1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Laia i Josep M. Guilera – Manusa Intelligent Access

LAIA GUILERA

JOSEP M. GUILERA

Barcelona

19 de marzo de 1935

Manusa Intelligent Access

 

Hombre imaginativo e ingenioso, y a la vez muy práctico, que ha hecho de aliviar el esfuerzo físico de las personas una forma de vida. Empezó en el sector de las fundiciones y hoy es imposible hablar de puertas automáticas e inteligentes en España sin mencionar a Manusa, una empresa que no ha dejado de ser familiar y que no deja de crecer. Cree que el mejor consejo que se le puede dar a alguien es que se «espabile».

 

Mi primer recuerdo es de la guerra

 Fui el primer español en subir en un telesquí

 El abuelo que me enseñó a tirar con escopeta de doce milímetros

 Capacidad mecánica que me llevó a interesarme por la ingeniería y matricularme

 Mi experiencia en fundiciones

 Me establecí por mi cuenta

 La satisfacción del ingenio reconocido

 El dedo sobre el mapa nos llevó a Valls

 De las fundiciones a las puertas automáticas

 Si una puerta funciona más de veinte años, se tiene que llamar Manusa

 Cada vez más ligeras e igual de resistentes

 Ya están aquí las puertas inteligentes

 Aprender y evolucionar con el cliente

 La puerta de apertura más rápida de Europa

 Muy agradecidos a Valls

 Todos mis hijos han pasado por Manusa

 Hoy por hoy solo dependemos de nosotros mismos           

 Tuvimos que socorrer a hospitales

 Un futuro que ya es presente

 Quince nietos y un grupo de WhatsApp

 

 

Mi primer recuerdo es de la guerra

Mi primer recuerdo se sitúa en tiempos de guerra. Nos remontamos a la Barcelona de 1938. Ante la amenaza de un bombardeo, mi hermana pequeña Rosa María y yo, con dos y tres años, nos escondíamos debajo de una mesa. Éramos inseparables, ella siempre iba donde yo iba, y si aquel tenía que ser nuestro último momento, lo pasaríamos juntos. Si en esta vida hay alguien a quien yo ame mucho es a mi hermana, y es recíproco. Mi segundo recuerdo es más genérico: el hambre que llegamos a pasar. Aún conservo en la memoria la imagen de un plato con un simple pedazo de tocino, que era todo lo que teníamos. Mi hermana prácticamente se lo tragaba entero, y yo me entretenía más con él. A pesar de lo que nos queríamos, ella siempre intentaba arrebatarme mi pedazo de tocino. Desde entonces, recordar aquello siempre me duele, porque ejemplifica lo mala que es el hambre, que hace que olvides incluso los sentimientos.

 

Fui el primer español en subir en un telesquí

Éramos cuatro hermanos. Yo era el mayor, después venía la citada Rosa María, Magda y Montserrat. Solo quedamos tres, porque desgraciadamente Magda falleció hace unos años. Sobre Montserrat, puedo decir que nadie en este mundo conoce a Montserrat Guilera, porque siempre la hemos llamado Tati. Mis padres se llamaban Josep y Sinda, diminutivo de Gumersinda, porque el nombre entero nunca le gustó. Mi padre se dedicaba a lo que se terciara, hacía un poco de todo. Realmente, era un entusiasta de la montaña, sobre todo del Pirineo que tanto amaba. Intentó convertir su pasión en su profesión, llegando a escribir varios libros de montaña, e incluso durante un tiempo fue representante de losas de pizarra para los tejados de las casas. Más tarde, con el auge del esquí, se dedicó a la fabricación de telesquíes. El primero que se instaló en La Molina, el de Font Canaleta, lo fabricó él. No es que mi padre fuera un genio de la mecánica, al contrario, pero se asoció con un taller de Barcelona y la cosa funcionó. Recuerdo que yo, con siete años y mi poco peso, fui el conejillo de indias de las primeras pruebas de carga que realizaron. Tengo el honor de ser el primer español que subió en un telesquí calzando unos esquís. Una vez arriba, no bajé con el telesquí, sino esquiando en la magnífica nieve virgen que había caído. Como se puede ver, mi padre era optimista por naturaleza y en ningún momento pensó en que yo corría peligro. Mi madre se dedicó toda la vida a lo que antes se llamaban «sus labores». En su caso, la expresión es literal, porque aún conservo jerséis de lana hechos a mano por ella, de impecable factura y estado a pesar de tener ya ochenta años.

 

El abuelo que me enseñó a tirar con escopeta de doce milímetros

Además de mis padres, si alguien realmente fue una influencia y un ejemplo para mí, ese fue mi abuelo materno, «l’avi Jacint». Era cazador, y cuando yo tenía once años me compró una escopeta de cartuchos de doce milímetros. Me enseñó a cargarlos de pólvora y yo pasaba las tardes cazando gorriones. Salía con seis cartuchos, y el día que por lo menos no le traía cuatro gorriones o, en su defecto, alguna rana, había bronca. Como mínimo, debía volver con cuatro presas. No podía tener mala puntería, porque él me enseñó a tirar, a apuntar bien y apretar el gatillo poco a poco, de manera que el tiro debía sorprenderme. Este control a la hora de disparar me sirvió en muchas otras facetas de la vida.

 

Capacidad mecánica que me llevó a interesarme por la ingeniería y matricularme

Estudié Bachillerato en los Jesuitas de Sarrià. No era un gran estudiante. No repetí ningún curso, pero siempre me quedaba alguna asignatura para septiembre. Además de estudiar, toda la vida he tenido una gran afición por la mecánica, algo innato en mí. Tengo una gran capacidad mecánica que me llevó a interesarme por la ingeniería y matricularme en la universidad. Por aquel entonces, solo aprobaban los hijos de padres ingenieros, sobre todo si había una empresa detrás. Era una profesión de la que ciertas familias se apropiaban de una manera indecente. Recuerdo un examen en el que tenía al lado a un íntimo amigo, que aún conservo, y me pidió ayuda para copiar. Se la ofrecí y, al final, él aprobó y yo suspendí. Él era de familia de ingenieros. Después de dos años de fracaso, cambié la ingeniería por la química y me licencié. Soy un químico que no sabe nada de química. Miento: quizá sé un poco de química, pero solo la aplico cuando cocino. Desde aquí quiero agradecer a mi familia que haya sido tan amablemente el mejor conejillo de indias de mis invenciones culinarias.

 

Mi experiencia en fundiciones

Siempre he estado rodeado de ingenieros industriales, pero no me considero ingeniero, sino ingenioso. Lo mío es el ingenio mecánico. El ingeniero aprende ingeniería; el ingenioso no aprende, lo lleva dentro. A los veintidós años, mi intención era trabajar y ganarme el sustento, pero hubo una crisis muy grande y no tenía muchas opciones, así que fui a Francia a buscarme la vida. Allí trabajé en Alstom, una gran empresa dedicada a la fabricación de máquinas de tren. Me asignaron un trabajo al que iban a parar todos los españoles: la fundición, el más duro de todos. Cuando volví a casa, sabía bastante de todo, pero solo tenía experiencia práctica en fundición, así que empecé mi periplo laboral por varias fundiciones. La primera que me contrató, Fita, situada en Figueres, fabricaba motores. Trabajé allí tres años. De regreso a Barcelona, me contrataron en Bomba Prat, también durante tres años. El trabajo en Fita era tan duro y penoso, castigaba tanto físicamente, que no quise repetir lo mismo en Bomba Prat, de manera que introduje algunas soluciones mecánicas para facilitarnos el trabajo (pequeños puentes, cilindros neumáticos, tambores para fundir, etc.). A estas soluciones, en conjunto, las llamábamos «grúas», porque en definitiva esa era su función.

 

Me establecí por mi cuenta

Dejé Bomba Prat porque creí en que podía ganarme la vida vendiendo mis grúas a otras fundiciones. Para ello, monté un taller en un garaje de Badalona y me puse a fabricar. A base de predicar con el ejemplo, de enseñarles a fundir a mi manera y con mis conclusiones, me hice un hueco en el mercado. Yo, un hombre bajo y delgado, podía fundir con menos esfuerzo que hombres dos veces más grandes que yo; hasta el punto de que iba a fundir bien vestido, con camisa blanca, corbata y americana, para demostrar claramente que mis soluciones minimizaban el esfuerzo. Aun así, muchos potenciales clientes no se lo creían, con lo que me compré una cámara de ocho milímetros y decidí filmar cómo fundían los que habían confiado en mi propuesta. Ver a la competencia en acción no fallaba. De esta forma, más de la mitad de las fundiciones de España entró en mi cartera de clientes. En aquellos tiempos, las empresas principalmente estaban en Catalunya, Valencia y País Vasco, y alguna que otra en Asturias y Galicia. En total, unas dos mil. Las visité todas y vendí más de mil grúas. En el sector se me conocía como el Señor Manusa, que era el nombre de referencia que le había puesto a una de mis grúas y una especie de abreviatura del nombre de mi empresa, Manutención, S.A.

 

La satisfacción del ingenio reconocido

Una vez, el director de la fundición Pegaso-ENASA, de Madrid, que fabricaba los bloques-motor de los célebres camiones por todos conocidos, me pidió si podía darle una solución para el molde de una pieza que pesaba trescientos kilos. Lógicamente, no me amilané, y a pesar de la dificultad le dije que me enviara a fábrica el molde en cuestión. Empecé a darle vueltas al tema hasta que di con la solución. Lo pusimos en práctica y funcionó. Devolví el molde a Madrid, junto con un operario que debía explicar qué habíamos hecho y, llegado a su destino, recibí una llamada del operario pidiéndome que me desplazara yo también a Madrid, que no podía decirme por qué. Tanta intriga, al principio, me preocupó. Después supe que el director de Pegaso me quería conocer en persona. Quería conocer al hombre que había dado con una solución que le había maravillado. Este tipo de satisfacciones no tienen precio.

 

El dedo sobre el mapa nos llevó a Valls

El taller de Badalona se nos quedaba pequeño, sobre todo cuando teníamos que maniobrar los carriles de seis metros de largo necesarios para el funcionamiento de las grúas, hasta el punto de que llegábamos a cortar el tráfico de la calle ocho veces al día para hacer determinadas operaciones. No podía ser. O nos mudábamos a una nave amplia o íbamos a tener que cesar nuestra actividad. Como en Badalona todos los locales eran muy caros, los domingos por la mañana cogía a mi mujer y a los niños y nos íbamos a conocer Catalunya, aprovechando para preguntar precios de solares y terrenos industriales. Así fui dibujando un mapa del Principat, marcando el precio del metro cuadrado de cada lugar. Valls tenía el precio más bajo. Compré dos hectáreas a dos pesetas y media el palmo, y con una bonificación a cambio de que construyera una nave rápidamente para revalorizar el polígono. Al final, el palmo me salió a una peseta y media. Construimos nuestra primera fábrica, que todavía existe, aunque años después fue ampliada por otra adjunta más grande aún.

 

De las fundiciones a las puertas automáticas

Con todo el mercado prospectado, el negocio se agotaba y el futuro no auguraba nada bueno, ya que surgía la tendencia a deslocalizar las fundiciones a Marruecos. Se trataba de renovarse o morir. Entonces, pensé en producir algo más mecánico, y lo orienté hacia un producto que ya se empezaba a ver en Barcelona: las puertas automáticas, todo un símbolo de modernidad. Había visto el producto en algunas entradas de edificios en Suiza, especialmente en hoteles de lujo y bancos. El movimiento de este tipo de puertas es muy sencillo y básico, pero son complicadísimas internamente. Hay que tener en cuenta que, instaladas en lugares como el aeropuerto de Barcelona, se abren y se cierran un millón de veces al año. Son movimientos repetitivos que aumentan el riesgo de rotura por fatiga de materiales.

 

Si una puerta funciona más de veinte años, se tiene que llamar Manusa

Las puertas automáticas, por su practicidad y su aureola de modernidad y futurismo, se vendían casi solas. Nuestro mayor reto no era convencer a los clientes, sino asegurar su buen funcionamiento durante un largo período de tiempo. Después de la demanda de hoteles y bancos, llegó el turno de automatizar las puertas de los quirófanos en los hospitales, que hasta entonces funcionaban con puertas batientes, nada herméticas contra las bacterias exteriores. Posteriormente, el sector se ha ampliado constantemente a nuevos tipos de edificios y servicios. A base de innovación, y siempre regidos por nuestro principio fundacional y esencial de aliviar el esfuerzo físico, contamos con la única puerta del mercado sin motorreductor detrás del motor, siendo más silenciosa. Hemos desarrollado un motor con una fuerza limitada que puede detener la puerta con la mano o el pie sin que ello afecte a dicho motor. Resumiendo: todas las puertas del mercado funcionan, pero si una puerta lleva funcionando bien durante veinte años o más, solo puede ser de Manusa.

 

Cada vez más ligeras e igual de resistentes

Hemos probado nuestro sistema en todo tipo de puertas, incluso en puertas del Banco de España con cristales de sesenta milímetros de grosor y trescientos kilos por hoja. Hoy en día, incluso las puertas más seguras solo tienen diez milímetros de grosor y pesan sesenta kilos. Estos diez milímetros se dividen en dos hojas de cinco milímetros, separadas por una lámina plástica de material muy resistente que impide que el cristal, en caso de rotura, se caiga en mil pedazos. En Europa ya están trabajando con ocho milímetros, todo con el fin de reducir costes y peso. Nosotros hacíamos las primeras puertas con un cilindro neumático. Funcionaban estupendamente, pero con el inconveniente de que necesitaban un compresor de aire, que se estropeaba con frecuencia. La evolución del funcionamiento de las puertas ha pasado por diversas etapas: neumática, mecánica, eléctrica y electrónica. Ahora, una vez probadas, con toda la calidad y fiabilidad, es el momento de dotar este funcionamiento y sus prestaciones de inteligencia basada en datos, con software especifico y comunicación con cualquier elemento del acceso o edificio.

 

Ya están aquí las puertas inteligentes

Cuando hablamos de «puertas inteligentes», apenas hay límites. En un edificio, la puerta es el elemento más importante; más, incluso, que el ascensor. El ascensor solo sirve para subir y bajar. La puerta sirve para dejar entrar o no dejar entrar, como convenga. Es el acceso. Hoy en día, ya incorporan la función de reconocimiento facial. También hay puertas que saben qué hora es y cuándo pueden abrirse o deben cerrarse, según el horario configurado. Algunas también pueden contar las personas que entran. Si en un restaurante entran cuatrocientas personas un día, y al día siguiente entran trescientas cincuenta, es una mala noticia. Si en un hospital entran cuatrocientas personas un día, y al día siguiente entran trescientas, es una buena noticia. La puerta es igual de inteligente en ambos casos. Actualmente, hay puertas que mantienen un diálogo constante con un ordenador central, al que pueden enviar informes ininterrumpidamente sobre cualquier contingencia, de modo que pueda interactuar sobre la puerta a distancia.

 

Aprender y evolucionar con el cliente

Nosotros aprendemos de nuestros clientes y evolucionamos gracias a sus necesidades. Siempre nos reta buscar las soluciones más personalizadas. Para ilustrarlo, tenemos el caso de una cadena de supermercados, que cada noche envía su flota de camiones a repartir producto fresco a su red de tiendas ubicadas por todo el país. Gracias a las puertas Manusa, los chóferes de los camiones pueden programar la apertura y el cierre de las puertas de la tienda, según sus necesidades y personas autorizadas. Más ejemplos: ahora con la pandemia, las farmacias ya no quieren puertas automáticas que dejen entrar y cierren luego, quieren que estén abiertas todo el día para que circule el aire y solo en momentos puntuales que funcione de manera automática. Otro cliente con necesidades específicas son las residencias de la tercera edad donde, para evitar que algunos residentes con demencia senil puedan salir y escaparse, se les coloca una pulsera que, al ser reconocida por la puerta, no permite que esta se abra. Nuestra misión es convertir todas estas necesidades en una realidad. También fabricamos un tipo de puertas especiales para andenes de estación de tren. Estas se sincronizan con la puerta del vagón y, cuando se abre esta puerta, se abre la del andén. Unas puertas diseñadas para evitar el accidente de caída a la vía.

 

La puerta de apertura más rápida de Europa

Una gran cadena de centros comerciales tiene un caso especialmente interesante. Compraba sus puertas en Alemania, unas puertas magníficas, como todo lo que viene del concienzudo país germánico, pero tenían un problema de difícil explicación: los cristales se rompían con frecuencia. Nos concedieron una prueba: pusimos puertas Manusa en sus aparcamientos y accesos con carritos, y las regulamos para que se abriesen muy deprisa y se cerrasen despacio. De esta manera, minimizamos mucho el hecho de que los clientes, al salir con los carros de compra, golpeasen los cristales. Finalizado el año de prueba, no hubo ni un solo caso de rotura. Teníamos la puerta de apertura más rápida de Europa. A partir de ese momento, todas las puertas automáticas de dicha cadena fueron de Manusa, hasta hoy. De esta manera nos ganamos la confianza de este importante cliente.

 

Muy agradecidos a Valls

No sabría decir cuántos clientes tenemos, pero cada año fabricamos unas quince mil puertas. Aunque tenemos las oficinas en Sant Cugat del Vallès, nuestra fábrica principal sigue siendo la de Valls. El 80 % de nuestra plantilla es gente de allí. No somos la industria más potente de la zona, pero sí somos de las empresas más arraigadas y estimadas. En total, contamos con trescientos cincuenta trabajadores, incluyendo las filiales que tenemos en Portugal y Brasil. Cuando uno de nuestros trabajadores enferma, somos nosotros quienes debemos decirle que se quede reposando, hasta tal punto sienten la empresa como propia. A mis cinco hijos, cuando eran estudiantes y llegaban las vacaciones de verano, los ponía a trabajar en la fábrica, en el taller, sudando como pollos, para que sintieran la empresa como propia no solo de derecho, también de hecho.

 

Todos mis hijos han pasado por Manusa

Tengo cinco hijos: Laia, Josep, Oriol, Carles y Anna. La mayor, formada en IESE, se consagró profesionalmente a la empresa familiar, especialmente en los campos de ventas, servicio y marketing. Josep y Carles son arquitectos y han desarrollado su propia carrera profesional, aunque trabajaron un buen tiempo en la empresa. Oriol es ingeniero técnico y también ha dedicado muchos años a Manusa. Anna, la benjamina, estudió Hostelería e igualmente se ha involucrado en la empresa en la parte financiera y legal. Hace unos cinco años, en un contexto de crecimiento, decidieron retirarse de las responsabilidades de primera línea para promocionar a empleados de toda la vida, aunque siguen implicados en diversas áreas y proyectos concretos como asesores, colaboradores y estrategas, son miembros del Consejo de Administración y responsables finales de la empresa. Mi función es estar tranquilo viendo que la llevan bien y el legado continúa por buen camino. Además, sigo en activo, creando y diseñando nuevas soluciones mecánicas, de modo que sumo mi expertise al equipo actual de I+D que lo desarrolla.

 

Hoy por hoy solo dependemos de nosotros mismos

En lo que se refiere a la pandemia de la covid-19, en Catalunya hemos sido bastante previsores. Creo que se ha gestionado de una manera óptima, sobre todo el proceso de vacunación. Ahora bien, también es cierto que entre el empresariado de las pequeñas y medianas empresas hay desconfianza sobre a dónde irán a parar los fondos europeos Next Generation. Todo parece indicar que de ellos solo se beneficiarán las grandes empresas. Afortunadamente, en Manusa nuestra solidez nunca se ha basado en ayudas, subvenciones o préstamos. Nuestro mantra se resume en una única palabra: ahorro. Siempre hemos pagado las nóminas antes de final de mes, tanto a empleados como a proveedores, todos ellos parte de nuestra familia. Nunca nos hemos dejado arrastrar por la alegría de repartir dividendos. Nuestras finanzas están, pues, saneadas, y solo dependemos de nosotros mismos.

 

Tuvimos que socorrer a hospitales

Cuando se decretó el confinamiento, las empresas catalanas, fieles a sus genes e historia, se espabilaron y no pararon. Nosotros pusimos un técnico en averías para solventar las contingencias que pudieran surgir telefónicamente, haciendo únicamente los desplazamientos que fueran estrictamente necesarios. En un hospital tuvimos que instalar unas puertas, y no teníamos los EPIS necesarios para un entorno de coronavirus. Nuestro especialista no quería entrar, porque en aquellos primeros días del virus cundía el pánico. Los hospitales redistribuían sus espacios y necesitaban puertas, y nosotros tuvimos que estar ahí, socorriéndolos. No podíamos decir que no, era una cuestión de interés público y nacional. Disponíamos de un par de monos herméticos que usamos para pintar perfiles de aluminio, los cuales fueron muy útiles durante aquellas semanas.

 

Un futuro que ya es presente

Nuestras perspectivas de futuro son muy optimistas y fáciles de resumir: seguir creciendo con nuestra gama de productos y soluciones integrales, con el servicio y la atención de proximidad que ofrecemos en cualquier zona del mundo Todo ello, adaptándonos siempre a las necesidades de nuestros clientes y de nuestro mercado, que hoy conforman unos treinta países estables y ochenta países puntuales, a los cuales llegamos a través de distribuidores locales encargados de la instalación y el servicio posventa. Es un trabajo complejo. Aunque al profano en la materia todas las puertas le parezcan iguales, no tiene nada que ver un proyecto con el siguiente, y más ahora, en la era de las puertas inteligentes y multifuncionales, que hoy son el centro neurálgico de edificios y espacios.

 

Quince nietos y un grupo de WhatsApp

El futuro también son las nuevas generaciones de la familia. Los hijos de mi hija Laia, mis nietos, se llaman Nil, Dani y Berta. Por parte de mi hijo Josep María, a quien llamamos Tito, tengo cuatro nietos más: Mireia, Pep, Quim y Bernat. Mi hijo Oriol me ha dado tres: Elisabet, Àlex y Mònica. Los hijos de Carles se llaman Núria, Gemma y Anna. Finalmente, de Anna tengo a Luca y a Clara. Un total de 15 nietos, entre 28 y 18 años, con los que mantengo un trato casi diario a través de un grupo de WhatsApp creado hace tiempo para tal fin. Hasta que estalló la pandemia, les invitaba a cenar cada jueves. Si podían venir 6 o 7, cenábamos en casa, pero si había pleno al 15, íbamos a un restaurante.  Ahora, cada martes viene uno de los nietos a dormir a casa y me da la oportunidad de charlar tranquilamente con él o ella. Nunca podrán decir que apenas trataron con su abuelo, los disfruto mucho y sé que ellos también a mí. Mis hijos son mi mayor éxito y mis nietos, el futuro.