1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Olivier Le Scanf – Auto Storica

OLIVIER LE SCANF

Nantes (Francia)

15 de mayo de 1961

Auto Storica

Bretón, ingeniero informático de formación y empresario. Antes de cumplir los treinta, ya había vendido su empresa a un grupo japonés. Llegó a España atraído por los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla, y convirtió su pasión por los coches clásicos en un negocio. Tres décadas después, su tienda-taller es la más grande de Europa del sector. Amante del glamour, ve los coches actuales como trozos de plástico informatizados.

 

Aquel pequeño velero en Bretaña

 Un accidente de coche nos cambió la vida

 Me convertí en ingeniero informático

 La venta de mi negocio hizo que prosperara como empresario

 En 1992, España era El Dorado

 Un hippy con su guitarra y media docena de cochazos

 Jordi Pujol me felicitó por mi iniciativa

 Barcelona era cuatro veces más barata que París

 Tres tipos de coches de colección: veteranos, antiguos y clásicos

 El sueño imposible del coleccionista

 Un Maserati del que apenas se fabricaron dos docenas

 Auto Retro era el salón del coche de colección

 Presunta contaminación de los coches de colección

 La tienda de coches de colección más grande de Europa

 

 

Aquel pequeño velero en Bretaña

Nací donde el río Loira desemboca en el océano Atlántico, cerca de Nantes, en Bretaña. Pero después viví en la Bretaña más norteña, la que confronta con Inglaterra, en la llamada costa de Granito Rosa, donde se encuentran la ciudad fortificada de Saint-Malo, la ciudad de los piratas y los corsarios, y el Mont Saint-Michel. Para precisar más, soy de un sitio que está a una docena de kilómetros del pueblo de Astérix, en tierra de marineros, de gente que mira al mar. De hecho, uno de mis abuelos estuvo muchos años en la marina mercante francesa. A los bretones, de pequeñitos, ya nos acostumbran a los barcos de vela, por eso casi todos sabemos navegar. También, tierra adentro, tenemos mucha personalidad, con nuestros campos megalíticos de dólmenes y menhires. Allí tuve una infancia feliz. Por concretar un recuerdo especial de aquellos tiempos, mencionaría un velero de cuatro metros de eslora que tuve a los catorce años. Estaba hecho un desastre y, de hecho, mi padre me lo regaló para que mi abuelo Jean, el marinero, que también era un poco ebanista, y yo, lo restauráramos. Me dijo que trabajando en él estaría doblemente satisfecho. Y así fue: dejamos el casco como nuevo y no hacía aguas, con lo cual me sentí feliz y orgulloso a la vez.

 

Un accidente de coche nos cambió la vida

Pasé mi infancia en la pequeña ciudad de Lamballe. Mi padre, Rémi, era dentista, y mi madre, Christiane, le ayudaba. Cuando nacimos los tres hijos, mis dos hermanas pequeñas, Natalie y Cécile, y yo, mi madre se dedicó a educarnos como pudo. Cuando yo tenía doce años, mi padre tuvo un accidente de coche muy grave y estuvo en coma durante un mes y medio. Como se acercaba la Navidad, el doctor que lo atendía nos pidió que, en un día tan señalado, fuéramos a verle toda la familia, porque, cuando alguien está entre la vida y la muerte, hay que atraerle a la vida, y vernos a su alrededor quizá serviría para tal fin. Así lo hicimos, lo rodeamos, estuvimos un tiempo velándole y, finalmente, se despertó. ¿Un milagro? Quizá sí, quizá no. Con todo, no pudo andar ni hablar durante casi un año. Transcurrido un tiempo, y completamente recuperado, volvió a ejercer como dentista, con toda la precisión en las manos que requiere dicha actividad. Falleció en 2015. Mi madre, a raíz del accidente de mi padre, padeció un estrés muy agudo. Entre otras cosas porque, al estar cerrada la clínica dental, dejamos de ingresar dinero y la malvendimos porque pensábamos que mi padre no podría volver a ejercer. El estrés le generó una enfermedad poco habitual y falleció a los cincuenta y nueve años. Nuestro nivel social cayó en picado, y siendo yo el hermano mayor tuve que aprender muchas cosas de la vida aceleradamente. Pasamos de tener una casa grande con jardinero a tener una casa pequeña en la que debía compartir habitación con mis hermanas. Pasado un tiempo, cuando mi padre pudo ejercer de nuevo, fui a París para finalizar mis estudios.

 

Me convertí en ingeniero informático

En mi época de alumno siempre estudié lo mínimo indispensable para no repetir curso. No era lo que se dice un empollón. Tras acabar el Bachillerato, decidí estudiar Ingeniería Informática. No era mi vocación, pero en los años ochenta era una de las carreras más de moda. Ya tenía afición por los coches, pero no me veía de mecánico, aunque tenía ganas de empezar la vida laboral y ganar dinero para poder hacer cosas. Por eso, cuando conocí el Instituto Control Data, una escuela americana que ofrecía los cuatro años de ingeniería comprimidos en dos, sábados inclusive y sin apenas vacaciones, claramente vi que debía matricularme. Me licencié a los dos años y encontré trabajo enseguida. En aquel momento, Control Data era la segunda compañía mundial en informática, por detrás de IBM. Trabajé durante cuatro años en una empresa y dos en otra, hasta que a los veintisiete decidí montar mi propio negocio de informática.

 

La venta de mi negocio hizo que prosperara como empresario

Mi negocio consistía en vender maquinaria automatizada industrial para fabricar, certificar y duplicar disquetes en grandes volúmenes. En aquellos tiempos, el programa Windows aún no se descargaba de la red, se instalaba con una serie de unos quince disquetes. Vendíamos robóticos para duplicar los disquetes de manera acelerada, sin perder la calidad. Los pedidos llegaron a ser muy grandes; para poder duplicar hasta un millón de unidades. Me dediqué a esto un par de años y económicamente me fue bien, de manera que, antes de cumplir los treinta, un importante grupo de empresas japonés adquirió mi negocio. Previamente, habían comprado la empresa americana cuyos equipos me encargaba de distribuir en Europa, así que fue una transacción casi obligada, tal y como reflejó la cifra que cerró el trato, más próxima a sus intereses que a los míos. Apenas tenía margen de negociación, ya que ellos eran mi único proveedor.

 

En 1992, España era El Dorado

Joven como era, sin mujer ni hijos y con el dinero de la venta de la empresa en el bolsillo, el mundo de los coches clásicos volvió a llamar mi atención. Sentí que podía hacer lo que me diera la gana y que, con mi edad, incluso podía permitirme el lujo de arruinarme si fracasaba. El modelo de negocio que tenía en mente no podía ser otro que una empresa de restauración y venta de coches clásicos. Por fin, viviría de mi vocación, de mi pasión. O por lo menos lo iba a intentar. Detecté un pequeño inconveniente: en Francia ya existían varias empresas dedicadas a lo mismo y, siendo el novato, claramente vi que me costaría hacerme un nombre. Sí, me gustaban los coches clásicos, pero no sabía mucho de mecánica ni del mercado. A alguien le puede gustar mucho comer, pero eso no significa que sepa llevar un restaurante. Así me sentía. Entonces, empecé a barajar la posibilidad de montar la empresa en otro país. Al principio, dudé entre Milán y Barcelona, sin saber italiano ni castellano. Conocía Barcelona porque, en mi negocio de informática había trabajado con un distribuidor de allí y había ido en varias ocasiones. Pensé que era un lugar privilegiado, cerca de Francia, del mar y la montaña. Además, en España el mercado del coche clásico aún estaba por explotar, sin competencia. Todo el mercado que creara sería para mí. Hablo del año 1991, un año antes de los Juegos Olímpicos, un factor dinamizador que, sin duda, ayudó a decidirme porque existía cierta efervescencia en toda España, no solo en Barcelona. En Sevilla celebraban la Expo, que también fue toda una oportunidad. España era El Dorado.

 

Un hippy con su guitarra y media docena de cochazos

Encontré un piso en la Vila Olímpica y vine a la aventura para hacer un poco de estudio de mercado, aunque mi decisión ya estaba tomada. Vi que había dos o tres talleres que se dedicaban a arreglar coches clásicos y un par de tiendas de compraventa de coches que, en algún rincón, tenían un par de modelos clásicos. Nada más. Un mercado casi inexistente. Sí que existía el Antic Car Club de Catalunya, toda una institución. Fui allí a exponer mi proyecto. Lo hice en francés, como pude, porque no hablaba ni catalán ni castellano. De aquella exposición surgió la posibilidad de alquilar un local. Seguidamente, volví a París, en un camión cargué seis o siete coches que ya tenía en Francia, de mi colección personal, y los traje para acá. En otro camión cargué mis muebles y mis cosas. En aquellos dos camiones iba toda mi vida. Y yo, detrás de ellos con mi Jaguar, bajando de París a Barcelona. Recuerdo que, como el viaje era largo y aburrido, a mitad de camino cogí a un autoestopista hippy con una guitarra a la espalda que iba a Alicante a tocar en la calle. Los dos nos sentíamos aventureros, buscavidas. Al llegar a una gasolinera, se dio cuenta de que yo viajaba con los dos camiones. En uno de los camiones, visibles, había tres Jaguar, un Chevrolet Corvette, un Lamborghini y algún otro cochazo que no recuerdo. El hippy me preguntó si también eran míos. Cuando le dije que sí, no pudo evitar exclamarse. Los dos éramos aventureros y buscavidas muy distintos. «A ti te falta mucho para quedarte sin dinero», me dijo; y respondí: «Vale, Vale… Espero que tengas razón». Lo dejé en Barcelona y nunca más he sabido de él.

 

Jordi Pujol me felicitó por mi iniciativa

Desembarqué en Barcelona, acondicioné el local, compré algunos coches más para tener en exposición junto a los que venían conmigo y busqué un mecánico. Así fue como empezó todo. Fermín Soler, del Antic Car Club de Catalunya, me buscó el local y era el impulsor de la feria Auto Retro, así que lo tuve fácil para poner un estand. Era un salón importante, consolidado después de varias ediciones, y recibió la visita de Jordi Pujol, entonces presidente de Catalunya. Yo no le conocía, pero charlamos un rato en francés y me felicitó por mi iniciativa. Tras el salón, empecé a anunciarme en las revistas de coches, especialmente en Motor Clásico. Cuando me llamaba alguien que había visto el anuncio, le respondía leyendo una chuleta que había escrito, una especie de respuesta tipo, que repetía con un marcado acento francés. «Buenas tardes. Pasen ustedes, por favor, por la calle Ciudad de Granada 41, para ver los coches que están en muy buen estado. Y bien de precio». A continuación, colgaba para no dar tiempo a entablar una conversación que no podía seguir.

 

Barcelona era cuatro veces más barata que París

Cierto era que, en Barcelona, en Catalunya y España existía una especie de alegría económica, aunque estaba lejos de ser el nuevo El Dorado que me trajo aquí. La realidad no respondió a mis expectativas, pero ello se vio compensado por una evidencia muy positiva: la vida era cuatro veces más barata que en París, lo cual ofrecía mucho más margen a mis finanzas. Alquilé un piso con vistas al mar de ciento cuarenta metros cuadrados en la Vila Olímpica, y pagaba ciento cuarenta mil pesetas al mes, mientras que en París por ese precio solo hubiera encontrado un cuchitril de treinta y cinco metros cuadrados. La gente me decía que era muy caro, pero mi percepción era diferente. Descubrí que efectivamente era caro cuando mi mecánico me pidió un sueldo de ochenta mil pesetas al mes y pude comparar. Los barceloneses no podían pagar aquel alquiler. De hecho, en mi escalera estaba prácticamente solo.

 

Tres tipos de coches de colección: veteranos, antiguos y clásicos

Los coches de colección se clasifican en tres grupos. Los veteranos, que serían los coches desde su origen, aproximadamente 1900, hasta la Primera Guerra Mundial. Son vehículos que prácticamente ya no pueden circular porque alcanzan poca velocidad, frenan deficientemente y sus faros ni siquiera son eléctricos. Solo circulan en el Rally de Sitges y eventos similares. Después están los antiguos, los de entreguerras, de 1918 a 1939. Suelen ser coches bastante grandes, mucho más que los de hoy, pero aún son hábiles para circular con cierta regularidad, aunque no son muy prácticos. Finalmente, los llamados clásicos, de 1947 hasta finales de los años setenta, son vehículos que pueden circular perfectamente. Hablamos de las guerras mundiales como paréntesis, porque suelen ser períodos en los que los fabricantes de coches pararon la producción civil normal para hacer armamento, maquinaria y vehículos de guerra.

 

El sueño imposible del coleccionista

El sueño del coleccionista de clásicos es encontrar un coche que no se haya restaurado nunca, totalmente original y que esté como nuevo, casi impecable. Hoy en día, es algo casi imposible. Hace treinta o treinta y cinco años, cuando empecé en este negocio, en California aún había reliquias de este tipo porque sus propietarios apenas los habían usado en treinta años. Pero hoy ya no es así. Actualmente, ese tipo de modelos y marcas ya tienen sesenta años, y sin restaurarlos seriamente es difícil poder encontrar un comprador. Los aficionados no consideran estos vehículos como piezas de museo reservadas a una elite de coleccionistas, sino verdaderos automóviles con un atractivo original, un encanto y un halo romántico-deportivo que han perdido los coches modernos, demasiado oprimidos por una restrictiva legislación y las actuales tendencias a informatizar todas sus funciones. Buscan distinción, estilo, materiales nobles, artesanía, placer y sensación de libertad, y rechazan todo tipo de limitación o asistencia a su goce de conducir un auténtico automóvil. Para la mayoría de ellos cualquiera de estas cualidades será suficiente para justificar la compra de un clásico. El aficionado lo compra por el sentimiento especial que experimenta cuando lo contempla, el orgullo que siente cuando alguien lo admira y por la satisfacción de ser capaz de pilotar bajo las condiciones más excitantes. Quiere sentir la carretera y conectar con la mecánica de una máquina con alma. La gama de precios de los coches de colección es muy variable. Tenemos desde un MG inglés o un Seat 850 Spider, coches cabriolet muy simpáticos que rondan de los quince mil a los veinticinco mil euros, hasta un Ferrari GTO, cuyo precio puede ascender a los ochenta o noventa millones de euros. Pasando por varios modelos de Jaguar, Mercedes, Aston Martin, Ferrari, Maserati… los más habituales cuyos precios van de sesenta mil a doscientos mil euros. Sea como sea, comprar un coche de coleccionista, además de un placer, siempre es una inversión, porque difícilmente bajan de precio.

 

Un Maserati del que apenas se fabricaron dos docenas

El tema de los recambios preocupa mucho a nuestros clientes. La gente piensa que los coches clásicos son muy bonitos, pero si tienen una avería quizá nunca vuelvan a funcionar o arreglarlos puede costar un ojo de la cara. Algunos coches se fabricaron en cantidad, de los cuales no es difícil encontrar piezas o recambios. Los ingleses y los alemanes, por ejemplo, vuelven a fabricar lo que sea para sus coches clásicos, e incluso lo mejoran. Cuidan mucho de su patrimonio. Sin embargo, otras marcas o modelos se fabricaron con cuentagotas, y de estos, si no se encuentran recambios, se pueden fabricar exprofeso. Luego están los coches de producción muy limitada, unas unidades muy escasas, como un Maserati Ghibli Spyder SS que estamos restaurando ahora, del que se fabricaron veintitrés unidades y solo subsisten menos de veinte. Lógicamente, ya nadie fabrica recambios para este coche. En casos así, el recambio que se necesita se fabrica exprofeso, lo cual suele salir muy caro. La manera de optimizar la inversión es fabricar cuatro o cinco unidades de la pieza, utilizamos la que se necesita y vendemos las sobrantes para recuperar la inversión. No obstante, esto solo se hace con coches que realmente valgan la pena.

 

Auto Retro era el salón del coche de colección

Hace ya tres años que no se celebra Auto Retro, un salón importante que atraía a visitantes de toda España y a muchos franceses, tanto para vender como para comprar. Empezó a decaer cuando dejaron de venir visitantes madrileños y españoles en general, a raíz del proceso de independencia de Catalunya, unos años que llegaron a ser muy tensos. Solían venir con banderas españolas en los coches y tenían miedo de que alguien los destrozara mientras estaban aparcados, a pesar de que se les procuró un aparcamiento especial vigilado. También dejaron de venir bastantes franceses, por si la cosa se complicaba. Finalmente, Fermín Soler vendió el salón a otra persona, pero tampoco consiguió remontarlo del todo. Se rumorea que próximamente podría resucitar, pero lo cierto es que, para vender, un salón ya no tiene la relevancia de antes. Una buena página web perfectamente puede suplirlo. Quizá la mejor solución sería montar un pabellón retro en el Salón del Automóvil de Barcelona, garantizando un público masivo. En Madrid celebran Retromovil, que nunca tuvo el nivel de Auto Retro, pero sigue bastante activo.

 

Presunta contaminación de los coches de colección

No es ningún secreto que el gobierno de Barcelona mantiene una guerra declarada contra los coches de colección, que considera contaminantes. Los profesionales del sector y los clubes hemos escrito a la alcaldesa Colau explicando nuestras razones, pero solo hemos recibido respuestas absurdas, del tipo: «Es una afición bonita, y legítima, pero no tienen que morir niños por culpa de esta afición». Cuando decidieron implantar la zona de bajas emisiones, anunciaron que el criterio de restricción se aplicaría según las matrículas, pero ni siquiera se tomaron la molestia de cuantificar cuántos coches hay en cada grupo de matrículas. Tampoco se acordaron en qué categoría están los coches de colección. En la Unión Europea, hay más o menos doscientos setenta y cinco ayuntamientos con zonas de bajas emisiones y ninguna ha prohibido la circulación de los coches de colección, ya que se sabe que representan un porcentaje absolutamente ínfimo del parque automovilístico. Además, son coches que suelen hacer muy pocos kilómetros en los municipios, porque son de paseo fuera de ciudad, aparte de no ser nunca de uso diario. Su cuota contaminante es indiscutiblemente ridícula comparada con otras muchísimas actividades que no aportan ningún plus estético. Actualmente, los coches de colección tienen la circulación por Barcelona muy restringida, de las siete de la mañana y a partir de las ocho de la noche. Eso sí, el no de Ada Colau a los coches de colección no impidió que en la última cabalgata de Reyes circulara en un magnífico Hispano-Suiza descapotable, sentada detrás como una emperatriz.

 

La tienda de coches de colección más grande de Europa

Actualmente, en Auto Storica somos unas veinticinco personas de plantilla y algunos más en ERTE. La covid-19 ha obligado a reducirla, porque antes éramos unos treinta. Todos grandes profesionales y con afición. Además, tenemos colaboradores en Estados Unidos y Bélgica, aunque sin oficinas. Estamos ubicados en Sant Boi de Llobregat, en un espacio de diez mil metros cuadrados. Somos la tienda-taller de coches de colección más grande de Europa. Nuestro actual local es el octavo. Anteriormente, estábamos en Poblenou, que ya se había convertido en mi barrio. Sant Boi nos ofrece la proximidad del aeropuerto del Prat, un aspecto importante porque cada vez tenemos más clientela europea. Ir a buscar a los clientes desde Poblenou a veces era una odisea por los atascos. Otra razón del cambio es que necesitábamos un local muy grande para inspirar confianza a los clientes que nos traen coches para restaurar. En la mayoría de los países de la Europa central, los restauradores de clásicos suelen tener empresas pequeñas que, una vez desmontan el coche, envían las piezas a restaurar a varias otras pymes subcontratadas (de plancha-pintura, de tapicería, de motores, etc.), de manera que el coche acaba disperso. Nosotros no queríamos este tipo de dispersión, así que de nuestro local no sale ninguna pieza. No subcontratamos nada. Es una autoexigencia que necesita mucha plantilla y espacio. Las restauraciones son un trabajo muy laborioso. A cada una dedicamos una media de tres mil horas. Si se multiplica esta cifra por la tarifa de una hora de un mecánico profesional, sale una cantidad del orden de los cien mil a ciento cincuenta mil euros. Lógicamente, solo sale a cuenta hacerlo con coches de, como mínimo, doscientos mil euros y hasta quinientos mil euros, que son los que trabajamos nosotros.

 

Atendemos a unos trescientos compradores al año

La misma autoexigencia nos obliga a cuidar mucho a nuestros empleados. Hoy en día, no se encuentran fácilmente tapiceros como los que necesitamos o planchistas que trabajen con aluminio, por citar solo dos ejemplos. Hoy ni siquiera hay planchistas, porque si una pieza está abollada se sustituye por otra, y problema solucionado. Por lo tanto, son oficios que prácticamente ya no existen. En general, son empleados que empezaron a trabajar con nosotros muy jóvenes, que aprendieron con veteranos y ya llevan años. Respecto al número de clientes que tenemos, no sabría decir una cifra exacta. Lo que sí puedo decir es que tenemos clientes fijos, españoles y europeos, que nos confían sus coches desde hace años, y otros vienen ocasionalmente de Nueva York, Japón o Dubái porque saben que tenemos en venta un modelo excepcional que están buscando. El cliente residente en España representa el 40 % de nuestras ventas. Cada semana recibimos unas cinco o seis visitas de clientes interesados en comprar, alrededor de las trescientas al año. También vendemos piezas y recambios para estos coches, y tenemos tres personas a tiempo completo en la tienda.

 

A mi mujer no le importa despeinarse en un cabriolet

Mientras sucedía todo esto, pasaron los años y no me casé, aunque conocí y viví muchos años con una mujer catalana que compartió esta afición conmigo. Estamos felizmente separados y de hecho sigue como colaboradora en la empresa. Tampoco tuve hijos. Pero puedo decir feliz y contento que, desde hace tres años, vivo con mi mujer y su hijo Ignasi, y por lo que veo en televisión sobre los jóvenes, ha salido muy bien. A sus dieciocho años, es sensato y cabal, cosa que a esa edad no es nada fácil. Su madre Eva y yo somos muy compatibles y apasionados. Es también aventurera, le encanta ir de rally en coche clásico y no le molesta despeinarse en un cabriolet, ¡qué más puedo pedir!