27-03-2012
“La explosión de la burbuja inmobiliaria ha sido el final de un espejismo”
“Tenemos el deber de aportar a nuestros colectivos humanos un nivel superior de formación y de cualificación que los encamine hacia la excelencia»
El crac del 2008 no representa un paréntesis dentro de la coyuntura económica mundial, sino que se perfila como una señal que anuncia una nueva realidad social y económica, la cual, a su vez, es la consecuencia directa de otro tipo de acontecimientos anteriores que han ido configurando el engranaje que hoy mueve nuestro mundo. Lamentablemente, el entorno actual fuerza a la conclusión de que las democracias están subordinadas al poder financiero y de que, pese a que siguen manteniendo una potestad importante, tarde o temprano deberán levantar su voz si quieren llegar a convivir con entendimiento y armonía junto al poder financiero. Sin duda, el pulso entre ambos estamentos marcará el foco de atención de todo escenario y todo análisis de futuro.
En cuanto a España, la crisis económica se ha manifestado simultáneamente a la caída del mercado inmobiliario, circunstancia que ha sido determinante en las características de esta coyuntura adversa en nuestro país. Estos dos sucesos paralelos han creado cierta confusión en los diagnósticos y los exámenes de nuestra situación; mientras algunos expertos han observado la especificidad española sin dar importancia al contexto de crisis mundial, otros han analizado la crisis mundial restando trascendencia al tema específico nacional. En cierto sentido, la explosión de la burbuja inmobiliaria ha sido el final de un espejismo que cegaba al conjunto de la sociedad española, la cual vivía en un sueño de prosperidad sostenido en una quimera. Porque, pretender que la locomotora de progreso económico de España se materializara en la venta de un millón de pisos nuevos cada año, denota que hemos vivido de espaldas a la realidad. En la etapa de bienestar del fervor inmobiliario, cada ciudadano imaginó que tenía el futuro asegurado por una vivienda cuyo precio iba a incrementarse indefinidamente. Aquella época de bonanza, asentada a lo largo de quince años, nos hizo creer que un pueblo modesto como el nuestro era rico. Y, aunque todo el país alimentó aquella fantasía, solamente hemos realizado el análisis severo del pecado político, sin apenas contemplar que la responsabilidad de la situación a la que hemos llegado también debe recaer en las empresas, los ciudadanos y, fundamentalmente, en la banca, que se empecinó, por codicia, en el error de otorgar créditos imposibles de liquidar. Hemos castigado al anterior Gobierno socialista con una gravísima derrota electoral, pero también deberíamos pedir cuentas a los bancos que se endeudaron de un modo absolutamente irracional.
Hoy, la realidad coloca a nuestro país en un período de supervivencia. Por ello, el desafío más importante que debe conseguir España en estos momentos es superar su calidad en todos los ámbitos. Con más empeño que nunca, tenemos el deber de aportar a nuestros colectivos humanos un nivel superior de formación y de cualificación que los encamine hacia la excelencia. El futuro cercano nos obliga a vencer de una vez por todas determinados tics tradicionales que nos han llevado a la aceptación generalizada de un trabajo poco competente, y a actitudes laborales marcadas por el incumplimiento o la falta de formalidad.
En definitiva, tenemos que realizar un esfuerzo para crecer dentro de nuestro trabajo diario, haciendo que nuestra gente pueda constituir un verdadero tesoro de know-how, de conocimiento, de capacidad y, desde luego, de tecnología e investigación, puesto que en el I+D+I y en la formación se encuentra la salida de España. Capacidades y talento tenemos, que el desánimo generalizado no nos hago dudarlo: ahora solo faltan la voluntad y los medios.