1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Josep Vidal Vilarmau – Motllures Vidal

JOSEP VIDAL VILARMAU

Artés (Barcelona)

9 de febrero de 1960

Fundador y director de Motllures Vidal, S.A. (Movisa)

 

Una deficiencia física no fue obstáculo para que levantara una industria que ofrece soluciones a medida en el ámbito de la carpintería. En su trayectoria profesional se ha enfrentado a muchas dificultades, pero su empeño y capacidad de resiliencia han sido vitales para expandir una compañía que ya muestra la mitad de su facturación en la exportación. El apoyo en personas de confianza y en la tecnología constituyen las otras claves en este camino de constante superación.

 

Invertí nueve años haciendo de monaguillo

Nacer en el seno de una familia muy católica propició una infancia muy vinculada a la Iglesia. Desde los cinco años ya acudía con mi hermano mayor, Joan, a misa primera, a las siete de la mañana. Todavía recuerdo cómo corríamos para llegar puntuales al templo, confiando en no toparnos con ningún perro hostil en aquellas calles desiertas y oscuras donde apenas titilaba una bombilla de veinticinco vatios cada doscientos metros. Asistíamos al cura, que por aquel entonces cantaba la misa en latín y de espaldas a los parroquianos. Contaba con la afortunada complicidad de mi hermano. Él me advertía cuándo debía hacer sonar la campanilla, porque yo era incapaz de entender al sacerdote. Tenía problemas de oído, pero aún lo desconocía.

 

Mi padre tuvo dificultades con la familia al renunciar a la cooperativa

Mi bisabuelo paterno fue socio fundador del Sindicato Agrícola de Artés, la primera cooperativa que fabricó espumosos en España. La tradición campesina de los Vidal se vio truncada cuando mi padre, Josep, decidió abandonar la cooperativa para trabajar como camionero. Aquello provocó un serio disgusto en la familia; la creación del Sindicato había constituido un logro histórico en aquel pueblo que, durante años, había dependido de dos fábricas textiles, en una de las cuales trabajaba mi madre, Anna. Mi progenitor obtuvo el carnet de chófer en el servicio militar y, posteriormente, accedió a trabajar como transportista para una serrería que le facilitó el camión.

 

Con una Pepsi y una bolsa de patatas conseguía que me hicieran los deberes

La etapa escolar fue desastrosa, ya que mis problemas de oído me impedían seguir las lecciones del profesor. Intentaba superar esas dificultades recurriendo a la picaresca, con el concurso de mis compañeros. Por ejemplo, cuando era llamado ante el encerado para resolver algún problema matemático, me indicaban disimuladamente y por señas cuáles eran las cifras o signos que debía escribir en la pizarra. En cambio, mi hermano se reveló como un muchacho muy espabilado y resoluto. Tanto, que incluso osaba plantar cara a nuestros padres y afearles su agudo acervo católico. Intentaron aplacarle y reconducir la situación asumiendo la licencia del bar del Casal del pueblo, donde los domingos se proyectaban películas. A Joan y a mí nos encomendaron la gestión de la cantina, con lo cual disponía de la llave del centro para atender a los proveedores de bebidas. Yo aprovechaba aquella circunstancia para acceder al almacén y, con una Pepsi y una bolsa de patatas, conseguía que algún compañero me hiciera los deberes escolares. Me sentía incapaz de enfrentarme a ellos, y el bar me permitió sobrevivir en aquella época en que fui consciente de mi sordera cuando en teatro no escuchaba qué me decía el apuntador.

 

Frustrado por no poder conducir camiones

Hasta alcanzar la adolescencia, no visité a un otorrino. El doctor me dijo que mi sistema auditivo era como un campo de patatas, la mitad de las cuales habían muerto. «Por mucho que nos esforcemos, es imposible estimular esta parte del oído», me advirtió. En realidad, tengo afectado más del ochenta por ciento, pero los audífonos me han permitido resolver el problema y salvar otro asunto asociado: la dislexia. Uno de mis mayores disgustos por el defecto de audición fue la imposibilidad de conducir camiones. Mi intención era demostrar a mis padres que, al contrario de lo que pensaban, era capaz de valerme por mí mismo, sobre todo después de mi pobre trayectoria académica. Repetí quinto y, cuando cumplí los catorce años, decidí empezar a trabajar. Sin embargo, me faltaba un curso para obtener el certificado de estudios, requisito indispensable para obtener un contrato oficial en una empresa. Un sacerdote se ofreció a darme clases particulares vespertinas para conseguirlo, tras lo cual empecé a trabajar en una fábrica de muebles de Artés, hasta que quebró. Confiaba en que a los veintiún años podría obtener la licencia para camiones. Aunque aprobé la teórica, me comunicaron que mi afectación auditiva me inhabilitaba para conducir ese tipo de vehículos.

 

Repartiendo pollos y montando mi propia carpintería

Pese a todo, en mi juventud ejercí como transportista. Después de mi etapa en la fábrica de muebles, empecé a repartir pollos para la avícola Freixenet. En casa disponíamos de una furgoneta. Mi padre la había comprado a una compañía que había cerrado, y él mismo consiguió que esa empresa me contratara. A las labores de reparto debía añadir la formalización y el cobro de los pedidos. Al principio, todo era caótico, hasta el punto de que decidí distribuir las tareas y cada día centrarme en una de ellas. Pero la solución se reveló todavía peor, porque comportaba más trabajo y era menos rentable. Así, tras dos años, inicié un nuevo episodio laboral, en esta ocasión junto a mi futuro suegro, un albañil de Monistrol de Calders. Colaboré con él dos años más, hasta pude poner en pie el negocio que había estado preparando a la sombra en el último lustro. Y es que, mientras ejercía los otros empleos, con mis ahorros compré maquinaria para montar una carpintería que almacenaba en el garaje de casa. A principios de los ochenta, mi suegro me entregó doscientas mil pesetas de la época para comprar tablones de madera destinados a la armadura de una torre que estábamos construyendo. El desalojo de uno de nuestros camiones del garaje dio inicio a la aventura carpintera.

 

De la carpintería pura y dura a inundar el mercado de tapajuntas

Para alguien como yo, a quien hoy en día diagnosticarían como una persona con déficit de atención, la carpintería era una actividad ideal. Mi experiencia en la fábrica de muebles, una planta muy mecanizada, me había permitido asimilar la esencia del negocio. Sin embargo, el gran acierto fue dotarme de maquinaria sofisticada. En Artés había alguna carpintería que contaba con lo propio de un local de pueblo: una sierra de cinta y una máquina universal combinada para cepillar, fresar y taladrar. En cambio, en mi taller disponía de una escuadra de carro, prensa, pulidora, máquina para aplacar cantos… Salvaba mi falta de oficio con un equipamiento extraordinario, y me propuse demostrar que era capaz de superarles. Inventar es difícil, pero procuré mejorar lo existente analizando qué hacía la competencia y cómo lo conseguía. De la carpintería pura y dura acabé centrándome en la fabricación de tapajuntas, un producto en el que me inicié por casualidad y se reveló como una gran oportunidad, ya que empecé a abrir mercado en este nicho.

 

Fabriqué los bancos de las parroquias de la zona para saldar mi deuda

Aunque ya había trasladado mi taller del garaje familiar a un local mucho más amplio justo enfrente, Rafael Garnica, el comercial que se ofreció a ayudarme para ampliar el negocio, me advirtió que si quería crecer debía trasladarme a la zona industrial y levantar una nave. Me faltó tiempo para acudir al Ayuntamiento y comprobar que en el polígono ―cuyos terrenos habían sido cedidos por el obispado de Vic al pueblo con el fin de atraer empresas a una zona geográfica dominada prácticamente por viñas― solo quedaba libre un solar de seis mil metros cuadrados destinado a zona verde. Conseguí que consistorio y obispado se avinieran a recalificarlo y accedieran a que les pagara a plazos, abonándoles el precio de los mil primeros metros. Con la ayuda de mi padre y mi suegro, levantamos una primera nave y, al año siguiente, empezamos a construir un segundo edificio sin haber satisfecho ningún otro pago, lo cual provocó el enojo del obispado, que tras enterarse me llamaron a capítulo. El vicario general me pidió explicaciones y, ante la falta de liquidez, llegamos a un acuerdo para una compensación en especie. Así pude pagar el resto del terreno a cambio de fabricar los bancos de las parroquias de Artés, Sant Salvador de Guardiola, Horta d’Avinyó y Olesa de Montserrat. Paradójicamente, los bancos de la iglesia de Artés se estrenaron con el funeral de mi abuelo, fallecido justo el día en el que retiramos los viejos.

 

Obtuvimos los certificados ISO en torno a 2006

En Movisa satisfacemos necesidades de decoración, bricolaje, construcción y carpintería industrial en todas sus facetas. Fabricamos molduras, zócalos, batientes, tapajuntas, paneles decorativos…, trabajando sobre todo con tableros de MDF, acrónimo inglés equivalente a fibra de densidad media. Se trata de un material muy dúctil, consistente en un aglomerado elaborado a base de fibras de madera aglutinadas con resinas sintéticas mediante fuerte presión y calor. Básicamente, nuestra labor se centra en el revestimiento, incorporando una chapa a las piezas que imita una determinada madera. Prestamos servicio a grandes cadenas de bricolaje como Brico Dépôt, con una cuarentena de almacenes repartidos por toda España. También trabajamos en Portugal y, sobre todo, Francia, donde con un número menor de clientes conseguimos la mitad de la facturación. No fue fácil asomarnos al mercado galo, ya que eran muy exigentes en el aspecto medioambiental y muy estrictos con las políticas de residuos. En nuestro caso, generábamos una viruta que no era de madera natural, sino de tablero de MDF. Sin embargo, nos esmeramos y obtuvimos los certificados ISO correspondientes en torno a 2006 y 2007, año en el que también invertimos un millón de euros en instalaciones. Ante la negativa de financiación de los bancos, tuve que hipotecar las naves. Al año siguiente, estalló la crisis y nos vimos obligados a reducir plantilla y renunciar al turno de tarde.

 

La falta de habilidad del gestor nos condenó frente a los bancos

Casi de inmediato, a la crisis económica se unieron dos bajas clave en Movisa. Un cáncer de colon fulminante truncó la vida de mi cuñada Pilar con apenas cuarenta y siete años, responsable de contabilidad prácticamente desde el inicio de la compañía. Asimismo, Julià Mangas, nuestro jefe de Producción, alcanzaba la edad de jubilación. También fue una pérdida sensible, ya que este ingeniero, que por sorpresa irrumpió dieciocho años atrás en Movisa e inicialmente había declinado trabajar para mí, se convirtió en una pieza fundamental en nuestro engranaje, ya que supo poner orden en la estructura de la empresa. A todo ello se añadía una delicada situación financiera que nos hizo sopesar la suspensión de pagos. No eran pocos los que nos aconsejaban acudir al concurso de acreedores, después de que la empresa encadenara tres ejercicios consecutivos de pérdidas. Esa situación fue fruto de la falta de habilidad por parte del gestor, ya que, de haber reflejado una variación de stocks en las cuentas, se podría haber salvado ese trance que nos condenó frente a los bancos. A partir de ahí, las líneas de descuento se esfumaron y el trato de las entidades financieras cambió radicalmente.

 

Para salvar la compañía tuve que desprenderme de la casa de mis sueños en la Costa Azul

La situación cada vez era más comprometida, porque los bancos definitivamente nos dieron la espalda y no se vislumbraba otra salida que solicitar el concurso de acreedores. Finalmente, adopté una solución dolorosa: sacrificar la casa de mis sueños. Desde hacía una década en Vallauris ―localidad en la que había residido Pablo Picasso, cerca de Cannes, en la Costa Azul― disponíamos de una segunda residencia a la que solíamos ir en vacaciones. Era una finca de quinientos metros cuadrados a la que acudíamos con mi esposa, Fina, y mis dos hijas, Marina y Judit. El propósito era conservar aquella vivienda para, llegada la jubilación, disfrutar con mi esposa de nuestra última etapa vital. Le expuse a Fina cuál era el panorama al que nos enfrentábamos y valoramos la posibilidad de desprendernos de esa propiedad. Ella se mostró comprensiva y accedió a la propuesta, sobre todo al comprobar la confianza que yo tenía en la compañía.

 

Los bancos que me habían dado la espalda, de repente, se interesaron por mí

La ampliación de capital de Movisa con los 450.000 euros de la venta de la casa de Vallauris no solo permitió la viabilidad de la empresa, sino que propició un repentino cambio de actitud por parte de los ejecutivos bancarios que, semanas atrás, me negaban cualquier tipo de apoyo. De repente, todo era buena predisposición y deseo de ofrecerme toda la ayuda que precisara. Creo que para ellos aquello fue una lección de humildad, ya que comprobaron que yo creía en la empresa que había levantado y estaba dispuesto a mantenerla viva, incluso a costa de renunciar a uno de mis bienes más preciados. Asumido ese sacrificio, mantuve mi actitud habitual, que en mi vida no ha sido otra que seguir trabajando. Mi empeño tuvo recompensa, ya que ese mismo año, a pesar de estar en un contexto de crisis, conseguí facturar una gran cantidad a nuestro mejor cliente en Francia.

 

Le di ideas a un fabricante multinacional del esquí

La inversión en soluciones de tecnología ha contribuido al desarrollo de nuestra compañía. Siempre fui consciente de que, para competir en el mercado, debíamos rodearnos de la mejor maquinaria. Prueba de ello es que, en una ocasión, el entonces director de esquíes Rossignol, Joan Duocastella, vino a visitar nuestras instalaciones. Esta multinacional especializada en deportes de invierno cuenta con una planta de producción en el mismo polígono industrial de Artés, donde perfilaban esquís con media docena de sierras de cinta. Históricamente, he mantenido buena relación con directivos de otras compañías de la zona, incluido Duocastella. Este quedó muy sorprendido al comprobar que en nuestra nave disponíamos de una sierra múltiple con discos móviles que yo había adquirido en el País Vasco. Se interesó en ella porque nunca había visto una máquina igual. Poco tiempo después, la marca Rossignol incorporó las sierras múltiples a su factoría.

 

Siempre he buscado apoyo en personas de confianza

Si contar con buenas herramientas es indispensable para ser competitivo, también lo es disponer de un equipo humano comprometido y de confianza. Sobre todo, como en mi caso, si se asumen ciertas limitaciones. Conducir una empresa es complejo para una persona que carece de estudios. Bien es verdad que, si derrochas ilusión y empeño en un proyecto, te conviertes en una auténtica apisonadora, pero aun así a veces dudas sobre si lo que haces es lo adecuado. Si hay algo que quiero evitar, porque me duele en el alma, es hacer el ridículo. Por eso siempre he buscado apoyo en personas con espíritu colaborativo. Mi cuñada Pilar o Julià Mangas son dos buenos ejemplos. Pero no son los únicos, porque también he encontrado esa valiosa ayuda en mi entorno familiar inmediato. Mi esposa Fina ha sido un verdadero pilar. Su concurso ha sido vital para la continuidad de la empresa y, anímicamente, para mí ha sido muy importante saber que estaba a mi lado.

 

Hay que tener controlados a los vigilantes

Mi hermana Núria, ocho años menor, también se sumó a nuestra organización después de cerrar una panadería-pastelería que había abierto con su marido, y cuya viabilidad se vio comprometida por aspectos ajenos a la propia actividad. Núria se encarga de todo lo referente a los barnices, un aspecto nada menor si tenemos en cuenta que ese tratamiento se aplica a la mitad de los productos que salen de fábrica. Otra incorporación valiosa para Movisa fue la de Quim Guix, profesional igualadino que, a partir de 2013, asumió el control de las finanzas y consiguió liberarme de los antiguos sobresaltos que sufrí relacionados con la administración de las cuentas. Eso no evita que también recabe los servicios de Jordi Soler, auditor externo que, mensualmente, nos visita para analizar nuestras cifras. Porque hay un dicho que dice «quién vigila a los vigilantes».

 

Mis hijas podrán dar continuidad a la compañía

Marina y Judit se han incorporado a Movisa, con la que se han familiarizado desde su juventud cuando, cada verano, acudían a la compañía para prestar su colaboración. Mi hija mayor, con 31 años, estudió Antropología Social y Cultural. Judit, con 28, estudió Comercio. Son mujeres valientes y muy responsables, conscientes de que una empresa como la nuestra solo se levanta con esfuerzo, dedicación y sacrificio. Madres, respectivamente, de Guifré y Núria, nacidos en 2019 y 2021. Siempre he intentado inculcar esos valores, recordándoles que hay que prestar atención al mercado, a la competencia, a las necesidades de los clientes y a cómo mejorar los procesos y los acabados. Todo ello exige una inversión continuada en tecnología e investigación en el entorno de las materias primas. Ellas saben perfectamente lo mucho que ha costado levantar este negocio, saben que a las cinco de la mañana ya estoy en la fábrica poniendo en marcha la maquinaria y los equipos de colas. Como el resto de los sesenta profesionales de Movisa, son conscientes de que soy de los primeros en llegar al trabajo, a esas instalaciones cuyas tres primeras naves fueron levantadas por la propia familia, con el concurso de mi padre transportando materiales en su camión o con mi suegro preparando el hormigón. Estoy convencido de que mis hijas podrán dar continuidad a la compañía cuando me vea obligado a ceder el testigo. Los yernos no están vinculados en la empresa. Es un placer poder hablar de temas ajenos al trabajo en las frecuentes reuniones familiares que celebramos, porque una de las tradiciones que me gusta conservar, en la medida de lo posible, es que compartamos mesa cada domingo.

 

Debido al confinamiento aumenta la demanda de ciertos productos

La pandemia ha distorsionado nuestra actividad. Cuando estalló la crisis del coronavirus, aplicamos un ERTE a media plantilla, manteniendo a la otra mitad en activo y observando las recomendaciones sanitarias pertinentes. El confinamiento provocó que mucha gente, aburrida en casa, empleara su tiempo haciendo bricolaje. Aquello causó un aumento espectacular de la demanda de tapajuntas, zócalos, batientes… Recuerdo que a las puertas de Navidad, cuando ya habíamos reincorporado a todo el personal, nos veíamos incapaces de atender todos los pedidos. A ello se le sumaba la gestión del almacén, ya que cada vez son más los clientes que renuncian a acumular stock y nos obligan a asumir estas funciones. Nuestra actividad reclama que dispongamos de una amplia diversidad de productos. La situación se ha visto agravada por la falta de materias primas y su fuerte aumento de precio. Nuestra base, el tablero de MDF, acusa escasez, y en los últimos diez meses se ha encarecido un 145 %. El producto que fabricamos tiene poco valor añadido, pero los cambios repentinos de precio nos obligan a repercutir parcialmente esa subida a los clientes para evitar que se resientan los resultados de la empresa.