Entrevistado el 6-4-2018.
Buscando siempre disfrutar del aprendizaje, este profesional acudió a Berlín para formarse como arquitecto. Su sensibilidad artística no solo lo llevó a descubrir, gracias a su pasión por la música, que el arte reclama disciplina y esfuerzo, sino que lo empujó a culminar sus estudios en la Hochschule der Künste. Halla en la poesía el mejor reflejo de la arquitectura: por el ejercicio de síntesis que comparten y por las emociones que despiertan. Y, en la actividad que profesa, ese impulso que más acerca al ser humano a la verdad.
Orígenes familiares que marcan mi trayectoria: libertad y resiliencia.
Provengo de una familia de doble alma: española y germana. Aunque nací en Alemania, mis abuelos paternos, Francisco y Paquita, eran de Ciudad Real. Mi abuelo fue fusilado poco después de haber concluido la Guerra Civil. Según mis informaciones, era un anarquista libertario, una opción de las varias posibles en aquella época de dramático recuerdo histórico para España. Paradójicamente, constituye la única conexión con la arquitectura en el seno del entorno familiar, pues mi abuelo estaba ligado a la construcción como maestro de obras. Su trágico final condenó a mi abuela a una vida de estoico aguante, pues tuvo que sacar adelante sola a mi padre y a mi tía. Como muchas mujeres de aquellos años compartió la condición de viuda de rojo sin recibir pensión alguna, porque el franquismo no contemplaba ayudas para las clases pasivas y, posteriormente, porque no existía reconocimiento para quienes habían combatido en el bando republicano. Pero sorteó las penurias económicas con imaginación y determinación, hasta que este hecho se revirtió en la década de los ochenta, con la transición a la democracia y tras la llegada de los socialistas al Gobierno español.
Un abuelo alemán como conexión viva con la historia europea
Si mi abuelo paterno sufrió las crudas secuelas de la Guerra Civil española, quien hubiera sido su consuegro asimismo le tocó vivir de cerca una época convulsa de la historia de nuestro continente. Originario de Bohemia, de la zona que ahora corresponde a la República Checa, mi otro abuelo pasó de ser austríaco, checo y finalmente alemán, nacionalidad con la que participó en la Segunda Guerra Mundial. Fue destinado al frente oriental, con la dureza que ello significó. Aun así, se consideraba un hombre afortunado, al haber sobrevivido y no haber caído prisionero de guerra en Rusia. Después de la contienda consiguió retirarse hacia la zona occidental de Alemania y se estableció primero en Baviera, para finalmente acabar en la ciudad de Francfort. Cuando en verano iba a visitar a mis abuelos, él me relataba su experiencia bélica, que yo escuchaba con curiosidad infantil. Recuerdo a mi abuelo alemán como un hombre severo y elegante, mientras que mi abuela era una persona paciente y bondadosa. Alguna vez me enseñaron con nostalgia las fotos de la casa que había construido él con sus propias manos en su pueblo de Bohemia y que tuvieron que dejar atrás para siempre tras la guerra. Ser consciente de la historia de mis dos abuelos, el alemán y el manchego, creo que me ha vacunado contra esencialismos ideológicos e identitarios. Al pertenecer a una familia mixta dispongo de una visión del mundo desde distintas realidades. Es una circunstancia que constituye una constante vital y sospecho que ha influido en mi desarrollo profesional, porque me permite contemplar las cosas desde prismas diversos, de manera contrapuesta, pero siempre intentando hallar una síntesis operativa al final.
Rigor y alto sentido de la responsabilidad transmitidos por mi padre
Juan, mi padre, falleció hace apenas año y medio. Fue un hombre que ejerció una potente influencia en mí. Sobre todo, por su alto sentido de la responsabilidad, que le llevó a asumir el liderazgo de una familia de tres miembros en la que él era el único varón. Apasionado de las letras, la lengua y la literatura, decidió estudiar filología. Parte de las becas que recibía las destinaba a la economía doméstica para ayudar en la subsistencia de mi abuela y mi tía. A esa generosidad y madurez se unía el extraordinario rigor que observaba en el lenguaje. Supo transmitirme esa seriedad y ganas de precisión con la lengua, al igual que su coraje y entusiasmo por iniciarse en cualquier actividad deportiva, sin importar el momento. Nacido en 1935, no fue hasta que ya había alcanzado cierta edad cuando decidió iniciarse en distintas disciplinas de ocio como el tenis, frontón, el esquí o el windsurf. Fue así como yo también me sumé a esas prácticas y aprendí a deslizarme por la nieve o sobre una tabla por encima de las olas. El windsurf ya no lo practico demasiado, pero mantengo intacta mi afición por el esquí y me siguen fascinando las sensaciones que me provoca bajar las laderas nevadas, empujado únicamente por la fuerza de la gravedad.
La conexión entre la mente y cuerpo resulta vital
Necesito recordarme regularmente de que vivimos a través de nuestro cuerpo y con su movimiento experimentamos el mundo y el espacio de forma más completa. Eso me ha llevado a retomar muchas actividades que siempre me han gustado mucho, o descubrir nuevos deportes. Hace tiempo que me cautiva el voleibol, cuya práctica resulta muy social, emocionante a la vez que divertida y, siendo un deporte de equipo, siempre me recuerda que el éxito se basa en la buena colaboración entre todos. Asimismo, hace unos años la belleza geométrica del tenis despertó mi curiosidad, actividad que ahora combino con la natación, que practico dos o tres veces por semana. Nadar me ayuda mucho a meditar y a planificar lo que haré a lo largo del día, pues acudo a la piscina a primera hora de la mañana. La conexión entre la mente y el ejercicio resulta vital. Recuerdo mi etapa de boy scout que me inició por mi pasión por la montaña, el disfrute de lo esencial y la confianza la resistencia de nuestro cuerpo. Las mejores conversaciones son las que se hacen paseando o durante una excursión. El ritmo en el andar marca el latido del corazón y acompasa percepción y movimiento, relaja la mente y favorece que fluyan los pensamientos y las emociones. Esto me lleva a pensar que la proliferación del mundo digital y virtual (actualmente sobrevalorado) nos aleja de la actividad física y, en cierto modo, de la aprehensión del mundo real e intelectual. Y me preocupa.
Afortunado de aunar cuna bávara y crianza catalana
Si nací en Múnich fue porque mi padre acabó aterrizando en Alemania, por motivos estudiantiles, ya que viajó a ese país para realizar sus estudios de doctorado en Filología Germánica. Ahí conoció a Yolanda, mi madre, con quien coincidía académicamente en esa pasión por la lingüística y las humanidades, un terreno muy alejado de la transformación material del mundo de la arquitectura. Me siento muy afortunado de haber visto la luz en la capital bávara y compartir esa cuna con Barcelona, donde nos trasladamos cuando tenía dos años y acabé criándome. Ambas son ciudades fantásticas y de una belleza arquitectónica contrastada. Reconocidas y admiradas globalmente, mucho más allá de su ámbito geográfico directo, albergan una gran riqueza y vitalidad culturales, además de constituir importantes y dinámicos polos económicos que las convierte en enclaves únicos. Asimismo, gozan de una situación geográfica envidiable desde el punto de vista de la naturaleza. Mientras que Múnich se halla cerca de los Alpes y de espléndidos lagos, Barcelona se encuentra bañada por el Mediterráneo y escoltada por ese pulmón verde que es Collserola y la cercanía de los Pirineos. Son ciudades privilegiadas y constituye un verdadero lujo estar conectado emocionalmente con ellas.
Disfrutando de una infancia despreocupada al lado del mar
Lo más lejos que alcanza mi memoria me sitúa en Castelldefels, donde nacería mi hermana, cinco años menor. Poco antes de 1970 nos habíamos trasladado a Cataluña y nos instalamos en esa localidad del Baix Llobregat, donde reconozco mi primera residencia. Ahí, junto al mar, transcurrieron mis primeros cinco años; una experiencia fantástica asociada al juego, a la tranquilidad que se vivía en ese entorno cercano a la playa, donde compartíamos horas y horas con los amigos. Podíamos salir en bicicleta sin temor a que ocurriera nada, pues apenas pasaban coches por esas calles sin asfaltar. Con nuestros compañeros levantábamos cabañas en las parcelas sin construir. Llamábamos aquellos solares el bosque, a pesar de que apenas albergaban unos pocos pinos. Eran años de despreocupación, en los que apenas se acumulan recuerdos negativos. Una etapa en la que tanto mi hermano mayor –que me llevaba dos años– como yo disfrutábamos de gran autonomía, porque podíamos ir cuatro manzanas más allá sin peligro alguno. Nuestra rutina -sobre todo la estival-era muy semejante a la retratada en la serie Verano azul.
La música me enseñó que cualquier arte reclama disciplina, trabajo y esfuerzo
Quizá siguiendo la gran tradición musical de Bohemia de parte de mi familia materna, en mi infancia cultivé la música. Me inicié a corta edad tocando la flauta y aprendiendo el solfeo. Pero al llegar a los doce años me dejé seducir por la guitarra clásica y empecé a seguir clases para dominar este instrumento. Incluso participé y gané en algún concurso, y creo que mis interpretaciones resultaron muy respetables. Sin embargo, el objetivo que perseguía por encima de cualquier otra consideración residía en disfrutar de esa actividad. En la actualidad continúo cultivando esta afición, que acabó significando para mí algo más que una simple diversión, pues la música reclama mucha disciplina y constancia, valores que me fueron inculcados por mi madre. A través de ella aprendí a encarar con determinación cualquier situación en la vida, también en el terreno profesional, porque la música, como cualquier arte, exige trabajo y esfuerzo, no responde exclusivamente a la inspiración, sino que requiere entrenamiento, invertir tiempo y dedicación. Otra lección que he extraído de mi conexión con la música es que todo nuestro cuerpo percibe, aprende y recuerda. Hay toda una serie de habilidades intelectuales que adquieren nuestros músculos, que después pueden ejecutar de manera prácticamente automática cualquier pieza que hayamos ensayado, en un ejercicio en el que ya no somos ni tan solo conscientes de los movimientos que estamos efectuando. Resulta sorprendente constatar la capacidad de aprendizaje del cuerpo para conseguir un producto final artístico. Probablemente no somos capaces de conocer nuestros propios límites.
Afán por reunir todo aquello que despertara mi interés, así como por ser útil a la sociedad
La llamada de la arquitectura me llegó por distintas vías. Durante mi etapa estudiantil me sentía atraído por varias asignaturas. Siempre había sentido atracción por las ciencias, el arte y las lenguas. A diferencia de mis padres, que habían orientado sus carreras hacia la filología, siempre he contemplado los idiomas como un vehículo y no con el ánimo de dedicarme exclusivamente a ellos. Las artes plásticas y la biología formaban parte de mi capítulo de intereses, así como los temas vinculados a la sociología y a la psicología. Como muchos jóvenes que buscan una combinación de los intereses que albergan, y al mismo tiempo con la intención de conseguir ser útil a la sociedad, fue mi madre la que me sugirió acertadamente la arquitectura como posibilidad de cubrir y combinar esos propósitos. Para el arte arquitectónico, el talento gráfico es necesario para describir y organizar un diseño, el escultórico es esencial para dominar la formalización del mismo, y la sociología para justificar la necesidad de la arquitectura. Esta última es una conjunción de habilidades que presta servicio a la ciudadanía, ya que permite poner en pie edificios u obras que brindan una utilidad funcional pública. Nuestras creaciones siempre acaban teniendo una repercusión en la sociedad: suponen el marco espacial y vital de quienes las usan y las disfrutan.
Arquitectura, poesía y filosofía
Siempre me ha apasionado leer y escribir. En especial me encanta la poesía, pues le encuentro muchas semejanzas con la arquitectura. Ambas constituyen un ejercicio de síntesis y se enfrentan a la complejidad de condensar muchos conceptos en poco espacio, lo cual me resulta fascinante. La poesía tiene la capacidad de condensar vivencias y percepciones. En ella convergen estructura, métrica, ritmo, orden… Pero finalmente tiene que despertar emociones, al igual que ocurre con la arquitectura ejecutada. Tanto la poesía como la arquitectura aspiran a llegar a ese punto sublime en el que no debes añadir nada más ni prescindir de ningún elemento para conseguir tu propósito. Por su parte, la filosofía recorre en cierto modo el camino inverso. Es una disciplina que también incide en la interpretación de cualquier obra que realizamos, ya que deshoja todas las capas posibles de la complejidad de la existencia. Nos permite cuestionarnos sobre las razones primarias de nuestra actividad y obtener perspectivas distintas de un objeto, de una realidad construida. Y la arquitectura es, más allá de su concepción esencial, una manifestación material, una condensación de las partículas del espacio en un punto concreto en un tiempo determinado, que – siendo una realidad incontestable- puede ser interpretada de múltiples maneras. Aún así pienso que la arquitectura es lo que más nos acerca a la verdad, ya que en el lugar donde erigimos nuestras obras -que son algo visible para todos- no puede haber otra realidad tangible que la de ese volumen concreto.
En el primer año de carrera en Berlín quede atrapado por la emoción por la arquitectura que dura hasta hoy
Habiendo sido alumno del Colegio Alemán de Barcelona, decidí cursar la carrera en Alemania, inicialmente en la Technische Universität de Berlín. En 1985 empezamos trescientos alumnos en el primer curso, un número similar al de la Escuela de Arquitectura de Barcelona. Afronté el primer año como una orientación personal, pues mi objetivo era constatar que realmente me gustaba la arquitectura, dado que apenas había tenido contacto directo con la actividad. Aunque me atraía, mantenía una actitud abierta para descubrir si ese era realmente el camino que iba a seguir o bien me reorientaría hacia otros intereses. Pero me di cuenta que la mayoría de asignaturas me satisfacían, las técnicas despertaban mucho mi interés; y otras me apasionaban, como el dibujo artístico, la geometría descriptiva y los proyectos. Pero me incomodaba la magnitud de la universidad, que encontraba excesivamente grande y despersonalizada. Esta percepción se agudizó al acabar con éxito el primer ciclo de estudios o Vordiplom a los dos años. Así las cosas, coincidiendo con las prácticas obligatorias que deben realizarse durante la carrera, en 1988 marché a trabajar a Múnich, con la intención de asentarme ahí. No obstante, a los ocho meses me planteé regresar a la ciudad dividida por el Muro e ingresar en la Universidad de las Artes de Berlín, que albergaba un departamento de arquitectura, el más pequeño de toda Alemania. Para ello logré superar una selectiva prueba de acceso, similar a la que efectúan en cualquier conservatorio de música. Volví así a Berlín, si bien en esta ocasión para estudiar en una facultad muy diferente, con una visión distinta de la formación en arquitectura. Sin duda, fue una decisión acertada.
La afirmación de la arquitectura como disciplina artística
En la Technische Universität el enfoque era más técnico, pero sobre todo estaba orientado a gestionar de forma casi industrial a la gran masa de matriculados. Esa forma de acceder al conocimiento no me satisfizo, pues siempre he sido una persona curiosa, inquieta, que exige ir más allá en cualquier actividad. En la Hochschule der Künste, la experiencia fue muy distinta, porque aparte de la cercanía entre docentes y estudiantes coincidí con personas vinculadas al ámbito artístico. En el bar de la facultad me relacionaba con escultores, pintores, diseñadores, músicos… Tuve la sensación de que había hallado mi sitio, pues ahí encontraba el enfoque vital y académico que buscaba. Entonces tenía veintidós años, una edad en la que necesitas encontrarte a ti mismo y en la que los sentimientos son distintos si marchas a estudiar al exterior en vez de en tu lugar de residencia, en un entorno que conoces. Sobre todo, por lo respecta al grado de madurez personal. Y ahí, en esa segunda universidad, culminé el segundo ciclo de estudios y conseguí el título de arquitecto, homologado para ejercer la profesión tanto en Alemania como en el resto de Europa. Recuerdo todos los proyectos que desarrollé en ese centro, pues cada uno de ellos me ha servido posteriormente para afrontar algún reto en mi carrera laboral, incluido el de final de carrera, que tuvo como tema la estación de autobuses de la ciudad de Potsdam, localidad cercana a Berlín; un tema del que extraje interesantes conclusiones sobre la relación entre dos conceptos aparentemente antagónicos -el movimiento y la quietud- representados por la movilidad y la arquitectura. Esta relación tan esencial para las sociedades contemporáneas sigue apasionándome tanto en el aspecto personal como en el profesional.
Las ciudades contemporáneas se han convertido en una secuencia de contrastes
Durante la carrera viví en primera persona la emoción de la caída del Muro de Berlín. En la fase final de mi formación académica, se produjo la reunificación de la ciudad lo que aparte de un reto político produjo un intenso debate en torno al futuro urbanístico de la que volvería a ser la capital alemana. Por una parte, se contemplaba la recuperación de la antigua trama urbana, pues en algunos lugares se había perdido incluso el trazo de las calles. Por otra, y ya desde el punto de vista más arquitectónico, se aspiraba a recuperar el ambiente y la morfología edificada del Berlín tradicional. Un concepto de ciudad que, para determinados historiadores e intelectuales, residía en el Berlín pétreo de finales del siglo XIX, el Steinerne Berlin, con edificios en forma de bloques alineados con las calles en el que el aspecto de lo macizo prevalece sobre las aperturas de las ventanas. Arquitectos e historiadores coincidían en señalar que toda época tiene su oportunidad de expresar la sensibilidad contemporánea de cada momento y que la ciudad debía visibilizarla en su proceso de estructuración urbanística. Los partidarios de ese concepto pétreo acabaron imponiéndose en el debate y Berlín fue sometida a un proceso de recuperación, que no de reconstrucción, de lo que se suponía era la esencia de la ciudad. Desde mi punto de vista, el resultado fue cuando menos cuestionable. Resulta imposible recomponer en cinco años una ciudad que ha crecido durante un siglo. A pesar de que se recuperaron sus calles, esa arquitectura con piel de piedra y ventanas pequeñas, que buscaban simular las de antes, no transmitía el alma que identificaba al Berlín contemporáneo. Como cualquier ciudad, su diseño es resultado de la convergencia del momento histórico, el desarrollo técnico, la pugna política y las fuerzas económicas, un compromiso entre distintas formaciones que luchan y donde la arquitectura emerge como testimonio de esa diatriba. Eso provoca que las ciudades contemporáneas se conviertan en una secuencia de contrastes, testigos del pasado, pero sin un pronóstico claro, sobre todo en sociedades democráticas en donde los gobiernos cambian a un ritmo muy superior al de la construcción de la ciudad.
Un estudio de arquitectura propio de estructura reducida y flexible
Después de finalizar la carrera con la nota de excelente no invertí demasiado tiempo en trabajar en Alemania. Si bien durante la carrera colaboré con varios estudios de arquitectos, decidí marchar para completar mi formación práctica en otros sitios, con mucha humildad, como antiguamente hacían los aprendices que viajaban en busca de maestro. Esta etapa de avidez de absorber conocimientos prácticos me llevó a un periplo por varias ciudades: Pamplona, Sevilla, Londres. En 1995, diez años después de haber salido de Barcelona, decidí volver a mi ciudad, para establecerme y empezar por mí mismo. Combinando la colaboración en algunos despachos de arquitectos cursé los cursos de doctorado en la UPC para seguir formándome y conectar con otros jóvenes arquitectos catalanes. Con algunos coetáneos que conocí en esas circunstancias fundé mi primer despacho, que con el tiempo llegó a tener hasta quince personas. En la actualidad, tengo mi propio estudio de arquitectura de estructura reducida, flexible y muy operativa, que cuenta con el apoyo de equipos externos cuando es necesario. Después de sortear con éxito la última gran crisis me sometí a un profundo ejercicio de reflexión que me permitió concluir que solo vale la pena volver plantearse el crecimiento del estudio -que no descarto en absoluto- como consecuencia de trabajos de contenido arquitectónico interesante y que, por su envergadura o rendimiento económico, reclamen o posibiliten ampliar el equipo. Muchos de mis clientes son extranjeros, si bien sus proyectos los he desarrollado en España. Es lo que yo llamo «exportación inversa». He realizado esfuerzos para ampliar el radio de nuestra actividad, ya que considero que Cataluña es mi base, España mi marco natural de trabajo y Europa la casa que entre todos estamos construyendo y cuyo mercado deberíamos acabar considerando doméstico. Una de mis ambiciones consistiría en llevar a cabo proyectos que aporten sentido en cualquier parte del planeta. Tengo claro que las oportunidades están ahí fuera y que hay que salir a su encuentro.
La pasión por aportar ideas: los concursos.
En estos momentos la mayoría de nuestros proyectos están relacionados con trabajos residenciales en el ámbito privado: viviendas unifamiliares o plurifamiliares, reformas de edificios (ya sean de gran dimensión o de tamaño reducido), etc. Me apasiona aportar ideas e intercambiar impresiones, tanto con mis clientes como con otros profesionales, y para ello los concursos son una modalidad característica de nuestra profesión. Si bien años atrás estuvimos realizando encargos para la Administración, temporalmente decidí no participar en los concursos que dan acceso a estos trabajos, pues quería centrarme en las obras privadas que tenía el privilegio de ir construyendo. Durante la primera etapa de mi vida profesional, en la que creamos una sociedad profesional junto a otros tres socios, recurrimos a la opción de los concursos porque era una de las vías que se abrían para los jóvenes arquitectos, al darnos la posibilidad de experimentar y tener acceso a encargos sin necesidad de avalar una experiencia de la que carecíamos. A lo largo de una docena de años estuvimos participando en muchísimos concursos, más de un centenar. Y logramos ganar unos cuantos, como por ejemplo la estación de autobuses de Lloret de Mar u otros correspondientes a escuelas de educación primaria. La del concurso es una fórmula atractiva, pero puede ser agotadora. Requiere de una importante fortaleza psicológica y de recursos, porque el tiempo que hay que invertir en esos proyectos es importante y el resultado siempre incierto, situación que hay que saber gestionar económica y emocionalmente, sobre todo para aquellas personas que -como también yo- les gusta ganar en cualquier competición. Cuando la crisis llegó a su fin y abandoné a sociedad conjunta para abrir el estudio profesional que ahora dirijo en solitario, tomé la decisión de solo presentarme a aquellos concursos que representen un ejercicio intelectual atractivo y me abran la puerta a explorar nuevos campos y realizar aportaciones singulares.
El sentido de ser arquitecto es dar sentido al espacio
Con el tiempo, he constatado que no hay que tener miedo a nada. A medida que acumulas experiencia contrastas las herramientas de las que dispones y los proyectos a los que debes orientarte. En determinadas ocasiones, he renunciado a alguna obra porque las condiciones existentes o la forma cómo querían acometer el proyecto no se correspondía con mi manera de ver el mundo y de vivir el sentido del quehacer arquitectónico, que es de dotar de sentido y belleza al espacio. Independientemente de su magnitud, los proyectos que voy a asumir, serán aquellos que sean acordes con mis principios: obras en las que el arquitecto esté involucrado en todas las fases del proyecto y sea parte de la toma de decisiones a todas las escalas, para así poder aportar el valor característico de nuestra profesión: dirigir teniendo esa vista general que combina estética, técnica y economía. He llegado a una etapa de mi vida en la que, si miro hacia atrás, no me arrepiento de nada de lo efectuado. Veo que he hecho obra pública (lo cual no todos los arquitectos pueden afirmar), privada, comercial y residencial. Estoy especialmente orgulloso de los colegios de educación primaria que realicé, por su carácter de espacios que combinan el sentido de la utilidad con la formación de la sensibilidad estética de los más pequeños.
La ecología se debe entender de forma amplia: material, visual y psicológica
El planteamiento más sostenible sería la reducción de muchas de las exigencias que actualmente tenemos en las sociedades más desarrolladas, pero es algo que parece que ni psicológicamente ni políticamente estamos dispuestos a aceptar con facilidad. Habrá que hacer mucha pedagogía, para explicar que a veces las soluciones más sencillas y efectivas consisten en intervenir poco, conservar o transformar lo existente y evitar destruir el medio ambiente. Aunque en cierto modo pueda significar ir contra nuestros intereses, en ocasiones lo ideal sería necesitar menos espacio y edificar menos. La mayor parte del mundo industrializado ya está construido y lo que hay que hacer es transformarlo cualitativamente. Debemos concienciarnos de que -cuando edifiquemos- es la propia construcción la puede constituir frecuentemente la alternativa más ecológica a soluciones de confort térmico, frente a aquellas en las que intervienen máquinas. Por ejemplo, en el momento de enfocar mis proyectos, suelo preguntar a mis clientes si y porqué desean aire acondicionado. Cuando tiene dudas, buscamos alternativas que garanticen el confort térmico a través del propio edificio y de sus elementos. Buscar protección del sol puede encarecer el proyecto inicial, pero evita soluciones innecesarias basadas en instalaciones y, a la larga, representa un ahorro. Las innovaciones en el campo de la gestión inteligente de los edificios son necesarias, pero su introducción de responder a criterios de proporcionalidad, necesidad y facilidad de uso. En un mundo en constante aceleración tecnológica no hay que añadir ansiedad o dispersión mental a nuestros espacios vitales que algunos gadgets de la domótica residencial proponen. Un planteamiento sostenible a menudo reside en buscar el equilibrio, tanto material, tecnológico, visual y espiritual. Es vivir la sencillez esencial en el uso y disfrute de nuestros entornos. El espacio debe cuidarnos y liberarnos para realizarnos como personas: debe contribuir a la calma y paz mental como valores duraderos.
Docencia y reflexiones compartidas
De 1997 a 2001 impartí clases de análisis del diseño e historia de la construcción en distintos departamentos de la Escuela Superior de Diseño ELISAVA. Fue una etapa muy interesante, en la que disponía de más tiempo para dedicarme a la docencia. Siempre me ha interesado este contacto académico, pues es una faceta que te permite seguir creciendo personalmente e intercambiar ideas. Al mismo tiempo, dado que había estudiado en una universidad artística, no me resultaba en absoluto extraño manejarme en un entorno de diseñadores. La asignatura de introducción al diseño impartida, además, me permitía descubrir qué hacía atractivo un diseño, analizar su ergonomía; intenté transmitir la importancia de una metodología para percibir la realidad… En las clases que preparaba para los alumnos de arquitectura técnica de Historia de la construcción refresqué muchos aspectos del porqué de los estilos de épocas pasadas. Los viajes también son esenciales para seguir formándose: recuerdo un viaje en solitario por Estados Unidos en invierno para ver las obras de los grandes arquitectos modernos Mies, Kahn y sobre todo Frank Lloyd Wright, cuyas casas bajo un manto nevado me causaron un gran impacto. Me gusta plasmar mis reflexiones en palabras. He traducido varios libros de carácter técnico para la editorial Gustavo Gili, sobre estructuras, detalles constructivos, etc. Asimismo, a mediados de los noventa, publiqué varios artículos en la revista Diseño Interior, además de uno en 2012 para la revista austríaca dérive, que recuerdo especialmente y en la que expuse mi visión crítica sobre el desarrollo que estaba experimentando la ciudad de Barcelona.
Gestionar los sueños y construir la confianza
Como arquitectos somos gestores de sueños. Todos los sueños genuinos – individuales o colectivos- nacen de la esperanza. Una visión clara y una actitud optimista son el combustible indispensable para implementar cualquier sueño y darle forma mediante un proyecto. Y para acometerlo, hace falta confianza en el futuro. Por ello, antes de construir nada, lo primero que hay que construir es la confianza de forma honesta e inclusiva. Lo sabemos bien los que hemos tenido el privilegio y la responsabilidad de intervenir en la transformación física de nuestro mundo: no es posible construir algo positivo, sea un edificio, una ciudad, una región o un país en contra de alguien, o de más de la mitad de los afectados. Los sueños-también o sobre todo los políticos- deben siempre contrastarse con la acción real y sus consecuencias, y basarse en amplios consensos. Los que hemos tenido la suerte de haber visto realizados nuestros proyectos somos conscientes de los muchos aspectos que implica el proyectar y construir: percibir la realidad preexistente, buscar soluciones imaginativas, ser riguroso con la economía, negociar de forma determinada pero flexible, consensuar puntos de vista contrarios, ser paciente, pero dirigir con firmeza, y ser honesto con la gestión del tiempo y los recursos de todos los agentes que intervienen. Transformar construyendo el espacio en el que vivimos es un acto profundo: construir es unir materiales diversos para un fin superior. Es entonces cuando las palabras enmudecen y los hechos hablan por sí solos. Trabajar y disfrutar conjuntamente en el espacio que compartimos es lo más valioso: es cuando nos damos cuenta de que hay mucho más que nos une que aquello que nos separa.