Mercè Balcells Camps
Fotografia cedida
11è VOLUM. Biografies rellevants de les nostres emprenedores

Sra. Mercè Balcells Camps

Investigadora del Massachusetts Institute of Technology (MIT) y profesora titular del Instituto Químico de Sarriá (IQS)

Texto del 21/09/2018

Le encantaba preparar pócimas, con hierbas y flores del jardín, que daba a probar a sus hermanos pequeños; de adolescente, ya se imaginaba en un laboratorio descubriendo nuevos fármacos. Ayudar a combatir las enfermedades ha sido el sueño que la ha llevado sin descanso de la mano hasta la misma cuna de la ciencia y de la ingeniería: hace ya dos décadas que trabaja como investigadora en Ciencias de la Salud y Tecnología del prestigioso centro estadounidense MIT, desde donde intenta tender puentes que fomenten sinergias entre los investigadores. Su objetivo prioritario es que los avances científicos lleguen a los pacientes de todo el mundo.

 

De pequeña, me llamaban «apisonadora» y «terremoto»

Cuando era niña, siempre estaba en lo alto, trepando a algún sitio: encaramada a las ramas de los árboles, en la roca más elevada… Tenía una gran dosis de energía que necesitaba quemar; por suerte, todos los fines de semana, así como los meses de verano, salíamos de nuestro piso de Barcelona y nos íbamos a la casa que mis abuelos tenían en Cabrils. Recuerdo que, tanto mis cinco hermanos como mis cuatro primos, nos pasábamos el día correteando por el jardín y por el bosque, brincando, saltando y jugando: era increíble, nos lo pasábamos muy bien. Los médicos de urgencias del Hospital Sant Joan de Déu ya conocían a mi madre; cuando la veían entrar por la puerta, le preguntaban: «Señora Balcells, ¿hoy viene a poner o a sacar puntos?». Siempre había algún herido, normalmente se lastimaban mis hermanos; a mí no me tuvieron que coser mucho.

Elaborando pócimas con plantas que hacía ingerir a mis hermanos

Me encantaba recolectar las flores y los frutos de las plantas que encontraba en el jardín de mis abuelos; elaboraba pócimas y ungüentos que daba a probar a mis hermanos pequeños o aplicaba sobre ellos. Con siete años, dicen que ya era una pequeña investigadora en potencia. ¡Pobres criaturas, me hacían caso y se dejaban poner o se comían todo lo que les daba! Como buena hermana mayor, era muy mandona. Mi madre se extrañaba de que, durante esos días festivos, los pequeños de la casa solieran tener diarrea. No tardó en descubrir el motivo. Mis primeras pruebas y mis iniciales ensayos clínicos fueron muy poco ortodoxos.

Román Camps, un fantástico abuelo que nos decía a todo que sí

El abuelo Román era el padre de mi madre y una persona fantástica y vital, un emprendedor nato. Era el típico abuelo que mimaba a todos sus nietos, pues cualquier propuesta nuestra le parecía fantástica y a todo nos decía que sí. Fue él quien me llevó fuera de Barcelona a esquiar, por primera vez en mi vida. Era uno de sus deportes favoritos; tenía noventa años pero aún era capaz de calzarse los esquíes y bajar varias pistas. Sabía exprimirle el jugo a la vida: con sesenta años, decidió que era el mejor momento para jubilarse porque quería tener tiempo para disfrutar de su familia y sus nietos. Era el alma de la fiesta; estaba siempre presente en las actividades más divertidas.

«No te olvides de vivir», gran consejo de mi abuelo paterno

Por el contrario, el padre de mi progenitor, el arquitecto Santiago Balcells, murió con las botas puestas; optó por no jubilarse y nunca dejó de trabajar. Su mujer falleció en un accidente de coche cuando era muy joven, con solo cuarenta y cinco años. Así que se quedó viudo y con ocho hijos a su cargo. Tuvo que sacar adelante a su numerosa familia y se entregó completamente a su profesión: fue, junto con Francesc Mitjans, uno de los arquitectos que levantó, entre 1965 y 1969, la Torre Banco Sabadell, ubicada en la avenida Diagonal y conocida popularmente con el nombre de Banco Atlántico. También diseñó el edificio Banco Trasatlántico, ubicado en paseo de Gràcia. Con tanto trabajo, la vida se le escapó entre las manos. De pequeña, no lo traté demasiado; mi relación con él, de hecho, se afianzó cuando ya fui mayor. A menudo, quedábamos para comer juntos, y siempre me aconsejaba que no perdiera el norte. Me decía que era afortunada por haber heredado la pasión por la ciencia de mi tío médico, Alfonso Balcells; pero me aconsejaba que no me olvidara de la familia y los amigos, de la necesidad de descansar o de hacer deporte. En definitiva, no quería que siguiera sus pasos.

Soy quien soy, en gran parte gracias a mi madre

Mi madre, María Teresa, aunque todo el mundo la llama Tere, estudió Biblioteconomía y Documentación en la antigua Escuela de Bibliotecarias de Barcelona, pero nunca llegó a ejercer, ya que optó por dedicarse al cuidado de su numerosa familia. Mi madre era la que permanecía siempre al pie del cañón, la que estaba con nosotros cada día: educándonos, atendiéndonos, resolviendo problemas y equilibrando logísticas familiares. Soy quien soy gracias a ella; fue un pilar educativo para todos nosotros, y además me hizo de madre. Incluso hoy en día, cuando viajo a Barcelona, se convierte en mi taxista particular: me lleva en coche a todos los lugares a los que no llego por falta de tiempo, porque le apetece ayudarme y, de esta manera, también puede pasar más tiempo conmigo. Siempre me dice: «No te preocupes, que ya te llevo yo». Mi padre, el arquitecto Josep Lluís Balcells, también fue otro referente de mi infancia; sin embargo, de lunes a viernes apenas lo veíamos, ya que estaba trabajando. Por suerte, los fines de semana eran sagrados para él y los pasaba siempre con nosotros: jugábamos juntos, nos construía cabañas, se pasaba horas en la piscina con nosotros, nos contaba cuentos; era un magnífico compañero de juegos.

Cinco hermanos que pisan fuerte

Miguel es el segundo hijo de mis padres; trabaja como director comercial de Horeca Independiente, en Guzmán Gastronomía. Por otro lado, Inma, la tercera descendiente, optó por seguir los pasos de mi padre y actualmente es socia directora en Estudi Balcells Arquitectes, S.L.P. Luis, mi cuarto hermano, es ingeniero aeronáutico, especialidad aeropuertos; estudió en la Universidad Politécnica de Madrid y hoy trabaja en el aeropuerto de El Prat como jefe de departamento de Mantenimiento de Campo de Vuelo y Urbanización, en Aena. María, la penúltima, es diseñadora en Inditex; crea ropa para Massimo Dutti; siempre quiere vestirme muy bien porque me dice que los investigadores tienen que ir elegantes. Nuria, la pequeña de la familia, es coordinadora de Primaria en Saint Nicholas School. De un arquitecto y una bibliotecaria, han salido hijos con profesiones bien dispares; conformamos una curiosa mezcla de vocaciones.

A los trece años, me enamoré irremisiblemente de la ciencia

Cuando cursaba séptimo de Primaria en el colegio La Vall de Bellaterra, topé con la primera asignatura de ciencias: Química. Maite Ustariz, nuestra profesora, empezó su clase diciéndonos que solo podía enseñarnos lo que estaba recogido en los libros, una pequeña parte del conocimiento, ya que todo lo demás aún estaba por descubrir. Para mí, sus palabras significaron un antes y un después: mi curiosidad innata por la naturaleza se convirtió en una incipiente vocación científica; necesitaba descubrir más cosas, quería llegar más lejos de lo que me explicaban en el aula. Y, al mismo tiempo, siempre había sentido el impulso de ayudar a los demás. La química puede aplicarse a muchos campos de la vida: para crear y desarrollar detergentes, cosméticos, nuevos tipos de plásticos o innovadores productos destinados al consumo alimentario, por ejemplo. Sin embargo, también existe una investigación química aliada con la medicina. Enseguida, supe que quería formar parte de este último grupo: deseaba ser capaz de ayudar a combatir las enfermedades.

Cuando acabé el COU, no sabía qué rumbo tomar

Mi interés científico era muy amplio: se me daban muy bien tanto las matemáticas, como la biología o la química, incluso sacaba muy buenas notas en asignaturas de letras como literatura e historia. Todo me interesaba, sentía curiosidad por lo que me rodeaba, me encantaba aprender. Mis profesoras me estimulaban a que probara diversas disciplinas. Recuerdo que participé en un concurso de redacción de una conocida marca de bebidas. Mi madre también me contagió el gusto por los idiomas y empecé a aprender inglés, más tarde también me animé con el francés y el alemán; tres lenguas que actualmente hablo con fluidez. Incluso me planteé dedicarme a la traducción simultánea. Sin embargo, la vertiente científica acabó imponiéndose. Mi alta capacidad académica con las asignaturas de ciencias me acercó a la Ingeniería Química, que cursé en el Instituto Químico de Sarriá (IQS). De esta especialidad me atrajo su diversidad: un ingeniero químico es capaz de moverse en diferentes ámbitos, y puede colaborar en la investigación médica para el estudio de nuevos fármacos.

Mi primer suspenso, lo obtuve en la Facultad

Tanto en Primaria como en Secundaria estaba acostumbrada a que me evaluaran con un excelente en todas las asignaturas, una puntuación que obtenía sin dedicar un esfuerzo excesivo. Sin embargo, en el primer año de la Facultad, y para mi sorpresa, me llevé a casa mi primer suspenso. Fue un curso durísimo; los alumnos estábamos repartidos en tres clases de ochenta estudiantes, y sabíamos que solamente solían pasar a segundo unos ochenta candidatos; y de esos, solo lo lograban al primer intento unos pocos. Aquel año únicamente aprobamos primer curso quince personas. No fue nada fácil: aquellos meses no salí de fiesta ni un solo fin de semana, a pesar de que me encantaba ir con mis amigos a bailar. Y por primera vez, mis padres tuvieron que pagar a un profesor particular para que me impartiera clases de refuerzo de Física. Recuerdo el día en que me entregaron el suspenso: el profesor iba cantando las notas en voz alta; muchos alumnos no pasaban del tres; cuando llegó mi turno y me anunció que había sacado un 33, me di cuenta de que las calificaciones eran sobre cien. El segundo examen volví a suspenderlo. Cuando me dirigí al Dr. Molins, que también era nuestro tutor, para comentarle que no sabía cómo conseguir aprobar, me respondió: «No se preocupe, señora Balcells, yo aún espero que usted pase un buen verano». Y así fue: conseguí aprobarlo todo en junio, aunque estudié como nunca antes había estudiado en mi vida. A pesar del elevado nivel de exigencia del profesorado del IQS, disfruté muchísimo; los profesores me animaron a no desfallecer y sentía un enorme interés por aprender todo lo que me enseñaban.

Decidí especializarme en Química Orgánica gracias al padre Pedro Victory

No tenía muy claro por qué modalidad de la química debía optar hasta que conocí al sacerdote y magnífico profesor universitario Pedro Victory. Gracias a sus clases, comencé a percibir la aplicación médica y el potencial creativo que me ofrecía la química orgánica. Asimismo, también guardo un magnífico recuerdo del Dr. Santi Nonell, químico y profesor de Fotoquímica y Química Física, que actualmente es presidente de la European Society for Photobiology. En aquella época, se iniciaba un incipiente grupo  de investigación dedicado a la terapia fotodinámica del cáncer. Estos primeros investigadores, entre los que se encontraba el Dr. Nonell, comenzaban a estudiar qué ocurría cuando se irradiaban unos fármacos mediante luz roja que penetraba en la piel y que producía un oxígeno altamente oxidante, capaz de matar de manera específica la célula tumoral. Era, por tanto, química aplicada a la medicina. Y me entusiasmó.

Fue un alivio, y un privilegio, contar con la doctora Rosa Nomen

Doctora en Ingeniería Química e ingeniera industrial, Rosa Nomen, en primero, me impartió las asignaturas de Cálculo Numérico y, posteriormente, la de Termodinámica en tercero. Fue un gran apoyo contar con su presencia. Cuando entré en el IQS, estaba un poco asustada: casi todos los alumnos y profesores eran hombres, mientras que yo venía de una escuela en que todo eran señoritas y niñas. Cuando la vi entrar por primera vez en el aula, sentí un gran alivio. Además, como docente, me impresionó: no solo era capaz de enseñarte las materias, también te escuchaba y te apoyaba como persona. Me sentía muy cómoda sabiendo que podía acudir a su despacho para preguntarle, sin ningún temor, todas mis dudas.

Con la mirada puesta en Alemania

En tercero de carrera, ya tenía claro que me encaminaría hacia la especialidad de Química Orgánica; quería ayudar a descubrir nuevos fármacos que fueran capaces de curar enfermedades. Esta vocación me obligaba a mirar hacia Alemania, cuna de la investigación bioquímica europea. Además, en quinto curso tuve la oportunidad de realizar unas prácticas de verano en la universidad técnica de Aquisgrán, oficialmente llamada RWTH Aachen, situada en Renania del Norte-Westfalia. Allí contacté con un grupo de investigación que trabajaba en la búsqueda de biomateriales que no produjeran rechazo cuando eran implantados en el cuerpo humano. Y me propuse volver para realizar mi tesis doctoral con ellos. Sin embargo, antes debía aprender alemán. Cuando les comenté mis intenciones a mis primos, que habían estudiado en el colegio alemán, me respondieron categóricamente que, con veintiún años, ya era tarde para aprender ese idioma. Este tipo de sentencias, lejos de desanimarme, me suelen estimular, despiertan mi espíritu competitivo. Y me propuse demostrarles lo contrario. En el año 1996, obtuve una de las prestigiosas becas que otorga La Caixa para realizar estudios de posgrado en el extranjero, y me desplacé de nuevo a RWTH Aachen. Recuerdo que, al llegar, me anunciaron que debía escribir y defender mi tesis en alemán. Enseguida, me matriculé por las noches a clases de este idioma en la escuela de humanidades de la universidad y, además, tuve la suerte de echarme un novio germano. Contra todo pronóstico, logré hablar alemán a la perfección. Y lo más importante: no solo me doctoré cum laude, sino que ese año el premio al mejor doctorado de mi especialidad recayó sobre mi trabajo. Al final, estuve viviendo en Alemania tres años, y allí pude aplicar técnicas que en Barcelona estaban completamente fuera de mi alcance.

Me planté en los despachos de los cinco investigadores que más admiraba del MIT sin cita previa

Cuando recibí la última mensualidad  de  la  beca  que  me concedió La Caixa, decidí gastarme todo el dinero en un vuelo de avión que me llevara de Alemania al prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT), ubicado en Boston. Allí trabajaban los cinco investigadores que admiraba y cuyas publicaciones había leído completas, sin excepción. Me planté en la puerta de sus despachos, sin llamadas ni citas previas. Finalmente, pude contactar con cuatro de ellos; todos me recibieron con amabilidad y me escucharon. Les expliqué que había estado realizando mi doctorado en Alemania, les mostré mi trabajo y les anuncié que estaba muy interesada en trabajar con ellos. Recibí una respuesta positiva de los cuatro investigadores, pero escogí al doctor Elazer R. Edelman porque me impresionó su huma- nismo: además de ser licenciado en Ingeniería Bioeléctrica y en Biología Aplicada, y tener un máster en Ciencias de la Computación, es profesor de Medicina en la Escuela de Medicina de Harvard, y médico adjunto en la unidad de cuidados coronarios en el Hospital Brigham and Women’s, en Boston. Meses después, me explicó que, cuando me vio, pensó que se había olvidado de mi cita, porque no la recordaba. Fue entonces cuando le revelé que, en realidad, me había presentado en su oficina con todo mi descaro, sin haber avisado ni concertado ninguna entrevista con su secretaria. Aún recuerdo su cara de estupefacción cuando entré por la puerta de su despacho y le espeté: «I want to work with you» (‘quiero trabajar contigo’).

Vivir lejos de casa, uno de los peajes que he tenido que pagar

Quiero mucho a mi familia y a mis amigos, y soy una enamorada de mi ciudad. Sin embargo, mi vocación científica ha acabado alejándome de las personas a las que amo; es uno de los peajes que he tenido que pagar por dedicarme al mundo de la ciencia. Mis padres nunca me pusieron ningún impedimento; al contrario: siempre apoyaron mis decisiones y me animaron a estudiar idiomas y a viajar. Con trece años, me enviaron a Irlanda a aprender inglés y, también, estuve en Francia estudiando francés durante algunos veranos. Nunca me limitaron, sino que me facilitaron las herramientas para descubrir quién era. Cuando me licencié, ir al extranjero ya era algo habitual para mí. Seguramente, mis padres habrían preferido que no me hubiera ido a vivir tan lejos. Siempre sospecharon que la ciencia acabaría por interponer kilómetros entre nosotros, pero, aun así, lo aceptaron y nunca me dijeron: «No te vayas». Y debo reconocer que, quizás, si lo hubieran hecho, no habría sido capaz de llevarles la contraria.

Cuando recibes mucho, debes dar algo a cambio

En mi familia, son muy creyentes. Recuerdo que, de pequeña, me explicaron una parábola de la Biblia en la que se narraba que, cuando a una persona le otorgan un talento, debe hacerlo fructificar y devolverlo con creces. Este mensaje me quedó grabado en la memoria y se convirtió en mi modus vivendi. Crecí en una familia fantástica, muy unida, alegre y variopinta, que me animó a ser creativa y a luchar por mis sueños. Además, en nuestro historial genético no se han recogido enfermedades graves, como el cáncer o el alzhéimer: somos gente longeva. Todos mis abuelos han pasado de los noventa años. Con tanto cariño y esta ausencia de experiencias traumáticas, me considero muy afortunada. Además, desde muy joven he sentido vocación por ayudar a los demás. Estoy convencida de que tengo la responsabilidad social de devolver tanta suerte. Mientras estudiaba la carrera, acudía a colaborar como voluntaria en el Casal del Pare Manel, en Nou Barris, dando clases de repaso por las tardes. Incluso me planteé viajar a la India: quería colaborar en el centro de leprosos de la Madre Teresa de Calcuta. Cuando mis padres escucharon mis planes, me explicaron que en mi ciudad también había gente a la que podía ayudar mientras finalizaba mis estudios universitarios. Y me alisté como voluntaria de la Cruz Roja y de los Juegos Paralímpicos.

El voluntariado en los Juegos Paralímpicos de Barcelona 92 me cambió la vida

Trabajé como traductora simultánea para uno de los directivos del Comité Olímpico que organizaban las competiciones, durante la semana previa a la celebración de los Juegos. Era holandés y necesitaba que alguien tradujera sus indicaciones a los técnicos locales. A la semana siguiente, durante las competiciones, me destinaron como traductora a la sección de tenis de mesa. Tenía que traducir frases muy sencillas para que los deportistas entendieran instrucciones básicas. Fue una experiencia maravillosa, porque entablé amistad con los integrantes del equipo estadounidense. Por la noche, subían al coche familiar, un Renault 21 Nevada, en el que podía plegar sus sillas de ruedas, y nos íbamos de fiesta con mi hermana Inma por Barcelona. Para ser honestos, mi presencia contribuyó a que no obtuvieran ni una sola medalla, porque a la mañana siguiente, nadie estaba para participar en ninguna competición, pero ganamos unas amistades que durarán toda la vida. Cuando recuerdo aquellos Juegos Paralímpicos, aún se me pone la piel de gallina: ver a todos aquellos miles de voluntarios, sonriendo y ayudando a los deportistas, me hizo sentir que no estaba sola; en mi ciudad también había mucha gente buena y comprometida.

Intentamos reducir la mortalidad en la enfermedad cardiovascular

Empecé a trabajar en el Massachusetts Institute of Technology el 1 de junio de 1999, ahora hace ya dos décadas. Recuerdo que, cuando le expliqué a mi abuela que me iba a Boston a realizar un posdoctorado en Ingeniería de Tejidos, que entonces era una disciplina muy joven, creada tan solo tres años antes, me preguntó si estaba segura, porque sabía que la industria textil catalana estaba en baja en esos momentos. Enternecida por su confusión, tuve que tranquilizarla aclarándole que no me iba a Estados Unidos a diseñar camisetas. Actualmente, sigo centrada en esta línea de investigación, que intenta frenar la mortalidad de los pacientes con enfermedades cardiovasculares y neurodegenerativas. Reparamos arterias, venas y capilares artificiales utilizando materiales poliméricos y biodegradables que funcionan como un andamio, es decir, sirven para arreglar el edificio, en este caso, el vaso afectado, y luego se pueden retirar. En este tipo de «andamio», los científicos añadimos toda clase de células del cuerpo humano que sean capaces de reconstruir los tejidos. Hoy en día, todavía no hemos conseguido implantar esos tejidos hechos en el laboratorio, pero se han convertido en unos modelos humanizados magníficos, que nos permiten conocer el funcionamiento del cuerpo humano ante un fallo orgánico, y nos posibilitan descubrir indicadores de alarma, así como testear posibles soluciones.

Regenear, un puente entre Barcelona y Massachusetts

Dos días antes de que naciera mi primera hija, vino al mundo el bebé de mi mejor amiga, Ágata Gelabertó, también licenciada en IQS; pero Andrea nació sin orejas y con tan solo un riñón. Fue un golpe muy duro que me hizo abrir los ojos. Me di cuenta de que en el MIT no solo debíamos centrarnos en el estudio de las arterias artificiales, sino que también podíamos expandir nuestra investigación a otro tipo de tejidos y órganos. Y fundamos Regenear –un juego de palabras entre «regenerar» y «ear», que en inglés significa oreja–. Tenemos como objetivo generar cartílago que permita la reconstrucción de la oreja externa en niños afectados por microtia, una malformación congénita que ocasiona que el pabellón auricular esté poco o nada desarrollado. Con Regenear, también hemos establecido un convenio de colaboración entre el MIT y jóvenes investigadores de nuestro país.

Es posible experimentar sin que sea necesario dañar a ningún ser vivo

Asimismo, hemos ampliado la investigación a otros órganos, como la rodilla. Ac- tualmente, por ejemplo, también estamos estudiando enfermedades neurodegenerativas del cerebro. Es una investigación muy útil: a una persona no le podemos pedir permiso para abrirle el cerebro con la excusa de estudiar su barrera hematoencefálica y ver qué ocurre cuando le administramos un medicamento u otro. Sin embargo, en nuestro laboratorio, contamos con un modelo artificial que podemos alterar a nuestro antojo. Podemos aplicarle medicamentos nuevos o drogas sintéticas y observar los resultados sin peligro para vida alguna; de esta manera, también contribuimos a abolir la experimentación con animales. Incluso podemos realizar ensayos con nuevos dispositivos creados por las empresas, como son prótesis o válvulas, con el objetivo de optimizarlos y estudiar posibles rechazos.

No menospreciemos la investigación de lo más básico

Es imprescindible entender cómo interaccionan una molécula y una célula; y es necesario apoyar los estudios que investigan estos aspectos fundamentales, porque su aplicación en el diagnóstico de las enfermedades y de los tratamientos farmacológicos es realmente amplia. No deberíamos menospreciar la investi- gación de lo más básico. Por ejemplo, en nuestro laboratorio estamos observando la diagnosis temprana del alzhéimer o el cáncer de cerebro infantil, ya que podemos estudiar de qué modo un fármaco traspasa la barrera hematoencefálica. Actualmente, estamos colaborando con más de quince empresas que apoyan nuestro trabajo, aunque también contamos con fondos públicos; y he impulsado en el MIT dos programas internacionales en innovación y globalización.

MIT-Spain: con la voluntad de crear una red de conocimiento mundial

La ciencia es global y prospera con los intercambios: la rotación entre universidades punteras de excelencia enriquece los centros, las personas y los proyectos en los que contribuyen. Considero que es el modelo que hay que seguir. Estoy convencida de que es importante tejer redes globales y favorecer la simbiosis de talentos para lograr ganarle la lucha a las enfermedades. El programa MIT-Spain tiene como objetivo este intercambio de talento bidireccional; no obstante, no se trata solo de traer estudiantes o profesores españoles al MIT, que ya es un imán de talento por sí mismo, sino que también debemos favorecer el proceso inverso: no queremos que nuestro instituto se convierta en una torre de marfil adonde van a parar los mejores profesionales del mundo, sino que pretendemos que los estudiantes que se están formando en el MIT sean capaces de crear una red de conocimiento global. Con el Instituto Químico de Sarriá hemos establecido un programa de colaboración: los estudiantes del IQS pueden hacer una parte de la tesis doctoral en Barcelona y otra en el MIT, o a la inversa. Asimismo, diversos profesores del IQS vienen a Boston a impregnarse de las investigaciones que se llevan a cabo y a asegurar este intercambio de conocimiento bidireccional. Yo misma, como profesora titular del IQS, cruzo el Atlántico cuatro o cinco veces al año para realizar reuniones de seguimiento; el trato humano no puede quedar relegado: es esencial. Por otro lado, con MIT LinQ, otro de mis proyectos, pretendemos promover la innovación con el objetivo de que los avances médicos lleguen a su destinatario final: el paciente. Perseguimos trazar puentes, lazos entre la industria y el mundo académico para avanzar juntos en la comercialización de la ciencia; nos mueve nuestro afán por curar las enfermedades. Los pacientes no pueden esperar. Es un imperativo moral de todos (académicos, sistemas de salud, industria, asociaciones de pacientes…) acelerar el proceso por el cual tecnologías transformadoras y curas que salvan vidas lleguen al paciente de la forma más eficaz, menos cara y con mejor experiencia para el paciente y el cuidador.

Un ilusionante y nuevo proyecto entre manos que no me deja dormir

Hemos comenzado arealizar expediciones médicas a diversos países del hemisferio sur. Nos desplazamos con un vehículo medicalizado a parajes naturales remotos para analizar su biodiversidad. Por ejemplo, hace poco viajamos hasta unos lagos argentinos que poseen una salinidad del treinta por ciento y en los que tan solo viven seres microscópicos. Tomamos muestras de estas aguas y de sus fitobacterias, y las tratamos allí mismo ya que, si las trasladáramos, enseguida morirían. Nuestro objetivo es descubrir nuevos fármacos que nos permitan tratar el cáncer, así como las enfermedades cardiovasculares y neurodegenerativas. Y lo más importante de todo este ambicioso proyecto, que acerca el hemisferio norte al hemisferio sur, es que nace enmarcado bajo el Protocolo de Nagoya de las Naciones Unidas, en vigor desde octubre de 2014. Es un acuerdo, complementario al Convenio sobre la Diversidad Biológica, que tiene como objetivo la participación justa y equitativa de los beneficios derivados de la utilización de los recursos genéticos. Con el Protocolo de Nagoya, se aspira a acabar con el expolio de los recursos naturales que han padecido, a lo largo de toda su historia, muchos países del sur.

Luchando contra las enfermedades, pero también contra las desigualdades entre el hemisferio norte y el sur

En el hemisferio norte, el setenta y cinco por ciento de los fármacos que toma la población, como el conocido Sintrom –un anticoagulante oral que previene contra embolias y trombosis–, son derivados de elementos que proceden de la naturaleza de lugares en vías desarrollo. Las grandes farmacéuticas se desplazan a estos países, recogen todo lo que necesitan y retornan a sus sedes del primer mundo para fabricar sus medicamentos, con los que facturan miles de millones de dólares. Pese a este hecho, las poblaciones locales expoliadas nunca tienen acceso a tales medicinas, ni tan siquiera pueden pagarlas. Con nuestra adhesión a este Protocolo, estamos estudiando fórmulas para favorecer también a los habitantes de estas zonas. Hay diversas maneras para conseguirlo: construyendo infraestructuras, instalando los laboratorios en su país, contratando personal autóctono, favoreciendo el intercambio de estudiantes y profesionales… La semana pasada nos contactaron de las Naciones Unidas para exponer nuestra experiencia e ideas en este campo en una cumbre sobre biodiversidad y cambio climático que se celebrará el próximo mes de noviembre de 2018 en Egipto. Tengo solo cuarenta y seis años y mucho camino por recorrer todavía. Espero ver implementado este proyecto algún día: ser capaces de luchar contra las enfermedades al tiempo que beneficiamos a las comunidades más desfavorecidas sería un sueño hecho realidad que me anima a seguir luchando cada día.

El talento y el conocimiento carecen de fronteras

Estoy firmemente convencida de que ayudo más a la ciencia, a mi país de origen y a la facultad en la que me formé desde Boston. No solo no me he olvidado nunca de mi procedencia, sino que además he logrado implantar programas internacionales que favorecen el intercambio de conocimiento. Soy una persona que siempre piensa de manera global, puesto que, si bien soy muy consciente de que, desde el MIT, no podemos solucionar todos los problemas del mundo, sí somos capaces, en cualquier caso, de establecer puentes con los mejores investigadores del planeta. Los pequeños «reinos de taifas», por tanto, no me interesan nada, porque no ayudan a la ciencia y desembocan, a la postre, en una pérdida de recursos y de fuerzas. En el mundo científico necesitamos sinergias. Europa, como potencia científica y tecnológica que es, tiene que devenir un bloque sólido. Me encantaría ver como nombran a más premios Nobel de mi país, para mí es lo mismo si son catalanes o españoles.