Carlos Juan Tejada Gómez de Segura
Fotografia cedida
TH, 9è VOLUM. Biografies rellevants dels nostres arquitectes

Sr. Carlos Juan Tejada Gómez de Segura

Entrevistado el 14-11-2017.

Afirma con simpatía que la máquina perfecta es un vasco trabajando en Catalunya. Es su caso, desde hace 35 años. Su vocación por la arquitectura nació para proteger Villa Sagols, finca familiar de su San Sebastián natal. Hombre de arte, opina que éste debe prevalecer sobre los criterios económicos o la sostenibilidad ambiental. Aun así, se ha sabido reinventar y adaptar a los tiempos low cost que vivimos, mientras vive con orgullo que su primogénito, Iván, siga su camino.

Ruptura familiar por la Guerra Civil

Tengo 53 años. Es normal, pues, que en mi infancia, en casa, oyera hablar de la guerra. Mis abuelos eran cada uno de un bando. La Guerra Civil fue muy dura para mi familia. Sufrimos una auténtica confrontación. Mi abuelo materno, que era catedrático de Alemán en la Universidad de Granada, y muy amigo de Federico García Lorca, el día del alzamiento coincidió que estaba de vacaciones en San Sebastián, y se vio obligado a pasar la frontera por Irún, para entrar de nuevo en el país por Puigcerdà, villa fronteriza catalana donde se refugió durante toda la guerra por motivos políticos, un hecho dramático que sin duda nos marcó. Por contra, mi abuelo paterno era de Logroño, una de las primeras ciudades tomadas por los nacionales, y él, también, convencido nacional. Mi abuela materna era republicana, pero su familia, zaragozana, era también nacional, y un tío mío fue fusilado por los republicanos en la cárcel de Ondarreta de San Sebastián. Lógicamente, vista la diversidad, en la familia hubo muchas tensiones internas y un gran desgarramiento. Mi abuela siempre decía que tanto dolor no debería repetirse nunca en este país.

En el incomparable marco de la bahía de la Concha

Mi abuelo paterno, Simeón Tejada, fue un hombre hecho a sí mismo, y llegó a ser una de las personas más acaudaladas de Logroño. Tenía múltiples negocios y propiedades, entre ellas el Club de Fútbol Logroñés, que fundó. De hecho, el escudo del equipo lo diseñó él mismo. Como dicho escudo contiene una estrella de David, hay quien dice que mi abuelo era judío, pero son solo rumores, no está confirmado. Mi padre, Carlos Tejada, era también de Logroño, y mi madre, Emilia Gómez de Segura, de Granada, aunque se trasladó al País Vasco cuando mi abuelo, exiliado por republicano, fue a ocupar la plaza de profesor de Alemán en un instituto secundario de San Sebastián, ciudad donde, gracias a Dios, mi abuela tenía una casa preciosa junto al mar Cantábrico, Villa Sagols, que había edificado mi tatarabuelo catalán Enrique Sagols, de la Bisbal d’Empordà. Allí fue donde montaron mis padres su hogar, donde yo nací y donde me crie hasta 1982, año en el que me trasladé a Barcelona. Mi padre, cuando se levantaba por las mañanas, solía decir: «¡hombre¡, otra vez el incomparable marco de la bahía de la Concha». En la misma finca de Villa Sagols, mantengo una vivienda situada sobre una roca en el Peine de los vientos de Eduardo Chillida, con unas vistas magníficas.

Siete en casa

Mi padre, Carlos Tejada, era ingeniero de montes, y fue durante muchos años Jefe de Servicio de la Diputación Foral de Guipúzcoa de Conservación de la Naturaleza. Mi madre, Emilia Gómez, era profesora de alemán en la Universidad del País Vasco. Tenía también una maravillosa tienda de antigüedades especializada en mueble inglés y francés, y en porcelanas, y escribió varios libros sobre porcelana antigua europea. Era una trabajadora nata, y encima tuvo cinco hijos. Realmente digna de admiración. De los cinco hermanos, soy el único que se ha decantado hacia lo artístico. Mi hermana mayor, Macarena, abrió una tienda de muebles en San Sebastián. Mi hermano Pablo tiene una empresa de zumos; otro hermano, Marcos, trabaja en una compañía de máquinas y herramientas, todos ellos en el País Vasco, y finalmente mi segunda hermana, Susana, tiene una empresa de marketing y relaciones públicas en Madrid y una floristería en San Sebastián.

Vasco afincado en Catalunya desde hace treinta y cinco años

Nací en el País Vasco y me siento vasco. Tengo a toda mi familia repartida por el valle del Ebro. Me gusta decir que geográficamente soy un hombre de la cuenca hidrográfica de este río. Vine a Catalunya en el año 1982 para estudiar Arquitectura, porque sólo podía cursar en Barcelona o en Valencia, y elegí la Ciudad Condal porque arquitectónicamente siempre fue para mí una referencia. Estudié en la Escuela de Arquitectura del Vallès, en la Mancomunidad de Municipios, entre Sabadell y Terrassa. La primera clase a la que asistí, a las ocho y media de la mañana, fue de Física en catalán. La segunda, a las nueve y media, de Matemáticas en catalán. Y la tercera, de inglés en catalán. Hasta ese día, nunca en mi vida había estudiado inglés ni hablado catalán. Así de impactante fue mi primer contacto con la realidad catalana. Viví una década en Terrassa durante los años 80, en plena crisis de esta localidad, que se puso como ejemplo mundial de desastre en lo que se refiere al urbanismo y a la arquitectura; una ciudad, asimismo, escindida entre trabajadores y empresarios, sin integración social. Diez años en Terrassa marcan mucho, aunque uno se oxigenara de vez en cuando bajando a Barcelona. Estuve trabajando en el despacho de Carles Escudé i Montcunill y pude aportar mi granito de arena en la regeneración y la reformulación de la ciudad. Afortunadamente, la Terrassa de hoy no tiene nada que ver con la de entonces, y su leyenda negra urbanística ya ha pasado a la historia.

Arquitecto por influencia de mi abuela

Creo que soy arquitecto por influencia de la casa en la que nací, Villa Sagols, construida por mi tatarabuelo, Enrique Sagols, mi gran referencia técnica, un personaje de la sociedad zaragozana de la época, inteligente y potentado ingeniero agrónomo que impulsó, entre otras cosas, la Quinta Julieta, espacio que fue novelado por Ramón J. Sender, y que también participó en labores de desvío y bombeo de aguas en el Monasterio de Piedra. La preocupación de mi abuela Emilia, que era perito industrial –de las primeras mujeres de España con esta titulación–, era que Villa Sagols no se vendiera nunca, temor acrecentado por el crecimiento de la familia, que potencialmente complicaba la herencia de la propiedad. La abuela no paraba de dibujar posibles soluciones alternativas para que la villa pudiera alojar en un futuro a los cinco hermanos, unos dibujos de los que me hacía partícipe. Y así es como me inculcó el interés por la arquitectura. Cuando murieron mis padres, la casa no fue vendida y pudimos repartir la herencia entre los cinco hermanos de forma amistosa. Actualmente, cada uno tenemos nuestro txoko en Villa Sagols, y es de las pocas casas del monte Igueldo que sigue siendo propiedad de los descendientes de quienes la construyeron.

Mis años de universitario

Tengo grandes recuerdos de mi época de universitario. Como en Terrassa no había residencia de estudiantes, compartí piso con otros jóvenes. Y después de la protección del nido familiar, me abrí al mundo. A los 18 años, y lejos de mi casa y de mi entorno de amistades, me agarré a mis compañeros como a un clavo ardiendo. Y también a la carrera, a las ganas de ser arquitecto. Conservo todavía amistades de aquellos años: de Palma de Mallorca, de Menorca, de Zaragoza, de Valencia… (“los perros de Egara…”). La Escuela de Arquitectura reunía a todos los foráneos que nos exiliábamos a Catalunya. En Terrassa, el entorno era tan desagradable, que pasárnoslo bien se convertía en un arte. Exploramos Can Anglada y otros barrios proletarios, y descubrimos garitos frecuentados por gitanos y andaluces en los que había tablaos flamencos, circunstancia que para la mayoría de nosotros, norteños, rayaba el exotismo y la aventura. Auténticas experiencias iniciáticas.

Pere Riera y la realidad de Catalunya

Una de las primeras clases que nos impartió el catedrático de Arquitectura Pere Riera, gran arquitecto y gran profesor recientemente fallecido, que tendré siempre en mis pensamientos, la hizo en catalán. Y en una breve charla introductoria, nos explicó a la mayoría de alumnos, que éramos de otras comunidades, la realidad de la tierra a la que veníamos. Nos dijo que Catalunya era un país con una lengua y una cultura, y que había que mantenerlas y cuidarlas. Por eso él se expresaba en catalán. También nos explicó que creía en la comunicación fluida entre profesores y alumnos. Entonces, yo levanté la mano, y sugerí que en aras de esa comunicación debíamos comunicarnos en castellano, la lengua que todos dominábamos. La respuesta de Riera fue que estábamos en Catalunya, que el catalán era muy parecido al francés y que era muy fácil de entender. Aun así, recalcó que si alguno teníamos algún problema con el idioma, que le habláramos en castellano y que él nos respondería en castellano. Terrassa, ya en aquel entonces, era una ciudad en la que el castellano estaba en la calle, muy marcada por la inmigración masiva. De todas maneras, yo, como vasco, ya estaba acostumbrado a las disquisiciones lingüísticas y nacionalistas. Aparte de Pere Riera, otros profesores que dejaron huella en mí han sido Xavier Monteys, profesor de la Universidad de Terrassa, y hoy, también, gran articulista de El País.

Aquel desencuentro con Xavier Monteys

Tanto Riera como Monteys son dos grandes arquitectos con mucha personalidad y un carácter muy especial a la hora de enseñar la Arquitectura. Con ambos tuve enfrentamientos directos en la Escuela. El enfrentamiento con Monteys vino después de estar tres noches sin dormir proyectando la reforma de unas casas en Pals. Monteys nos había inculcado la necesidad de entender la tipología urbana de dicha población ampurdanesa, y por lo visto no la asimilamos como era debido, porque cuando presentamos nuestros proyectos, cansados y somnolientos, sus críticas y sus correcciones fueron implacables y desgarradoras, hasta el punto de que no pude evitar replicar y decirle que si no le gustaban los proyectos era porque no había sabido explicarnos bien la tipología. Monteys dio la callada por respuesta, me suspendió y tuve que repetir curso, aunque no se lo tengo en cuenta, porque este tipo de desencuentros y debates, con el tiempo, se acaban convirtiendo en los mejores recuerdos. Eso sí, con mi réplica conseguí que nunca jamás nos diera un rapapolvo tan punzante.

Fui padre antes que arquitecto

El 15 de agosto de 1991 conocí a mi primera mujer en una fiesta en San Sebastián. El 15 de septiembre, solo un mes después, estaba embarazada de mi primer hijo. Así las cosas, tuve que fundar una familia, con todo lo que esto requiere, y no pude acabar la carrera hasta 1993. La paternidad cambió totalmente mi vida. Me dediqué en cuerpo y alma a darle a mi hijo todo lo que yo había tenido, y mi prioridad fue ponerme a trabajar y tirar adelante a mi familia. No tuve margen para pensar qué hacer, a pesar de que me cogió en pleno proyecto de fin de carrera. Al final, tuve que acabarlo tirando líneas con el rotring a la vez que con el pie acunaba a mi niño. De nota final saqué un 7, que no está nada mal, y pronto empecé a trabajar en varios despachos para meritar.

Iniciado profesionalmente en el Palau Nacional de Montjuïc

Entre mis primeros trabajos en Barcelona, en el despacho de Robert Brufau (BOMA), está haber trabajado como calculista y diseñador en la reforma del Palau Nacional de Montjuïc, y en la consolidación de su cúpula. Ello me dio muchas tablas para satisfacer mi eterna inquietud por la naturaleza de los edificios. Entendí que la clave de todo está en la estructura, en cómo se sostienen los edificios y en por qué no se caen. Las estructuras que yo diseñé no son visibles, porque están dentro del cartón-piedra que es el Palau Nacional, que fue una obra diseñada para durar tres meses, a base de voltes catalanas hechas con ladrillos. Era todo mentira. Un sueño materializado pero falso, porque el edificio no estaba preparado para aguantar esfuerzos horizontales, ya fueran terremotos o vientos. Su reforma, carísima, tuvo por objetivo dar consistencia a la precariedad original, consolidar el edificio durante muchos años, y a la vez adaptarlo a la normativa vigente.

Una pasión que une a padre e hijo

El Palau Nacional en su día se construyó sobre un antiguo vertedero, y recuerdo visitas de obra viendo el refuerzo de las cimentaciones que descendían a treinta metros de profundidad, hasta llegar al estrato resistente. Los pozos no estaban ligados entre sí, lo que convertía aquello en un castillo de naipes. El cometido de mi despacho fue calcular esa estructura, y el mío personal, dibujarla. La parte que yo hice, en concreto, fue el refuerzo de la cúpula, una doble cúpula, la carcasa interior y la carcasa exterior. Estéticamente no se aprecia el cambio, pero estructuralmente es substancial. Mención aparte merece su sala oval, pensada para acoger eventos durante la Exposición Universal de 1929. Dentro del museo, se ha mantenido como sala plurifuncional, aunque se utiliza especialmente para exposiciones efímeras. Precisamente, hace poco tuve el placer de acudir a una exposición de los mejores proyectos arquitectónicos de fin de carrera de la Escuela de Arquitectura, que cumplía su segundo centenario, entre los cuales se encontraba el de mi hijo, Iván Tejada, que ha seguido mis pasos como arquitecto. Tiene 24 años y es fruto de mi primer matrimonio con Andrea C. Navajas Ergüin, que era publicista. Además, tengo otro hijo, Jan, otra gran promesa, de 12 años de mi amada actual compañera, Cristina M. Giménez Muniesa, psicóloga clínica.

Conatos infructuosos en Madrid y vuelta a Barcelona

En 1993, en plena crisis posolímpica, yo tenía una familia que mantener. La posteridad se había acabado para mí. Me río de esta crisis última que hemos pasado. Para crisis, la que pasé yo ese año, agonía que se alargó hasta bien entrado 1996. Desesperado, me fui a Madrid, porque mi exmujer estudiaba allí. Busqué trabajo en diferentes despachos de arquitectura, entre ellos el de Rafael Moneo, pero en aquel entonces no había demanda. Lo único que tenía eran mis contactos en Barcelona, hechos a raíz de la experiencia del Palau Nacional, y empecé a trabajar con Miquel Llorens y David García en su despacho Bis Arquitectes, del cual fui el primer colaborador; hoy trabajan en él decenas de personas. Allí perfeccioné mis conocimientos en cálculo de estructuras. Acabada ya la carrera, trabajé como delineante para Conrado Carrasco y su socio Alfredo Miró en el proyecto de un edificio de apartamentos en la calle Puerto Príncipe del barrio de los Indianos de Barcelona. Y una vez finalizó este encargo, no había más trabajo y tuve que buscarme la vida en otros despachos. Pero dos años después, el socio de Carrasco padeció una infeliz circunstancia, y éste me enroló como arquitecto en la ejecución del proyecto. Fue un rayo de luz en medio de mis tinieblas económicas, mi primer proyecto como arquitecto en Barcelona. El edificio se finalizó en 1998 con un resultado magnífico.

Llega el Premio FAD de Interiorismo

La colaboración con Carrasco tuvo continuidad, y en 1996 tuvimos el honor de ganar el Premio FAD de Interiorismo con la tienda Julie Sohn, propiedad de la esposa de Carrasco, considerada la primera tienda minimalista de Barcelona. El premio tenía un doble valor, ya que en 1995 había quedado desierto porque se consideró que ninguna de las propuestas era merecedora de su prestigio. Animados, Conrado y yo solicitamos un espacio en el edificio de apartamentos que habíamos levantado y montamos un despacho conjunto, CCT Arquitectos. Por fortuna, empezaron a llovernos encargos de grandes proyectos de interiorismo, unos trabajos que progresivamente fueron llamando la atención de las revistas más prestigiosas del sector. Se suele separar el interiorismo de la arquitectura. Yo no hago este distingo: para mí todo es arquitectura, incluidos también el urbanismo, la ingeniería o el cálculo de estructuras. Son creación de propuestas espaciales, sueños materializados basados en una técnica y en una cultura. Para mí, es el mismo problema diseñar el trazado del AVE de Barcelona a Madrid, que diseñar cómo van los conductos de aire acondicionado en una tienda. Cambia la envergadura, la escala, pero el problema es el mismo. Al final, todo se resume en relacionar los diversos elementos que conforman la obra de arte.

Eduardo Chillida, mejor arquitecto que escultor

Ya he mencionado antes mi vínculo con Eduardo Chillida, un escultor que empezó a cursar la carrera de Arquitectura aunque jamás la finalizó. Quizá por ello a mí me parece mejor arquitecto que escultor, y en su obra es reconocible el espíritu arquitectónico. Yo he hecho diversos proyectos inspirados directamente en Chillida. Uno de ellos, la reforma del trazado ferroviario en Granollers, proyecto al que nos presentamos a concurso, está inspirada directamente en litografías suyas. Cuando vienen amigos a San Sebastián, para mí siempre es un placer acompañarlos al Peine de los vientos a explicarles lo que significa esa magnífica obra, en cuyo conjunto atesora grandes referencias arquitectónicas y artísticas.

Vivimos rodeados de sueños materializados en piedra

La arquitectura ha sido vocacional en mí. Mirando a mi alrededor, de pequeño ya me preguntaba por qué los edificios que nos rodean son así. Con el tiempo entendí que vivimos rodeados de sueños, que las ciudades «son» sueños. Todos los edificios han sido alguna vez sueños de arquitectos, sueños materializados en piedra. Una vez más, la vida es sueño, también en la arquitectura y en el urbanismo. La sociedad no es consciente de lo que la rodea. No ha sido educada para esta percepción. La gente siente la arquitectura, pero no sabe qué siente. Las obras de arte gustan pero no se sabe por qué. La buena obra de arte, y también la buena arquitectura, es aquella que tiene múltiples interpretaciones. Cada uno se apropia de una obra de arte a su manera. Mis amigos me piden que les explique por qué los edificios son como son. De hecho, me han animado a hacer guías turísticas por Barcelona, a trazar itinerarios artísticos y culturales. Aun así, yo creo más en que cada uno, con sus inquietudes, elabore su propia interpretación, que es la manera más directa de disfrutar la realidad que nos rodea. Como arquitecto sé que estoy expuesto a la crítica, y bienvenida sea cuando está bien argumentada; pero lo que no acepto es la crítica por la crítica. De igual forma me obligo con mis clientes cuando les propongo algo: lo tengo que argumentar sólidamente. Y cuando éstos me piden cambios, también les pido que los elaboren. Las buenas soluciones, el acuerdo, salen de la argumentación.

A medio camino entre los ingenieros y los decoradores

Ricard Pié, urbanista de la Escuela de Arquitectura del Vallès, en una de sus clases nos explicó cómo comprendían una ciudad los viajeros arquitectos y urbanistas de finales del xix y principios del xx. Lo primero que hacían al llegar era subir a la torre más alta y ver la ciudad distante, a sus pies. A continuación, se dirigían al cementerio municipal y lo visitaban. Con estas dos referencias urbanas, ya podían hacerse una idea del espíritu de la urbe y de sus gentes. Siguiendo este criterio, uno de mis itinerarios arquitectónicos más recurrentes es el cementerio de Montjuïc, que atesora auténticas maravillas de los mejores arquitectos y escultores que ha dado Catalunya. Puede sorprender que los arquitectos busquemos el espíritu de las ciudades, pero hay que entender que nuestro oficio tiene mucho de humanística. Suele decirse que los arquitectos no somos tan heterosexuales como los ingenieros ni tan homosexuales como los decoradores, que estamos a medio camino, dicho que yo me tomo jocosamente. Probablemente la arquitectura sea una de las disciplinas más completas que existen, porque aúna técnica y humanismo en una misma carrera, una mescolanza poco frecuente. Por eso es tan difícil de enseñar. El edificio de la Bolsa de Barcelona, uno de los más maravillosos que tenemos, ejemplifica perfectamente esta dualidad, ya que materializa la simbiosis entre la economía, la Bolsa, y el arte, la arquitectura, la Real Academia Catalana de Bellas Artes de Sant Jordi. En tiempos, fue la cuna de la Escuela de Arquitectura de Barcelona, la Llotja, que compartía espacio con las grandes empresas de la ciudad.

¿Economía o arte?

Mi gran batalla de cada día es poder vivir de mis sueños. Un debate recurrente que tengo con mi psicólogo, Borja Farré, es si es más importante la economía o el arte. Él, por supuesto, siempre defiende que lo importante es la economía. Yo, como arquitecto, siempre defiendo que lo importante es el arte. ¿Qué es más importante, las bambalinas de una ópera, todo el gasto que hay detrás de su representación, su cara producción, o el mensaje que nos da, la emoción que nos transmite? Sin el arte, no tiene sentido la economía. La economía es un instrumento necesario y vital, sobre todo hoy en día, que nos regimos por el low cost. Pero es el arte el que acaba transmitiendo pensamientos, sueños o sensaciones, que a fin de cuentas es lo que la gente reclama, porque el arte nace para salvar a la humanidad. Esa es mi esperanza. La economía necesita al arte para poder resolver sus incertidumbres; de ahí que los economistas necesitan gurús, «magos», que les orienten sobre el futuro: los artistas.

Aprovechar las lagunas de la normativa

Gran parte de las obras maestras de la arquitectura no cumplen la norma arquitectónica. Por lo tanto, alguien se está equivocando, y mucho. Es un problema de fondo. No puede ser que ahora esté prohibido construir bóvedas o voltes de ladrillo de dos centímetros de espesor, por ejemplo, solo porque no se ajusten a la normativa. Con la excesiva normativización, se pierde la gracia, la pericia, la propuesta espacial de las grandes obras maestras. Ahora es casi imposible indagar, es muy complicado proponer nuevas alternativas. La Administración nos lo tiene prohibido, y nos amenaza incluso con la cárcel. Aun así, para un arquitecto, para un artista, esto no ha de ser un impedimento, sino un acicate. El judoca utiliza la fuerza del enemigo para derribarlo. Debemos hacer igual con la normativa, que, aunque necesaria, sigue siendo una obra humana, y por tanto tiene lagunas. Los arquitectos debemos aprovechar esas lagunas para que jueguen a nuestro favor, para poder ofrecer a nuestros clientes lo que nos están pidiendo.

No sacrifiquemos el arte en aras de la sostenibilidad

La buena arquitectura siempre ha sido sostenible, siempre ha sido ecológica, desde que la arquitectura es arquitectura. Sin embargo, ahora pretenden imbuirnos de unos conceptos en esa línea como si fueran nuevos, cuando en realidad siempre se han tenido en cuenta en el discurso arquitectónico, al menos en el de la buena arquitectura, que siempre se ha planteado resolver los problemas medioambientales. Los edificios han de ser lo más limpios posible, porque de lo contrario no están bien hechos. En cualquier caso, eso no es lo más importante en un edificio. No comparto que el leitmotiv de la arquitectura deba ser la sostenibilidad, sino el arte.

Tiempos de low cost

Mis clientes en Barcelona antes me llamaban para hacer la mejor tienda del mundo. O la vivienda más innovadora del momento. Ahora, en cambio, me llaman si mi propuesta económica la consideran aceptable. La competencia es tremenda, y lo único que importa, parece ser, es el precio. Mi gran debate interno, como arquitecto comprometido que me considero, es no perder el norte y, dentro de esta cultura low cost, poder dar lo mejor de mí. Mi consuelo para sobrellevarlo es que un referente como Barba Corsini, en los años 70 pasó por circunstancias similares. Las crisis son habituales en nuestra profesión. La historia está plagada de ellas. Y cuando no son crisis, son guerras o posguerras, tiempos de escasez y penurias.

Hombre orquesta y «mercenario»

Ahora mismo trabajo solo, sin equipo. Gracias a Dios, por la formación que he tenido, domino todas las técnicas de la producción arquitectónica, desde el cálculo de estructura a la delineación. Domino el AutoCAD y la ofimática; puedo hacer presupuestos y mediciones, y puedo dirigir mis obras. Esta condición de hombre orquesta me ha permitido sobrevivir desde el año 2006, cuando entramos en crisis. En la actualidad, con nuestros honorarios, es muy difícil mantener un equipo, porque son tan ajustados, que, o se las ingenia uno solo, o no se puede salir adelante. La situación es realmente tan dramática que ya me considero un «mercenario». Recuerdo, en plena crisis, una conferencia en el Colegio de Arquitectos con los responsables de la Generalitat, en concreto con el Conseller de Economía a la sazón, en la que la única solución que se nos ofreció fue que nos fuéramos al extranjero, que nos externalizásemos. Me pareció indignante. Pero yo no quise dejar mi país, dejar Catalunya. Y me mantuve aquí: convirtiéndome en mercenario, claro, la única manera de hacerlo. La arquitectura «de trinchera» había llegado. Ahora, los proyectos, cuanto más rápido se acaben, más seguridad hay de cobrarlos. Por eso, una de las virtudes del arquitecto de hoy debe ser la rapidez. Estoy obligado a ser muy eficiente y muy rentable. No puedo perder el tiempo, tengo que optimizar mis recursos y mis medios.

Nunca he dejado de reinventarme

Afortunadamente, tengo muchos amigos, y después de un tiempo de crisis, parece que la gente vuelve a llamarme, a necesitarme; eso sí, tras años de reinventarme, de haberlo intentado todo. Entre otras cosas, he tratado de trabajar para terceros, montar itinerarios culturales arquitectónicos, fundar una empresa de construcción o ser representante comercial de un aislante acústico. Ya no me quedan balas en el tambor del revolver. Y, al final, después de todo, lo único que está surtiendo efecto son mis contactos y mis amigos. Lo que me está salvando es la arquitectura, el arte, que entiendo que es mi talento.

Estamos al servicio de la sociedad

A día de hoy, estoy arreglando patologías de dos edificios de comunidades de vecinos, porque la Generalitat les exige pasar un informe técnico: un trabajo muy mal pagado y de mucha responsabilidad. A la vez, estoy reformando la casa de un amigo en San Sebastián, un pequeño encargo. En la misma ciudad, estoy haciendo la reforma de unas oficinas para otro amigo; y me acaban de contratar para que lleve la dirección de obra de un proyecto que han hecho otros conocidos. Para mí es un placer y un orgullo poder ejecutar un proyecto de un gran compañero, aunque dicha ejecución no sea considerada estrictamente arquitectura. Ahora prácticamente solo se hacen reformas, chapuzas, remiendos, apaños. La obra nueva ha desaparecido. Pero es menester no menospreciar los encargos que no son obra nueva. A fin de cuentas, los arquitectos estamos al servicio de la sociedad, para cubrir sus necesidades. Esa es mi razón de ser desde que fundé CT Arquitecto Asesor. Ahora, en tiempos de crisis, nuestra función, nuestras técnicas, nuestros conocimientos, se concentran en ayudar a la gente a mantener en condiciones lo poco que tiene.

Restaurar es saber diagnosticar

Los edificios no son eternos. Los promotores ya no construyen para la posteridad, como se hacía en la antigüedad. Ahora solo se construye para ganar dinero. Por eso es tan importante concienciarnos de la importancia de restaurar. En una obra de restauración o de rehabilitación hay tanto arte como en una obra nueva. No todo el mundo sabe restaurar, rehabilitar, reformar. Requiere unos conocimientos técnicos muy precisos, y una sabiduría muy peculiar a la hora de diagnosticar. Esto no se enseña en la Escuela de Arquitectura, donde te forman para ser un arquitecto que pasará a la historia. Como solamente se hacen rehabilitaciones o reformas, nos encontramos con que están llevándolas a cabo advenedizos que no saben lo que tienen entre manos, que no saben diagnosticar y, por lo tanto, que no saben sanar. No es culpa del arquitecto, sino de la sociedad. Todos somos responsables de lo que tenemos a nuestro alrededor. Nada nos es ajeno.

Un conflicto envenenado por la manipulación mediática y política

Superé la crisis posolímpica del año 1991 al 1996, y pensaba que podría, también, con esta última, que empezó en 2006. Y cuando parecía que podía levantar cabeza, de repente apareció otro fantasma: el proceso independentista catalán, que está afectando a la economía. Este problema, para un vasco exiliado en Catalunya, es muy difícil de llevar. Entre otras cosas, me fui del País Vasco huyendo de su escenario de confrontación. Del odio, de la violencia, de la muerte, de la sinrazón. No quería que mis hijos vivieran en medio de todo eso. Por eso me duele que en mi país, que es Catalunya, se reproduzcan los mismos males. Para mí lo más duro es la incomprensión del pueblo catalán que hay en el exterior; la misma incomprensión que yo sufrí como vasco en Madrid, donde nos tiraban piedras, nos llamaban etarras o nos escupían por el simple hecho de ser de dónde éramos. No acabo de entender que amigos míos del País Vasco no sean comprensivos con la situación que vive ahora Catalunya. Parece que no se acuerden de que a nosotros nos escupían, también, como ahora se escupe a los catalanes. La manipulación mediática y política de la realidad que vivimos es impresionante. En Catalunya se vive muy bien. Vivimos bien. No hay luchas en las calles, como viví yo en San Sebastián en 1975. Eso sí, hay silencio y miedo, miedo a hablar de política. Las parejas ya no hablan de este tema. Ni las familias. Ni los arquitectos. Es la reacción de la sociedad civil para defenderse de los políticos. Lo mismo que ya viví en el País Vasco. Aun así, soy optimista, y si lo del País Vasco, un problema mucho más delicado, con tantas muertes de por medio, con amenazas y extorsión, se arregló, y no tiene nada que ver la realidad de hoy con la de hace solo cinco años, lo de Catalunya también se arreglará. Lo que no sé es ni cómo ni cuándo.

En casa hablamos, sin problemas, catalán y castellano

Después de treinta y cinco años de residencia en Catalunya, continúo sin tener ningún problema por expresarme en castellano. Hablo en castellano incluso con mi suegro, catalán de toda la vida. Él me habla en catalán y yo le hablo en castellano, y nuestra comunicación es perfecta. No pasa nada, no hay ningún problema. Somos un suegro y un yerno como tantos pueden haber. Mis hijos, nacidos y criados en Catalunya, saben catalán y saben castellano. Yo les hablo en castellano y mi mujer les habla en catalán, y entre ellos hablan en catalán. En mi opinión, el debate lingüístico es, en todo caso, un problema de adultos. Los niños tienen una capacidad extraordinaria de aprender idiomas. Por eso me duele cuando, de un lado y del otro, se les intenta utilizar para polemizar en este asunto.