierto económico vasco, pero el resto de partidos políticos catalanes, con la excepción de Esquerra Republicana de Catalunya, se opusieron a esa propuesta, a mi entender de un modo erróneo, porque aquella negativa ha acabado perjudicando a Cataluña, sobre todo en el aspecto económico. A nosotros siempre nos ha quedado cierto resquemor a raíz de ese asunto, en el que creo que nos faltó mayor empeño colectivo a nivel político.

Los vascos valoran nuestra situación lingüística y cultural, nosotros su modelo de financiación

Soy consciente de que los vascos valoran muy positivamente nuestra situación lingüística y cultural, que es mejor que la suya, como también es mejor nuestro clima de convivencia y cohesión social, que aspiran obtener para su tierra. En cambio, nosotros les envidiamos encarecidamente su modelo de financiación. El nuestro deja mucho que desear, a pesar de que, desde 1993 hasta hoy día, gracias a la capacidad de negociar que hemos tenido con los sucesivos gobiernos centrales, primero del PSOE y luego del PP, hemos conseguido introducir mejoras muy pertinentes al respecto. De todos modos, uno siempre se enamora de lo que no tiene.

Derecho de autodeterminación

El derecho de autodeterminación de los pueblos, simplemente, es uno más de los derechos políticos que existen, y sólo hace falta para ponerlo en marcha que se dé la voluntad suficiente de un pueblo, manifestando su intención de celebrar un referéndum en este sentido. Si se le va a permitir o no ponerlo en práctica, eso es ya una cuestión diferente, pero el derecho como tal existe de forma independiente. Si en el futuro una parte de España, por ejemplo Euskadi, o llegado el caso Cataluña misma, manifiesta de forma clara, a través de su Parlamento, el deseo de convocar un referéndum de autodeterminación, me parece que iba a resultar muy difícil oponerse a esa intención, por mucho que ese deseo contraviniese lo expresado en la Constitución española. En ningún caso me estoy refiriendo a que lo pida un partido o un gobierno autonómico, insisto en que debe tratarse de una mayoría sustancial de ese pueblo, cuya voluntad se expresa democráticamente a través de un Par­lamento, y en ese supuesto mi opinión es que debería hallarse el mecanismo adecuado para realizar el referéndum. Nosotros jamás hemos planteado para Cataluña la necesidad de ese referéndum de autodeterminación, pero eso no excluye mi convicción de que, llegado el caso hipotético, si un pueblo lo exige veo difícil que se pueda evitar su celebración, y si se evita, se creará un gran conflicto político de largo alcance y nefastas consecuencias.

Reforma de la Constitución y del Estatut

La Constitución se puede reformar, el mismo texto recoge esa circunstancia, lo que pasa es que no es fácil reformarla, se necesitan muchos requisitos para ello. No acabo de comprender la reticencia actual ante cualquier planteamiento, por lo demás perfectamente lícito en política, acerca de la conveniencia de una reforma en la Carta Magna o en un estatuto de autonomía.

De todos modos, hago constar que, personalmente, he procurado siempre actuar de forma que no sea preciso modificar la Constitución o nuestro Estatut d’Autonomia para obtener mis objetivos políticos. A lo largo de mi mandato he sostenido que, como resultado precisamente de las negociaciones en torno a esos textos legales durante la transición, y que siempre he considerado que no se llevaron a buen término (ahora es cuando esos errores resultan más evidentes), la Constitución y los diversos estatutos de autonomías permitían un margen de actuación que daba pie a un incremento del autogobierno sin necesidad de modificarlos. Por ejemplo, en base a la aplicación del Artículo 150.2, en base también al desarrollo de determinadas leyes que permitiesen ese incremento de competencias al margen de las reformas, y que favoreciesen medidas tan útiles para nosotros como la administración única o el traspaso de los cuerpos de seguridad (aspectos ambos que no estaban previstos en el Estatut, pero que pudimos obtener sin necesidad de introducir cambios en él). Yo prefería este sistema, primero, para no tener que retocar la Cons­titución o el Estatut, y segundo, porque esto permitía una colaboración bilateral con el gobierno central que facilitaba las cosas. Si se hubiera optado por un planteamiento global, como el que dio pie al famoso “café para todos”, se acabarían generando más inconvenientes que beneficios, puesto que hay muchas autonomías españolas que no tienen la misma vocación de autogobierno que tenemos en Cataluña, y no les interesa obtener lo que consideramos que Cataluña precisa (por ejemplo, competencias sobre la policía, las prisiones, el control de la inmigración o la administración única; la ansiada corresponsabilidad fiscal, al principio, fue rechazada por muchas de ellas). Estaba convencido de que lo más práctico era negociar estas cuestiones, dentro de la Constitución y del Estatut, a través de una relación bilateral.

Ahora, por lo visto, esto resulta imposible, así que nos vemos abocados a plantear la necesidad de un nuevo estatuto de autonomía, que nosotros, en principio, querríamos que no obligase a modificar la Constitución, pero que quizás acabe generando una petición nuestra en este sentido. Es pronto aún para afirmar una cosa u otra, de todos modos ya se alzan voces advirtiendo del peligro que una modificación de los supremos textos legales puede suponer, de la amenaza de un retroceso en el autogobierno de persistir por esta vía reformista. Sólo puedo decir que el peligro de una pérdida de competencias y derechos políticos, de estancamiento del autogobierno de Cataluña, ya existe, con independencia de que solicitemos o no una reforma de la Constitución.

Mi ilusión personal hubiera sido acabar esta última legislatura con un acuerdo definitivo que pusiera fin a las aspiraciones de mayor autogobierno, pero no ha sido posible

En esta legislatura, que abarca de 1999 a 2003, mi intención era incrementar sustancialmente el techo de nuestra autonomía (con más competencias, mejor financiación y mayor reconocimiento del poder político y simbólico de Cataluña en el seno de España), y estaba dispuesto entonces a dar por finalizada la reivindicación autonómica, al menos por parte del gobierno actual de la Generalitat y por parte de CiU. Para ello solicité una negociación a fondo con el gobierno central en 1999, y volví a solicitarla en 2001, pero me encontré con una negativa frontal a discutir estos temas. Enviamos un borrador bastante completo con todo lujo de detalles (no unas simples cuartillas, sino centenares de páginas), con el temario y con la metodología que proponíamos seguir para realizar esta discusión bilateral. Sin embargo, este proyecto político nunca obtuvo respuesta.

Ante la imposibilidad de llevarlo a cabo, me concentré durante la legislatura en el objetivo inicial de aumentar nuestro techo competencial, pero esto tampoco ha sido posible. Más aún, se acerca ahora el final de la misma y se observa con preocupación un peligro de inflexión, de involución autonómica en Cataluña y el resto del Estado. Por lo tanto, en la próxima legislatura habrá que plantear (si podemos, si la relación de fuerzas parlamentarias nos lo permite) una vuelta a ese impulso reivindicativo y a la presión política, en aras de garantizar una mayor autonomía para Cataluña.

Veintitrés años de gobierno ininterrumpido pueden parecer demasiados, pero no son excepcionales en el conjunto político europeo

He gobernado al frente de la Generalitat de Catalunya durante veintitrés años, una etapa significativamente larga. Bien mirado, a muchos les puede parecer una duración excesiva para éste o cualquier otro cargo de responsabilidad política. De hecho, se empieza a plantear en algunos ámbitos políticos la conveniencia de limitar los mandatos. Francamente, no lo considero necesario. No lo digo por interés personal, puesto que en nada me afectará ya un acuerdo en este sentido, pero es que, con sinceridad, no lo veo pertinente. Además, nunca ha sido ésa la tradición europea, en todo ­caso es más propio de la tradición política americana, en donde los presidentes no son reelegibles, o a lo sumo una vez, o lo son en legislaturas discontinuas. En Europa encontramos políticos que se han mantenido en ­vigor durante ­dieciséis años, como Helmut Kohl; once años, como Mar­garet Thatcher; ­catorce años, como François Mitterrand, etc. No por eso su labor de gobierno se ha visto resentida.

Los países no dependen de un hombre

Al cabo de mi trayectoria política personal, son más las cosas que hubiera deseado conseguir y no he obtenido para Cataluña que los aciertos o errores de mi gestión. La historia, árbitro ecuánime de los acontecimientos, pondrá a cada cual en su lugar y decidirá con justicia si mi etapa al frente de la Generalitat fue provechosa o no para Cataluña y para el resto de España. El pudor me impide pronunciarme al respecto. Por lo demás, tengo fe en la capacidad de los que me hayan de suceder en el gobierno de esta amada tierra. No me asusta el cercano relevo, porque creo firmemente que el progreso o retroceso de un país no depende de la presencia o ausencia en el proceso de gobierno de un hombre solo.

1          El gobierno de la Generalitat presentó una querella contra el presidente del Tribunal Constitucional, Manuel Jiménez de Parga, a raíz de unas polémicas declaraciones suyas en las que ponía en tela de juicio la distinción constitucional entre las comunidades históricas y el resto del territorio nacional, así como efectuaba también ciertas consideraciones inapropiadas y fuera de tono sobre los habitantes de esos territorios. La sentencia del Tribunal Supremo resultó exculpatoria. El gabinete de prensa del President Pujol emitió un comunicado al respecto el 5 de junio de 2003.
2          La expresión catalana fer país, habitual en los discursos de Jordi Pujol, se puede traducir como “involucrar a toda la sociedad en el proceso de construir el país”, en referencia a la necesidad de dotar a Cataluña de un aparato de Estado, pero también de una estructura económica y social acorde con sus capacidades.