1r Tomo (empresarios). Biografias relevantes de nuestros empresarios

Michael H.G. Schara – Shara

MICHAEL H.G. SCHARA

Wasserburg am Inn (Alemania)

11 de junio de 1952

Presidente de Schara

 

Sobre la cultura del esfuerzo y el carácter artesano se cimentó esta empresa fundada por un maestro charcutero alemán que un día se enamoró de Barcelona. De su mano llegaron a la capital catalana las hasta entonces poco conocidas salchichas cocidas alemanas. A la segunda generación, la de este empresario, le correspondió rescatarlas del anonimato aportándoles la marca Schara. Ahora es su hija quien ha encabezado el reto de la expansión de esta compañía charcutera, cuya seña principal reside en su firme compromiso con la calidad, fiel a sus raíces y a sus tradiciones artesanas.

 

Orígenes alemanes

El cielo azul del Mediterráneo logró retener a mi padre en Barcelona

Un guardia civil me llevó en volandas

Maria tuvo la firme convicción de llevarnos al Colegio Alemán de Barcelona

Barcelona se asoma a la cultura del producto cocido

Las circunstancias me permitieron evitar el servicio militar

Gracias a mi dedicación empresarial, yo mismo me pude costear del segundo al quinto curso

«Viaje al futuro»

Complementariamente a ESADE, buscaba nuevos retos

A los veinte años ya había creado mi primer negocio

Schara le asigna una marca a sus productos

La formación continuada ha conllevado a Schara reconocimiento institucional

«La triple A»: ser alguien, en algo y en algún sitio

Imagen de marca, prestigio y posicionamiento sin hacer publicidad

Crecimiento en nuevas líneas de negocio

Garantía Higher Level

Candidato de España para presidir CLITRAVI

Continuidad

 

Orígenes alemanes
Tengo perfectamente grabado en la memoria el entorno alemán que me vio nacer: una casa de campesinos en Baviera, en la que convivíamos con mis abuelos, pero en la que apenas viví tres años y medio, cuando mi familia se trasladó y se instaló definitivamente en Barcelona. Previamente, mi padre, de quien también heredé el nombre, había recorrido media Europa en una época marcada por la Segunda Guerra Mundial. Procedía de una saga sajona que en el siglo XVII había emigrado hacia Transilvania ―región que pertenecía al Imperio Austrohúngaro que, tras la Gran Guerra, había sido anexionada a Rumanía―, y que se había instalado en Kronstadt, actual Brașov. Después de haber cumplido tres años de servicio militar, con el estallido del nuevo conflicto bélico se vio obligado a combatir en una contienda en la que los rumanos secundaban a los alemanes. La batalla de Stalingrado sorprendió a mi padre a apenas doscientos kilómetros de la ciudad. Concluida la guerra, mi padre se refugió en Alemania, donde conoció a Maria, nacida en una localidad austrohúngara, entre Viena y Budapest, y con quien decidió formar una familia a la que, poco tiempo después, nos sumamos mi hermana Charlotte y yo.

 

El cielo azul del Mediterráneo logró retener a mi padre en Barcelona
Ese espíritu luchador y esforzado llevó a mi padre a considerar una oferta profesional que había recibido de Barcelona gracias a su diploma de maestro charcutero, una condición necesaria en Centroeuropa para ejercer esa actividad profesional. Aunque yo era muy pequeño, aún conservo la imagen del día en que se marchó a España. Aquella aventura laboral, que tenía que ser temporal, no resultó exitosa por las desavenencias con la persona que se la había ofrecido. No obstante, cuando ya se hallaba en el tren, dispuesto a partir hacia Alemania, tomó una decisión que cambió absolutamente nuestras vidas. Determinó quedarse en Barcelona, ante el vacío total que le atenazaba por haberse quedado sin trabajo y, sobre todo, enamorado del cielo azul del Mediterráneo y de la Ciudad Condal. Por fortuna, los habituales retrasos de Renfe habían propiciado que el tren no hubiera arrancado ya de la estación de Francia, lo que llevó a mi padre a bajarse del convoy y devolver el billete. Era el 23 de diciembre de 1954 y nosotros, su familia, aguardábamos en casa en Wasserburg am Inn (Baviera, Alemania) su llegada para celebrar la Navidad.

 

Un guardia civil me llevó en volandas
En mi infancia, las comunicaciones acusaban muchas limitaciones y hasta el 1 de enero de 1955 no supimos que nuestro padre había decidido quedarse en Barcelona. Esa noticia propició que en el entorno familiar afloraran tensiones, pues a mi madre le espetaban que su marido la había abandonado con los niños. Aún conservamos una carpeta con cartas que el matrimonio se cruzó en esas fechas; misivas que tardaban diez o quince días en llegar a destino y en la que se mezclan reproches y lamentos que el tiempo se encargaría de aclarar. Porque unos meses después se evidenciaría que el abandono del que se le pretendía acusar no había sido tal y que nuestro padre había obrado con una enorme rectitud moral. En un momento crítico, él había optado por rehacer su vida pensando en el futuro familiar. Y eso pasaba por emprender su propio negocio y traernos a España cuanto antes. En mi memoria siempre quedará la imagen de la llegada en tren a Portbou, donde nos esperaba. Él alertó a un guardia civil de mi presencia desde el otro lado de la barrera, ante lo cual el agente de la Benemérita me levantó y me llevó en volandas para entregarme a mi padre.

 

Maria tuvo la firme convicción de llevarnos al Colegio Alemán de Barcelona
La adaptación inicial no resultó fácil. En especial para mi madre, avezada a un entorno muy distinto al que se encontró en un primer momento. La escasez de recursos había conducido a nuestro padre a instalarse en Montcada i Reixac, donde había habilitado un pequeño obrador, junto al que vivíamos. Firme a sus convicciones, Maria determinó que tanto mi hermana como yo recibiéramos una educación bicultural, lo cual le llevó a matricularnos en el Colegio Alemán de Barcelona; en mi caso, desde el Kindergarten. Tal decisión supuso todo un reto y esfuerzo para la logística familiar, pues en aquella época las comunicaciones eran muy precarias y teníamos que desplazarnos diariamente desde Montcada hasta la avenida Tibidabo de Barcelona en autobús, o que nos trasladara nuestro padre por unas carreteras y unos tráficos que nada tenían que ver con los de ahora. Por fortuna, a los tres años mi padre consiguió alquilar una tocinería-charcutería con obrador en el barrio de Sant Gervasi, a apenas 400 metros del centro escolar. Era un local con una trastienda a la que nos trasladamos a vivir. De este modo, mi hermana y yo podíamos ir y volver andando a la escuela, y mis padres dedicarse plenamente al negocio. Mi vínculo con la entidad fue muy fuerte ¾pasé allá toda mi formación escolar, de 1958 a 1971¾, y ya más adelante, del 77 al 87, fui entrenador de fútbol en aquel colegio, cuyas instalaciones se habían ya trasladado a un moderno edificio en Esplugues de Llobregat, así como vocal de sus consejos de administración del 95 al 96.

 

Barcelona se asoma a la cultura del producto cocido
Nos instalamos en Sant Gervasi en 1958. Nuestra madre, de profesión sastra, y feliz por el traslado a esa zona alta de Barcelona, se avino a prestar apoyo a la actividad de su marido. Lo que él producía en el obrador ella lo vendía en la tienda, que en poco tiempo logró adquirir gran renombre entre la colonia alemana de la ciudad, extensiva a austriacos, suizos, holandeses o escandinavos por la calidad de sus productos. Aun siendo un establecimiento modesto, distaba mucho del vetusto local de Montcada y el hábitat era mucho más amable. En cualquier caso, el punto de venta empezó a cosechar éxito. Incluso disfrutábamos de clientes especiales: las tres estrellas húngaras del Futbol Club Barcelona, Kubala, Kocsis y Czibor, eran clientes habituales en la charcutería de mis padres. A ello contribuía la oferta alternativa de nuestro padre, un auténtico artista charcutero con espíritu innovador. Sus orígenes internacionales permitieron ofrecer productos y sabores casi a gusto de todos. Si bien España es un paraíso en lo que a productos cárnicos se refiere, por razones climáticas, se limitaba, en aquella época, eminentemente a la elaboración de productos curados (salchichón, jamón, fuet o chorizo) o, a lo sumo, a artículos propios de la matanza del cerdo, como la butifarra, el bull, el bisbe, etcétera. No existía cultura del producto cocido, que constituye la mayoría de las especialidades alemanas. Y aquella irrupción causó sorpresa e interés, porque en el caso del producto curado, cuando pones a madurar cien kilos de chorizo fresco, acabas obteniendo setenta de producto acabado, mientras que en el cocido el producto no pierde peso. Esa «innovación» provocó, en un primer lugar, que, ante el crecimiento de la actividad, mi padre incorporara empleados de apoyo. Pero, en segundo lugar, que la competencia le arrebatara esos trabajadores una vez habían adquirido el know how, lo cual resultaba cruel y descorazonador para mi padre, quien se veía obligado a volver a invertir tiempo en transmitir conocimiento e instrucciones al nuevo personal. Aun así, mi padre supo defenderse bien, porque en realidad el auténtico talento lo atesoraba él.

 

Las circunstancias me permitieron evitar el servicio militar
Desde bien niño, a los siete años, presté mi humilde ayuda en el negocio, embolsando salchichas y asumiendo pequeños cometidos. Lo hacía una vez concluidos los deberes escolares, que realizaba por la tarde, pues solo había clase por la mañana en el Colegio Alemán. Ahí completé mi escolaridad, un ciclo de trece años que acababa a los diecinueve con el Bachillerato (Abitur). Mi madre albergaba la ilusión de que yo acudiera a Alemania a estudiar una carrera, pero circunstancias administrativas lo desaconsejaban. Haber nacido en Baviera y haber recalado siendo niño en Barcelona favoreció que ni las autoridades alemanas ni las españolas me reclamaran para el servicio militar, que yo por supuesto deseaba evitar. Si me matriculaba en la Universidad de Múnich, corría el riesgo de que se detectara esa circunstancia, de ahí que desestimé esa opción y valoré acudir a Suiza o Austria. Ante la imposibilidad económica de poder decantarme por esa alternativa helvética, me propuse como objetivo estudiar en Viena, aprovechando que unos tíos lejanos que vivían en la capital austriaca podrían acogerme en su hogar. Sin embargo, un hallazgo casual cambió por completo mis expectativas académicas. En aquel entonces desconocía por completo la existencia de ESADE, que descubrí fortuitamente, siendo la carrera de Ciencias Empresariales la que yo deseaba cursar. Con absoluta determinación, entré a solicitar información.

 

Gracias a mi dedicación empresarial, yo mismo me pude costear del segundo al quinto curso
La persona que me atendió me indicó que, para ingresar en el centro, había que superar un examen de admisión. ESADE gozaba de un alto reconocimiento y prestigio, si bien sus estudios no tenían una homologación oficial, al tratarse de una institución paralela al sistema universitario español. A la semana siguiente me entrevistaba con el padre Milà, quien comprobó que mi expediente académico era correcto y a quien le sedujo mi procedencia académica del Colegio Alemán de Barcelona y el origen germánico de mi familia, pues ESADE aspiraba en ese momento a internacionalizar el alumnado. Todo obraba a mi favor hasta que surgió un obstáculo nada menor: el coste de la matrícula. Sin embargo, al plantear en casa mi deseo, obtuve una respuesta favorable. Imagino que harían cálculos de lo que supondría estudiar en Viena y consideraron que hacerlo en ese centro de Barcelona sería asumible. Me enorgullece afirmar que, si bien mis padres costearon el primer curso, del segundo al quinto los pagué de mi propio bolsillo, gracias al fruto de mis esfuerzos profesionales.

 

«Viaje al futuro»
Ese verano, previo a mi ingreso en ESADE, realicé el viaje que me marcaría de por vida. Era tradición en la cultura alemana, al finalizar el Bachillerato ―el Abitur o prueba de madurez―, recibir un regalo de reconocimiento y significativo por parte de la familia. Cuando mis padres me preguntaron por mis deseos, les respondí que me hacía ilusión un gran viaje, preferentemente a América del Norte. Nuestra familia materna, como refugiados de la Segunda Guerra Mundial, había quedado esparcida por todo el mundo, y quise aprovechar que teníamos a unos primos residentes en Canadá. Planifiqué, pues, un ilusionante viaje que me tenía que llevar, en primer lugar, a Toronto y Vancouver. Pensé también que me sería imperdonable cruzar el Atlántico y no visitar Nueva York. A través de un contacto de intercambio de estudios que conocí en el Instituto de Estudios Norteamericanos de Barcelona, encontré la posibilidad de poder pasar también unos días en Nueva York. Así, por fin pude organizar mi viaje. 48.648 pesetas de la época me costaron los vuelos con la Pan Am, cuyos billetes, como los de cualquier línea aérea en aquella época, 1971, eran como un libreto con hojas de calcar. Identifico aquella experiencia como mi «viaje al futuro», en el que disfruté de emociones y vivencias totalmente nuevas para mí. No solamente al conocer ciudades y países diferentes ―la «modernidad» de entonces—, sino, que, al poder vivir en casas particulares con familias, tuve la ocasión de verme inmiscuido en las costumbres y los hábitos cotidianos de aquellas culturas. Poder conducir un Lincoln Continental ―un coche americano de seis metros de longitud, con aire acondicionado, dirección asistida, cambio automático, etc.―, era una sensación indescriptible para un joven de 19 años con las impresiones de la España de 1971. Descubrí las boleras, los partidos de american football y de baseball, la TV en color y montones de canales, los aviones Jumbo, los restaurantes McDonald’s o Kentucky Fried Chicken, los supermercados, el pago de peajes de autopista con tarjeta de crédito, y algo muy interesante: el código de barras, amén de muchas otras cosas.

 

Complementariamente a ESADE, buscaba nuevos retos
Mis años académicos en ESADE, de 1971 a 1976, se enriquecieron gracias a actividades complementarias, tanto a nivel de emprendimiento profesional como de realización y descubrimientos personales. Mi fundamento de educación y tradición recibidas en casa, basadas en unas determinadas convicciones éticas de entereza personal, de actitud positiva hacia la cultura del esfuerzo y del sacrificio, se complementaron con una juventud intensa y llena de convicciones, también religiosas, que me marcaron significativamente. Mi ilusión por la música ―los maravillosos años 60 y 70 nunca serán igualados― enriqueció mi vida, ya para siempre. Durante mis estudios de Ciencias Empresariales, conocí al amor de mi vida, Ana Maria Batlle Soler, la que en 1977 se convertiría en mi esposa, y desde entonces ha sido mi apoyo en todos mis proyectos profesionales y personales. De este matrimonio nacieron nuestros tres hijos: Anna Marlene (1980), Sabine Jennifer (1984) y Michael Alexander (1993).

 

A los veinte años ya había creado mi primer negocio
Me impuse nuevos retos personales, entre ellos abrir una delegación de distribución de los productos que elaboraba mi padre en la zona levantina junto a un socio. Con un Seat 127, viajaba cada mes a la capital del Turia para supervisar el desarrollo de la actividad empresarial. El trabajo en aquella delegación, que me permitió costear los estudios en ESADE, adquirió dinamismo en el apogeo del turismo alemán en la zona alicantina, donde nuestros productos hallaban muy buena acogida. Y así, con veinte años, había creado mi primer negocio. No obstante, cuando aún no había cumplido los veintidós, me vi empujado a asumir una nueva responsabilidad. Fue en abril de 1974 cuando mi padre, que el año anterior había inaugurado una nueva planta de fabricación, me reclamó. Era un momento crítico en mi vida, pues tenía la posibilidad de ir a estudiar a Estados Unidos, ya que, gracias a una recomendación de ESADE, me habían aceptado en la Indiana University. Pero acabé cayendo en la «trampa» bienintencionada de mi padre, quien me otorgó poder general a los veintidós años en la compañía. «Tu padre te necesita en la fábrica», corroboró mi madre, apelando a mi comprensión. Lo que más valoro es la confianza que en ese momento depositaron en mí. Complementariamente, en 1975, transformé la tocinería original de mis padres en un supermercado delicatessen en el barrio de Sant Gervasi.

 

Schara le asigna una marca a sus productos
Mi padre había sido un pionero al desembarcar en Barcelona como maestro charcutero, al aportar productos de máxima calidad, elaborados de manera artesanal con fórmulas originales y recetas puras y honestas. Pero él sólo aspiraba a ganarse honestamente la vida para él y para su familia. Si mi padre creó el producto y la empresa, mis padres vieron en mí la vena del empresario futuro. «Te admiro por todo lo que has hecho y yo no soy capaz de hacer», le dije veinte años más tarde, a lo cual él me respondió: «Tienes razón, pero quiero que sepas que yo no sería capaz de hacer lo que tú estás haciendo». Se refería a esa nueva etapa iniciada por Schara en 1974. Si la primera estuvo marcada por la creación y la artesanía, a la segunda le imprimí como principal sello el abandono del anonimato, identificando nuestros productos con la marca Schara. Hasta entonces, la venta siempre había sido a granel, pues no había ni supermercados, ni tecnología para envasar al vacío ni para etiquetar, y menos equipamientos frigoríficos adecuados en los puntos de venta. Mi padre había estado vendiendo salchichas a tocinerías que se atribuían la elaboración propia. Él se había labrado un nombre en el entorno profesional, pero solo los consumidores que acudían a nuestra tienda nos conocían con identidad. Dado que ya gozaba de plena autonomía en mis decisiones empresariales, sería asimismo como, en 1977, inauguraríamos la primera línea de envasado industrial. Siempre hemos optado por la tecnología de vanguardia. Igualmente, fuimos una de las tres primeras empresas del sector cárnico en España en implantar el código de barras, en 1983.

 

La formación continuada ha conllevado a Schara reconocimiento institucional
Al igual que mi padre, siempre he mostrado un espíritu inquieto y un deseo inagotable de aprendizaje. Por esa razón, amplié mis conocimientos con formación específica de mi oficio en la Fleischerschule de Augsburg, en Alemania (1981), seminarios profesionales en Chicago en 1996 y en Düsseldorf en 1998, formación y perfeccionamiento del oficio en el IRTA (1997), o con un programa de Alta Dirección en el IESE (2001), además de asistir a ferias internacionales (Frankfurt, Köln, París, etc.). Ya en 1968 acompañaba a mi padre a IFFA, un salón profesional en Frankfurt, siendo de los pocos que hemos acudido ininterrumpidamente desde entonces. En 1978 nos estrenamos como expositores en Alimentaria, donde pude corroborar el respeto que nos habíamos ganado en el sector. Es algo que, más adelante, en 2014, vería confirmado a título personal cuando me nombraron presidente de la Federació Catalana de les Indústries de la Carn (FECIC) y de CONFECARNE, la Confederación de Organizaciones Empresariales del Sector Cárnico de España, cargos que ocupé hasta 2016.

 

«La triple A»: ser alguien, en algo y en algún sitio
Nuestros productos han logrado una gran expansión y se hallan hoy en día en miles de tiendas de las principales cadenas de distribución, a las que servimos desde nuestra planta situada en Mercabarna, que reúne un equipo humano de noventa profesionales. A esa conquista contribuyó una frase convertida en filosofía de negocio que, en 1998, acuñé en plena reflexión ante una crisis empresarial que me obligó a reinventarme. La denomino «la triple A»: una empresa para sobrevivir tiene que «ser Alguien, en Algo, en Algún sitio». Ser alguien significa intentar ser número uno; en algo, en lo que mejor crees que sabes hacer; y en algún sitio, en el mercado elegido. Schara debía ser número uno en salchichas de calidad en Catalunya (posteriormente en España). Alcanzar ese desafío ha sido posible, también, gracias al apoyo de mi esposa, quien en 1987 se integra plenamente en la empresa para asumir responsabilidades de codirección general. Desde su incorporación, inicialmente en tareas de confianza administrativa, debo decir con toda firmeza que sin ella no se habría podido realizar el proyecto empresarial de Schara que en los últimos años hemos gestionado en codirección general. Gracias también desde aquí, Ana.

 

Imagen de marca, prestigio y posicionamiento sin hacer publicidad
De nuestros tres hijos, fue Sabine quien se convirtió, hace diez años, en la cabeza visible de la tercera generación en la empresa Schara. Tras haber estudiado en ESADE, trabajó en la compañía Tui, en Alemania, y en Henkel y L’Oreal, en España. Después de un largo viaje, al regresar, solicitó su ingreso voluntariamente en la empresa. Fue una iniciativa que acogimos encantados, sobre todo tras saber que había tenido el detalle de consultar previamente a sus hermanos por si tuvieran alguna objeción. A su bagaje académico y profesional quiso añadir la especialización en el negocio, razón por la que acudió a Alemania para perfeccionar el oficio y obtener el diploma de maestra charcutera por la Fleischerschule Landshut en Baviera. Ella siempre me recuerda que, al terminar ESADE, la felicité y la abracé por sus logros académicos; pero, que al obtener este título, no pude evitar las lágrimas en mis ojos. A Sabine, que ahora cuenta con treinta y ocho años, le ha correspondido la tercera gran etapa en la empresa: la del crecimiento de la compañía. Resulta ilustrativa la conclusión a la que llegó hace un par de años la empresa líder de consulting y market research, Nielsen, que mostraba su sorpresa por la imagen, el prestigio y el posicionamiento adquiridos por los productos Schara, con su notoriedad de marca, sin haber hecho publicidad hasta entonces.

 

Crecimiento en nuevas líneas de negocio
En ese crecimiento de Schara también participan nuestro hijo Micha y Lucas, esposo de nuestra primogénita y responsable de las finanzas de la empresa desde 2017. Por su parte, Micha, doce años menor que Marlene, se ha incorporado recientemente para pilotar la división de nuevos proyectos empresariales, cuyo objetivo es permitirnos crecer en otras líneas de negocio, y también en posibles proyectos de internacionalización. Todo ello, bajo la dirección de un competente Comité de Dirección gestionado por Sabine como actual CEO de la empresa.

 

Garantía Higher Level
Gracias a nuestra apuesta por la calidad, hemos logrado posicionar nuestras tres categorías principales de producto cárnico (salchichas, mortadelas y bacón) en el nivel más alto de reconocimiento. Recuerdo una frase de mi padre, cuando yo tenía siete años y acababa de acompañarle a visitar a un cliente que finalmente no le compró: «Hijo mío, no te preocupes si no compran tu producto por precio; preocúpate el día que digan que tu producto no es bueno». Esta idiosincrasia se traduce en nuestra calidad, avalada por la certificación IFS, que no solo ha reconocido que nuestros productos, procesos de producción, instalaciones, etc., cumplen los estándares que se requieren internacionalmente, sino que nos han otorgado la certificación Higher Level. Es algo que nos enorgullece, como también el colaborar con entidades benéficas, a quienes donamos periódicamente producto. Porque en Schara, desde la humildad también somos solidarios con colectivos más necesitados.

 

Candidato de España para presidir CLITRAVI
Como colofón al generalizado reconocimiento del que goza la empresa, acabo de tener el honor de haber sido nombrado candidato final a presidir CLITRAVI (Centro de Enlace para la Industria Cárnica de la Unión Europea, según sus siglas francesas) en calidad de representante por España de la industria transformadora de productos cárnicos. Esta entidad paneuropea aglutina cerca de 13.000 compañías y 350.000 trabajadores del sector.

 

Continuidad
Repasando las etapas y los escenarios principales de mi vida, debo concluir que, de alguna manera, represento un eslabón dentro de la cadena familiar, iniciado por el difícil destino de mis padres hacia la generación de nuestros hijos, quienes, por iniciativa propia, han decidido buscar nuevos caminos en el proyecto empresarial familiar. No puedo por ello dejar de agradecer a mis padres la vida que me han ofrecido y la educación y mentalidad que me han transmitido: saber estar, cultura del esfuerzo, valor de lo humano, fe y lucha por no abandonar nunca. A mi esposa, sin la cual ese «eslabón» no tendría cierre ni continuidad. Y a mis hijos, quienes, con su actitud personal y profesional, me enseñan cada día que merece la pena renovar el pasado para mejorar el futuro. ¡Gracias, Ana, Marlene, Sabine y Micha!