Texto del 15/03/2019
Como «notaria de cabecera» se define esta joven empresaria que, una vez superadas las oposiciones, asumió el reto planteado por su padre de ocupar plaza en Tarragona. Su vocación de servicio le ha conducido a trasladar su despacho a pie de calle, en lo que supone un alarde de innovación en absoluto reñida con la discreción que se espera de una profesión por la que siente el más profundo respeto, y en la cual resulta tan importante hacerse entender ante cualquier persona como dar fe.
Sólidos vínculos con Salamanca, Santander y Madrid
Soy salmantina de nacimiento, si bien nunca residí en esa ciudad en la que abrí mis ojos, a principios de los ochenta, cuando mi padre ejercía como notario en un pueblo cercano a Palencia, Venta de Baños. Nuestro hogar se hallaba entonces en la capital palentina, donde vivimos durante mis primeros tres años, tras los cuales nos desplazamos a Madrid obedeciendo al traslado profesional de Ignacio Sáenz de Santa María Vierna, mi progenitor y, a la postre, la persona que más marcaría mi trayectoria laboral. Pese a todo, mantengo unos muy sólidos y cariñosos vínculos con Salamanca, como también los conservo con Santander, ciudad donde invertíamos nuestras vacaciones veraniegas de infancia y a la que invariablemente regreso cuando menos una vez al año. Asimismo, le guardo cariño a Madrid, una capital acogedora, donde nadie parece tener ahí su origen pero que todo el mundo acaba haciendo suya; una ciudad en la que los pocos madrileños de tercera generación son apodados «gatos» y en la que incluso se bromea que sus habitantes hacen mucha vida en la calle porque no tienen casa.
Mi abuelo paterno disponía de un piso para albergar su colección filatélica
El carácter tradicional de nuestra familia queda tan patente en la continuidad que se respeta en los nombres generación tras generación como en el amor por la notaría, profesión que ya ejercía mi abuelo paterno y que, también, abrazó un tío abuelo materno y sigue practicando mi tío en Cáceres. Mi abuelo, Ignacio Sáenz de Santa María Tinturé, había nacido en Gijón y se dedicaría profesionalmente a la notaría en Salamanca. Hombre poco hablador, la filatelia constituía su principal afición, hasta el punto de que tenía una colección tan extensa de sellos que disponía de un piso exclusivo para albergar ese magnífico catálogo. Sin embargo, apenas tuve contacto con mi abuela paterna, Guadalupe Vierna, quien falleció cuando yo apenas contaba nueve años. Aun así, recuerdo haber ido a visitarla en alguna ocasión a Ribadesella, donde mi padre había veraneado de joven y donde mi abuelo había ejercido como notario durante cierto tiempo.
Ser un caballero salvó la vida de mi abuelo materno
Mantuve una relación más estrecha con mis abuelos maternos, Antonio García y Marichu González, que además observaban un carácter muy abierto. Él era urólogo y, durante la Guerra Civil, decidió acudir voluntariamente al frente para evitar que sus hermanos fueran reclutados. Tuvo la fortuna de salvar su vida en un trágico trance en el que sus compañeros fallecieron víctimas de una bomba que alcanzó el camión que les transportaba. Él debería haber subido a ese vehículo, pero una circunstancia singular le dejó en tierra. Y es que en los días previos habían circulado rumores acerca de una supuesta relación que habría tenido con una joven de un pueblo en el que habían pernoctado. Hombre tan caballeroso como presumido, quiso preservar el honor de la muchacha y prefirió permanecer en la localidad para aclarar lo ocurrido ante su padre, ignorando que tan digna actitud acabaría recompensándole con la supervivencia.
La fuerte personalidad de mi abuela le permitió lograr el necesario salvoconducto
Mi abuela Marichu también vivió un capítulo singular vinculado a la Guerra Civil. Como mi otra abuela, había estudiado Ciencias Químicas y el estallido del episodio bélico le sorprendería regresando en tren desde Alemania, adonde había viajado aprovechando la independencia económica de que gozaba gracias a la herencia de su padre, de la que era hija única. Fue precisamente durante el trayecto ferroviario cuando tuvo noticia del alzamiento producido en España, al coincidir con un pasajero que leía un periódico cuya portada anunciaba el inicio del conflicto. Ella se dirigía a Salamanca y sospechó que difícilmente podría alcanzar su destino. Tal y como temía, al llegar a la frontera española vio como el convoy era interceptado. Junto con otros viajeros, intentaron organizarse para superar ese obstáculo, entre los cuales se hallaban mujeres e hijos de militares que se mostraban especialmente preocupados porque las zonas por las que deberían transitar no estaban controladas precisamente por fuerzas afines. Tras comprobar el nivel de agobio, desesperación, bloqueo e ineficiencia de esos familiares, mi abuela, mujer de fuerte personalidad, decidió tomar la iniciativa y, tras infligirles una severa regañina, se puso manos a la obra para lograr una solución. Finalmente, gracias a su perseverancia y determinación, consiguieron un salvoconducto que les permitió llegar a Salamanca.
Ganándose su propia independencia
La abuela Marichu no se casó hasta haber cumplido treinta y siete años y, aun así, tuvo cuatro hijos. Si bien ahora no es muy común tener tantos hijos, sí resulta habitual acceder a la maternidad a avanzada edad. Aunque formaría su hogar en Salamanca, dio a luz a mi madre en Madrid de manera anecdótica. Tras haber sabido que en la capital aplicaban anestesia en los partos para evitar el dolor, decidió trasladar ahí el alumbramiento para mitigar las consecuencias de tan crítico momento. Fue así, pues, como nacería mi madre, que con el tiempo se convertiría en catedrática de Francés. Obtuvo la plaza cuando residía con mi padre en Palencia, para ejercer posteriormente su carrera docente en el madrileño barrio de Orcasitas y, finalmente, en Torrejón de Ardoz. Los problemas derivados del vértigo Ménière que sufría la llevaron a jubilarse de manera anticipada. Siempre ha sido una mujer independiente, con su propio proyecto profesional; una circunstancia que, desde el punto de vista femenino, siempre he puesto muy en valor, y me ha ayudado a lo largo de la vida, ya que ella siempre me decía de pequeña «María, la cabeza es para algo más que para peinarse». Como ejemplo, lo que hicieron mis abuelas y mis tías, todas ellas con sus correspondientes estudios universitarios.
«Contigo no sufríamos, pero con tu hermano…»
Si me remonto a la etapa de la infancia, afloran en mí los recuerdos de los fines de semana en que subíamos a Benasque (Huesca) para esquiar en Cerler. Resultaba raro que, cuando llegaba el viernes, nos quedáramos en casa y, ya fuera desde Palencia, ya desde Madrid, emprendíamos un largo viaje hacia ese magnífico enclave pirenaico que, en esa época, era muy poco frecuentado. Tanto con los niños del pueblo como con los monitores de esquí se tejía una relación muy familiar, pues ahí nos conocíamos todos y la confianza llegaba al extremo de que nuestros padres nos decían que, si queríamos regresar antes de la estación, acudiéramos al aparcamiento, que seguro que hallaríamos a alguien dispuesto a bajarnos hasta el pueblo; una actitud que hoy resultaría impropia por parte de unos padres. Durante los primeros años, nos alojábamos en un hotel, si bien posteriormente adquirimos un apartamento dada nuestras frecuentes estancias. Empezar a esquiar a los tres años alimentó en mí la pasión por la montaña, al margen del cariño que siento por Benasque. Sin embargo, y pese a que nuestros padres se empeñaron en introducirnos en el equipo de carreras, siempre me he mostrado muy prudente en los descensos, tanto porque mi habilidad con el esquí era limitada como porque el riesgo no casa conmigo. «Contigo no sufríamos», me confesó cierto día mi madre. «Pero con tu hermano…». Ciertamente, mi hermano Nacho, cuatro años mayor y que es socio en un despacho jurídico como abogado especialista en asuntos inmobiliarios, era mucho más lanzado que yo y tardaba mucho menos en llegar a la meta. Yo me lo tomaba con calma, con el único objetivo de culminar el descenso sana y salva. Recuerdo asimismo con humor que, al iniciarme en el esquí, me tenían que acompañar cuando usaba el telearrastre, pues era tan diminuta que el sistema me levantaba, con el consiguiente peligro que eso conllevaba.
Tanto tiempo junto con mi primo Pepe que nos tomaban por mellizos
Agradezco que mis padres alentaran en mí el amor por el deporte, pues la práctica de este tipo de actividades alimenta en la persona una actitud de superación constante. Al margen de que pienso que tengo mayores aptitudes para esa práctica que, por ejemplo, para la música. No tengo oído para el arte musical; un defecto que probablemente heredé de mi padre, que siempre nos explicaba que, cuando cumplía el servicio militar y les hacían cantar durante la instrucción, le obligaban a callar porque de tan mal que lo hacía provocaba que la tropa perdiera el paso. Además del esquí, en mi infancia practiqué la natación y, sobre todo, el tenis. El deporte de la raqueta es una de las actividades que compartí con una de las personas que probablemente mayor influencia ejerció en mí durante la infancia: mi primo Pepe. Pese a que no íbamos juntos al colegio porque nos segregaban por género, coincidíamos con su familia yendo a Benasque en invierno; y el resto del año también solíamos pasar los fines de semana conjuntamente con alguno de nuestros padres. Asimismo, compartíamos clases de tenis los fines de semana y lecciones particulares de francés los martes y los jueves y de inglés los lunes y los miércoles. Al ser de la misma edad, y mantener tan estrecha relación, había quien creía que éramos mellizos. Era tanta la afinidad con Pepe que, en ocasiones, para prolongar el rato que estábamos juntos, cuando llegábamos a casa de sus padres él les decía que me acompañaba a la mía; y, al llegar a la mía, yo le decía a los míos que le acompañaba a él… Hasta que los mayores decían que se había acabado la tomadura de pelo. Cualquier excusa era válida para estar juntos con Pepe, quien también veraneaba en Santander. Las circunstancias de la vida provocaron un distanciamiento, pues él cambió de escuela y empezamos a perder el contacto, ya que también abandonó las clases particulares. Tras su etapa universitaria, se trasladó a vivir a Marbella. Nuestras trayectorias siguieron caminos divergentes, pero sigo conservando un grato y cariñoso recuerdo de esa amistad de juventud que cultivamos.
La profesora le lanzaba trozos de tiza al pavo real para poder impartir las clases
Había iniciado mi escolaridad con Pepe en la escuela María Virgen; un centro del que recuerdo que quedaba al final de una angosta cuesta. Sin embargo, a los cinco años me cambiaron de colegio y me matricularon en Nuestra Señora de Santa María, situado en el parque del Conde de Orgaz. Ese cambio resultó más traumático para mi primo que para mí, pues yo tenía el aliciente de que Marta, la mejor de mis amigas, estudiaba ahí. Con Marta existía un vínculo muy especial, pues nuestras respectivas madres también mantenían una relación de amistad, al igual que nuestros abuelos, que se habían conocido en Salamanca. Era una escuela no excesivamente grande, con dos líneas de veinticuatro alumnas cada una, en la que completé toda mi formación preuniversitaria. A partir de octavo de EGB, se producía una situación paradójica, pues en plena adolescencia se incorporaban chicos al centro. Los muchachos cursaban la enseñanza primaria en un colegio anejo al nuestro, si bien coincidíamos con ellos en los viajes que hacíamos para ir a esquiar. Guardo un especial recuerdo del profesorado en general y de la directora del centro, en cuyo patio había varios pavos reales cuyos glugluteos llevaban en ocasiones a una profesora a lanzarle trozos de tiza para que se callara y poder impartir así la clase sin las molestias que ocasionaba. También teníamos unos loros en el invernadero, donde, cuando llegaba la Navidad, solíamos alojar el belén, construido con figuritas de barro que habíamos realizado nosotras mismas. A la memoria me acude, además, que nos enseñaban costura, una actividad que me gustaba y que, a diferencia de las críticas que genera entre algunos colectivos, considero que acaba resultando útil para resolver pequeñas contingencias domésticas como la de coser un botón.
Un único suspenso en mi expediente
Siempre fui una estudiante brillante, que compaginaba el dominio de las asignaturas de letras con las de ciencias. Mis calificaciones solían caracterizarse por presentar nueve sobresalientes y un notable en deporte. Me dolía que mis padres prestaran mayor atención a ese notable que al resto de notas. En una ocasión, suspendí una evaluación, con un 4,5. Viví esa situación de manera traumática, pues no sabía cómo afrontar la situación de explicarles a mis progenitores que les había fallado. Ya por entonces me revelaba como una chica autoexigente y yo era quien más sufría por no haber conseguido, cuando menos, el aprobado. Le confesé mis angustias a mi amiga Marta, de tal modo que, al llegar a casa, mi madre ya estaba al corriente de las circunstancias, dado que la madre de Marta se había puesto en contacto con ella mientras yo asistía a las clases de inglés. «María», me dijo, «no te preocupes. Vas a ir a recuperación y basta con que estudies más. Toma este dinero, vas a la papelería, te compras un archivador y seguro que podrás organizarte mejor». Paradójicamente, la respuesta que obtuve se asemejó a la de un premio. En cualquier caso, agradecí que no me pusiera más presión de la que ya experimentaba, con lo que demostró en ese momento su habilidad como madre para saber manejar un situación compleja. Pude corresponderle logrando un diez en la recuperación.
Inmersión total en el idioma de Shakespeare mediante estancias veraniegas en Inglaterra
La condición de catedrática de Francés de mi madre comportó que nos sensibilizara, tanto a mi hermano como a mí, en el aprendizaje de idiomas. Así, al margen de las clases particulares que recibía, a partir de los diez años nuestros padres nos enviaban a Inglaterra durante el mes de julio para que perfeccionáramos el inglés. Cuando alcancé la edad estimada por mis padres para que me estrenara en el exterior, decidieron enviarme a casa de unos profesores recomendados por un amigo, que era notario en Reus. Se trataba de una práctica de inmersión total en el idioma de Shakespeare, ya que esos docentes que me impartían clase, y en cuyo domicilio residía, se encargaban de organizar otras actividades, como ir al cine, acudir a jugar a la bolera o visitar la ciudad de Londres. Recuerdo el primer viaje que efectué al Reino Unido, en el que fui sola con mi hermano, que entonces contaba catorce años. En esa época no nos dejaban a cargo de ninguna azafata, ni disponíamos de teléfonos móviles para comunicarnos ni de tarjeta de crédito para efectuar pagos. Nuestros padres nos asignaban un dinero para los gastos en los que pudiéramos incurrir y les pagaban a la familia por el alojamiento y la manutención. Pese a que mi hermano vivía lejos de mí, no resultó aquella una experiencia traumática. Todo lo contrario: gracias a esas estancias adquirimos una gran madurez.
Cursar la carrera de Derecho para alcanzar mi propósito de ser notaria
Siendo niña, en alguna ocasión había albergado la idea de convertirme en arquitecta, pero a medida que fui creciendo consolidé la convicción de que mi carrera profesional solo podía seguir los pasos de mi padre, pues la notaría me seducía. Determinada a opositar, abordé la carrera de Derecho como un trámite para alcanzar mi propósito. Me matriculé en ICADE, institución de reconocido prestigio, donde hubiera podido optar por una doble titulación en Económicas o Empresariales prolongando mis estudios universitarios en apenas un año. Aunque barajé la opción de complementar mi formación con el itinerario de Empresariales y adquirir conocimientos en finanzas, contabilidad o administración, finalmente convine que mi objetivo principal residía en presentarme a oposiciones cuanto antes y que no procedía posponer esa meta doce meses. Cinco años después, a finales de la primavera de 2004, me licenciaba en Derecho.
Las «canciones» cronometradas de los lunes
Tras ese verano, en septiembre empecé a preparar las oposiciones junto a Enrique Franch, un preparador amigo de mi padre que disponía de despacho en Madrid. Opositar supone un enorme sacrificio, pues equivale a invertir seis días a la semana, a razón de diez horas diarias, a estudiar. Destinaba el sábado al descanso semanal, mientras que el lunes comparecía ante don Enrique, quien se interesaba por cuántos de los trescientos setenta y cinco temas que configuran el programa había estudiado. Me preguntaba por uno de ellos y yo empezaba a «cantar», como popularmente se describe la operación de recitar el tema en cuestión; una operación, además, cronometrada, pues los dos primeros exámenes consisten en pruebas orales con unos tiempos establecidos.
De cara al futuro asesoramiento, el temario opositor otorga una visión muy completa
Invertí seis años en preparar la oposición a notarías, incluido el examen, que dura casi uno entero; media docena de años con un ritmo endiablado de estudio que me impedía realizar ningún tipo de actividad profesional. Hay personas que necesitan asistencia psiquiátrica y médica para superar esa etapa, que deviene aún más ardua en la época de exámenes, en la que estuve entre tres y cuatro meses sin disfrutar de un solo día libre. Por término medio, en las oposiciones a notarías, al registro de la propiedad o al cuerpo de abogados del Estado se invierten siete u ocho años, aunque hay gente capaz de hacerlo en un par o tres. Mi abuelo logró completar el proceso en nueve meses, pero, al margen de que gozaba de una memoria prodigiosa, era una época muy distinta. En la actualidad, el temario es más extenso, incluyendo Derecho Foral, con las distintas especificidades de cada Comunidad Autónoma. Te proporciona una visión del Derecho muy general que, a efectos de asesoramiento, resulta muy interesante, pues se abordan aspectos fiscales relacionados con temas mercantiles o de herencia que confieren al notario una perspectiva global del Derecho Privado de la que adolecen algunos especialistas.
Era tal mi agotamiento que no estaba para celebraciones
Me enfrenté a los exámenes en 2010, el último de los cuales tuvo lugar en diciembre, y consistió en resolver un caso práctico, para cuya redacción dispuse de seis o siete horas antes de leerlo ante el tribunal. Diez días después, en vísperas de Navidad, aparecían las notas, tras las cuales solo quedaba superar un puro trámite. Cuando hube aprobado las oposiciones experimenté, más que satisfacción, alivio. Mi hermano Nacho expresaba mayor alegría y felicidad que yo, que me hallaba mental y físicamente agotada, hasta el punto de que ni tan siquiera estaba para celebraciones.
Aposté por Tarragona aconsejada por mi padre
A partir de ahí, había que aguardar a que aparecieran publicados los nombramientos en el Boletín Oficial del Estado, firmar la obtención de la condición de notaria, la publicación en los boletines de cada Comunidad Autónoma y acceder al correspondiente concurso de notarios. En mi caso, salieron a concurso trescientas plazas en toda España, algunas de ellas en pueblos cuya existencia ignoraba. Para optar a ellas, había que ordenarlas por prioridad. Aunque situé Madrid como primera opción, era consciente de que las probabilidades de obtener una plaza en la capital eran mínimas, pues al margen de no gozar de antigüedad alguna, en el listado de aprobados me encontraba en una zona intermedia y aquel era un destino muy codiciado. Mi padre me dijo que fuera valiente y apostara por Tarragona: un objetivo ambicioso, al tratarse de una capital de provincia, lo que suponía mayor competencia. Seguí su consejo y accedí a la plaza tarraconense en plena crisis económica.
Aunque accedamos a la profesión mediante plazas públicas, somos profesionales autónomos
Las plazas de notario se generan por jubilaciones, excedencias, fallecimientos o traslados. La cifra de notarios de cada localidad está relacionada con el número de documentos y actos que se firman en ella y de los negocios existentes. Cada diez años, aproximadamente, se suele proceder a una revisión. En 2007, precisamente en la antesala de la crisis, se había llevado a cabo una y se decidió generar nuevas plazas, dado que existía mucho trabajo, alimentado por el boom inmobiliario existente, y era nuestro deber prestar el servicio que requería el ciudadano. En Barcelona, por ejemplo, donde había en torno a una cuarentena, se crearon una decena más. Al cabo de cuatro o cinco años, sin embargo, se detectó que había vacantes en muchas localidades que no se habían cubierto y se optó por eliminar dichas plazas. Aunque se trata de plazas públicas, los notarios somos profesionales autónomos que no recibimos ayuda alguna de la Administración. A nosotros nos corresponde, una vez obtenida la posición, abrir el despacho correspondiente como haría cualquier empresario. Las remuneraciones que percibimos vienen estipuladas por ley; un arancel determinado por Real Decreto con una serie de variables. Igualmente, queda bajo nuestra responsabilidad la contratación y el despido de cualquier profesional que colabore en la notaría.
Más proactivos y eficientes que la Administración pública
En Tarragona, actualmente, hay nueve plazas de notario, dos de las cuales, sin embargo, no están cubiertas. Los otros profesionales que operan en la ciudad son competidores, pues existe libertad para elegir al profesional notarial que se prefiera. Lo que no resulta procedente es que yo acuda a otra localidad a realizar un testamento, aunque si se trata de un ciudadano de Tarragona que se halla enfermo y reclama mis servicios, sí sería posible; o si esa persona desea adquirir una propiedad en Canarias y me elige a mí. Pese a que nuestra profesión goza de una imagen anticuada, somos uno de los sectores tecnológicamente más avanzado, ya que hemos implantado la firma electrónica, lo cual permite resolver determinados trámites salvando distancias. De este modo, podemos conseguir vía telemática una firma que ratifique una otorgación de poderes en apenas quince minutos, lo que evita desplazamientos. Hay personas que prefieren realizar la gestión de manera presencial, pero imaginemos una herencia en la que concurren ocho hermanos dispersos por todo el territorio. Si deciden otorgar poderes a uno de ellos, el resto evita tener que acudir a la notaría, con todo lo que ello supone en cuanto a ahorro de tiempo y dinero. Al tratarse de un negocio privado, somos más proactivos y resolvemos las gestiones de una manera más rápida y eficiente que si fuéramos la Administración pública.
Devenir «notaria de cabecera»
A pesar de que nos manejamos en el ámbito jurídico, tengo interiorizada la figura del notario como alguien que tiene que estar muy próximo a la ciudadanía. Podemos tratar tanto con personas con limitada formación como con abogados que cuentan con un gran conocimiento jurídico. Pero, en este último caso, les podemos dar una visión global del problema que nos plantean y aconsejarles desde otra perspectiva. Mientras, procuramos adaptar nuestro lenguaje a aquellas personas con una formación más limitada. Ahí reside nuestra misión y la clave del éxito de un buen profesional de la notaría: saber explicar a todo el mundo el acto al que se enfrenta. Es algo que me inculcó mi padre y que él aprendió de mi abuelo. «Del despacho no tienen que irse quedándose con tu nombre», me advirtió, recomendándome que ejerciera como «notaria de cabecera». Ciertamente, este es el cometido que más me gusta: poder dar respuesta a las dudas e inquietudes de mis clientes, que en ocasiones me confiesan que no sabían que podían venir a preguntarnos acerca de un determinado tema. Y es que todavía hay quienes contemplan al notario desde la distancia y con un excesivo y desproporcionado respeto.
Con un profundo respeto por la profesión
Con el propósito de acercarnos más al público, recientemente nos hemos trasladado a un local en una planta baja. Eso me ha ocasionado críticas por parte de algunos compañeros de talante más conservador, que confunden la profesión y creen que el notario debe seguir enclaustrado en un despacho de difícil acceso. Alegan que, a pie de calle, se pierde la discreción que reclaman nuestras funciones, obviando que obro con la más absoluta prudencia y profesionalidad, pues en ningún caso pretendo desvirtuar la imagen tradicional de la notaría, una profesión a la que siempre le he tenido un profundo respeto. En este aspecto, he sido una afortunada, ya que, gracias al apoyo de mi marido, he podido desarrollar este nuevo proyecto, el cual, sin su apoyo –que ha sido tanto moral como aportando su saber en el devenir de las obras–, hubiera sido imposible. Las obras del nuevo despacho comenzamos a realizarlas cuando nuestra hija tan solo tenía cinco meses, pero mi marido es un gran profesional del derecho que también cuenta con experiencia en el mundo de la promoción inmobiliaria, lo que hizo que las obras se terminaran en tres meses, tiempo récord que permitió cuanto antes empezar este nuevo proyecto. Mi marido, en vez de desalentarme en este nuevo proyecto, que suponía poder estar menos en casa durante las obras, me motivó para que lo hiciera; muchos deberían aprender a apoyar así a las mujeres en sus proyectos profesionales.
Nos hemos relajado en la lucha por la igualdad
Esas críticas delatan, en el fondo, cierto menosprecio ante la irrupción de profesionales jóvenes y, también, femeninas. Aunque las nuevas hornadas de notarios se caracterizan por un equilibrio de géneros, en las Juntas Directivas de los Colegios Notariales y en el Consejo General del Notariado todavía se detecta un preponderante dominio masculino. En alguna ocasión, mientras estoy revisando la documentación, ciertos clientes me preguntan cuándo vendrá el notario. Al responderles que soy yo la notaria, se sorprenden. Que el oficial que tengo a mi cargo sea un hombre de cincuenta años contribuye a la confusión. Esta circunstancia es responsabilidad de todos, pues si bien hubo una época en el que se reivindicó el papel de la mujer en la sociedad, tengo la sensación de que en los últimos tiempos nos hemos relajado, pensando que ya se había conseguido la igualdad de géneros. La clase política cree que todo se resuelve con esa estúpida fórmula de apelar a «todos y todas», una aberración lingüística que lo único que provoca es desconfianza hacia esos representantes. De todas formas, también soy contraria a las cuotas, pues pienso que al frente de los proyectos hay que optar por personas que demuestren valía, independientemente de su género.
«Al notario hay que contarle más que al cura»
Si ya resulta complejo ganarnos la confianza de los clientes, más lo es aún para una mujer superar las reticencias de los hombres. En nuestra profesión es fundamental que depositen su confianza en nosotros para poder ofrecerles el adecuado asesoramiento y un buen servicio. Actuamos a menudo como confesores, escuchando e indagando lo que les mueve a una determinada decisión; e invitándoles en ocasiones a una reflexión. Ya lo decía mi abuelo: «Al notario hay que contarle más que al cura». Se trata en ocasiones de adaptar lo que nos explican a una causa jurídica. Y si se trata de desheredar a alguien, siempre procuro decirles que espero que en el futuro cambie la relación con la persona afectada y nos podamos volver a ver. Es importante que los clientes confíen en nosotros; para poder dar el asesoramiento adecuado a los mismos tenemos que saber los motivos que generan las operaciones que quieren realizar.
Me resultaría imposible renunciar tanto a mi hija como a mi profesión
La maternidad la he vivido con satisfacción, pese a que el nacimiento de mi hija María, hace año y medio, se solapó con las obras del despacho y con el traslado de domicilio, hasta el punto de que rompí aguas en plena mudanza. Como empresaria, estuve trabajando hasta el último día y, al mes del parto, ya estaba en el despacho. Afortunadamente, he contado con el apoyo de mi madre y, sobre todo, de mi marido, Luis Miguel López Calvo, abogado laboralista que siempre me ha animado en mi trayectoria profesional y en todos mis proyectos. Es una persona que me empuja a hacer cosas que sin él no me atrevería y me ayuda a ser mejor persona cada día. Hay personas que critican que no haya recurrido a los cuatro meses de baja, pero no me considero peor madre por ello. Para mí, es importante tanto mi familia como mi profesión, y me resultaría imposible renunciar a ninguna de las dos. De haber sido hombre, lo hubiera tenido más fácil, pues no se cuestiona a ningún padre por su actitud profesional tras el nacimiento de un hijo. Y creo que, normalmente, somos las mujeres nuestras peores enemigas en este sentido.
Plenamente integrada en Tarragona
Como emprendedora, he intentado acercarme a asociaciones de empresarios, consciente que de este modo también daba a conocer mi actividad. En el ámbito notarial, el recurso del boca a boca suele ser el más efectivo cuando ofreces un buen servicio. Quienes me conocen, saben que soy una mujer a quien le gustan los retos, implicarme en los casos, más allá de la firma, para prestar el mejor asesoramiento. Para ello cuento con un equipo de siete personas que convierten nuestro despacho en algo único. Tras siete años y medio ejerciendo en Tarragona, me siento plenamente integrada en la ciudad. Hace años que pertenezco a la Associació d’Empresàries i Emprenedores de Tarragona, que forma parte de la Business Professional Women y es presidida por Laura Roigé, quien a su vez preside la Cámara de Comercio de Tarragona. Asimismo, me sumé a la Academia de Gastronomía de la ciudad, pues en nuestra familia somos amantes de la buena mesa. Recientemente, además, el nuevo presidente del Club de Gourmets de Tarragona quiso convertirme en la primera mujer de la entidad; lo cual constituye un verdadero honor.